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En el interior de la casa, la madre, la señora Gina Harper, divorciada, se incorporó y se desperezó.

Es hora de acostarse, murmuró.

La niña mayor, una adolescente, bostezó y se incorporó lentamente del sofá. La niña más pequeña, de unos cinco o seis años, protestó. Llevaba el pelo negro y rizado recogido en coletas. Gina Harper la cogió, le hizo cosquillas y se la llevó de la sala. La chica mayor miró hacia donde estaba él con un gesto extraño, luego juntó los platos de palomitas y las latas de refresco, apagó las luces y siguió a su madre y su hermana.

A él se le aceleró el corazón con sólo pensar que quizás ella lo había intuido. Que de alguna manera conocía su destino.

Que ella sería la próxima en morir.

Pero, por supuesto, ella ni siquiera lo había visto, ni siquiera sabía que estaba en el patio de ladrillos, en el exterior del salón familiar. Se había preparado con mucho cuidado.

Esta vez habría una pequeña discordancia menor con el libro, pero estaba seguro de que la autora lo agradecería.

Capítulo 7

Rowan durmió a rachas, con las emociones todavía a flor de piel. La pesadilla seguía ahí, aunque ahora estaba despierta, y no tenía que ver sólo con los asesinatos de la familia Franklin. Otros demonios de más de cuatro años de antigüedad intentaban hacerse un lugar en su memoria consciente. Tenía que luchar con toda su rabia para mantenerlos a raya. Y de tanto esfuerzo, le vino un dolor de cabeza tan punzante que la dejó atontada.

Se tomó dos cápsulas de Motrin, un medicamento de receta, y bajó. Michael estaba sentado a la mesa del comedor leyendo los papeles de un archivo.

– ¿Qué es eso?

Él levantó la mirada, frunció el ceño y cerró la carpeta.

– Tiene un aspecto horrible.

– Gracias. -Desde luego, él no iba a contarle lo de la carpeta. Ella pensó que tendría algo que ver con el asesinato de la florista, o con la pobre Doreen Rodríguez. No tenía por qué mirar la carpeta, ya había visto los asesinatos en su imaginación.

– Le prepararé algo de comer.

Ella dijo que no con un gesto de la cabeza. Comer nunca había sido importante. En épocas de crisis, a menudo se olvidaba de comer.

– Quiero salir a correr.

– No es una buena idea.

– No me importa.

Sonó el timbre y Rowan dio un salto. ¿Desde cuándo le asustaban las pequeñas cosas de la vida cotidiana? Sacó la Glock de su funda y la sostuvo, preparada.

Michael sacó su propia pistola y le hizo una señal para que esperara en la cocina.

Comprobó quién era por la mirilla.

– ¿Quién es? -preguntó.

– Traigo un paquete de mensajeros Express para Rowan Smith.

– ¿De parte de quién?

El hombre miró la hoja con los datos.

– Harper.

Rowan asomó la cabeza, reflexionó un segundo y luego se encogió de hombros mirando a Michael, que fruncía el ceño.

– No lo sé -dijo.

– Deje el paquete en la entrada.

– Necesito que alguien me firme.

– Espere un momento. -Michael se apartó de la puerta. Le indicó a Rowan que se quedara donde estaba. Pasó a su lado y salió por la puerta de atrás.

Ella esperó, ansiosa, por un momento distraída por el café que acababa de preparar Michael. Se sirvió una taza grande de café cargado, y tomó un sorbo.

Al volver, Michael cerró las puertas, volvió a poner la alarma y examinó el paquete con las manos enguantadas. Rowan miraba desde el otro lado de la mesa.

– Parece normal -dijo, y la miró esperando una confirmación.

Ella cruzó el comedor, dejó la taza y se puso un par de guantes de látex que le pasó Michael.

Era un paquete ligero, quizás unos doscientos gramos. Se lo acercó al oído. Silencio. Miró todos los bordes, y ninguno parecía contener un mecanismo de detonación oculto. Sería difícil enviar una bomba por mensajero a menos que estuviera programada. Los paquetes eran manipulados de cualquier manera y en éste las etiquetas no señalaban que se tratara de un objeto frágil.

– Está bien -afirmó. Empezó a abrir el paquete, pero Michael la detuvo.

– Déjeme a mí.

Rowan dejó el paquete a regañadientes y se apartó, con los puños apretados. No soportaba que la protegieran.

Observó mientras Michael abría el paquete con cautela. El corazón le latía a toda prisa, y le indignaba que aquella entrega le creara una corriente subterránea de miedo. La caja, envuelta con papel marrón era blanca, una simple caja de regalo, sin etiqueta, del tamaño de un vídeo. Un único trozo de cinta adhesiva sellaba el borde. Michael lo rompió con el dedo y levantó la tapa.

Dos brillantes cintas de color rojo, atadas con lazos en torno a unos mechones de pelo negro y rizado. Pelo humano. Como si hubieran cortado dos coletas, conservadas por la madre después del primer corte de pelo de su hija cuando ya era mayor. Guardadas por una madre que no quiere que su hija crezca.

Cintas rojas, pelo negro.

No, otra vez no.

Dani.

Las lágrimas rodaron, silenciosas, por las mejillas de Rowan mientras miraba el contenido de la caja en manos de Michael. Una tristeza profunda le marcaba hasta la última arruga del rostro.

– ¿Rowan? -Michael dejó la caja en la mesa y se le acercó-. ¿Rowan? -Con un dedo, le subió el mentón hasta que las miradas se encontraron.

El dolor descarnado que Michael vio en su rostro lo impresionó. Jamás había visto unos ojos tan expresivos en su vida, y ahora los desbordaba una agonía profunda.

– ¿Qué significa esto? -Miró detenidamente el contenido para asegurarse de que no pasaba nada por alto. Un mechón de pelo negro atado con una cinta roja. Lo dejó en la mesa y la cogió por los brazos. Rowan estaba temblando, y él la abrazó-. Háblame, Rowan. No puedo ayudarte si no hablas conmigo.

– Dani -dijo ella, con un hilillo seco de voz, y se apoyó en su pecho.

– ¿Quién es Danny?

Ella no contestó. Michael la cogió y la llevó hasta el sofá, donde la sentó sobre sus rodillas y la estuvo meciendo largo rato, hasta que sus sollozos se convirtieron en llanto, su llanto en gemidos y, al final, en una quietud absoluta. Por algún motivo, el silencio era lo peor.

Rowan había hundido la cabeza en el pecho de Michael. Él se la apartó.

– Rowan, confía en mí. Tienes que confiar.

Ella lo miró a los ojos, buscando… ¿Qué buscaba? ¿Honestidad? ¿Confianza? Él no lo sabía. A Rowan le temblaron los labios y él le selló la boca roja y frutosa con un dedo.

– Confía en mí -volvió a murmurar.

Ella tragó con dificultad.

– Yo… yo. -Tras esas palabras, pronunciadas con voz ronca, guardó silencio.

Él la besó suavemente en la frente. Ella lo necesitaba. Aquella mujer fuerte e independiente lo necesitaba, y él se sintió lleno de deseos e ilusión. Todos sus instintos de protección estaban centrados en ella, y Michael ya estaba medio enamorado.

La estrechó contra su pecho.

– ¿Qué? Cuéntame.

– No… no puedo -dijo, con voz entrecortada.

Él le giró la cara, buscando sus ojos, su boca, las arrugas de ansiedad en su frente. Le temblaban los labios. Michael tenía unas ganas desesperadas de besarla, de demostrarle que él podía protegerla, que siempre estaría a su lado.

No podía besarla. Era demasiado vulnerable, la veía demasiado desamparada. Pero, maldita sea, qué ganas tenía de probar esos labios rojos y temblorosos, aliviar el dolor de su rostro. Sólo faltaba que ella lo dejara entrar.

Se deshizo de su abrazo tan rápido que él ni siquiera sintió cómo lo rechazaba.

– Michael, esto no es buena idea.

Ella también había sentido la conexión, y eso le daba esperanzas. Quizá, cuando todo esto acabara, habría una esperanza para ellos dos.

– Rowan, puedo esperar. -Diablos, cómo costaba pronunciar esas palabras. No tenía ganas de esperar. Quería entregarse a ella por entero, completamente, en ese mismo instante. Pero no iba a cometer los errores que había cometido en el pasado.

Una vez más, sonó el timbre.

– Mierda -masculló, mientras se dirigía a la puerta.