Rowan suspiró aliviada al separarse de Michael, y se acercó a propósito hacia la mesa del comedor. Le gustaba Michael y empezaba a confiar en él… como compañero, no como amante. Era incapaz de darle a cualquier hombre otra cosa que sexo. Hacía tiempo, un novio le había dicho que era fría como el hielo.
Y Michael le gustaba demasiado como para hacerle creer algo acerca de ella que no era verdad. Había demostrado ser un tipo competente, y le proporcionaba el espacio y el apoyo que necesitaba.
Cogió su taza de café, evitando mirar la caja. Le tembló la mano. Sólo quería que todo aquello acabara. No se derrumbaría. Nunca más.
Oyó la voz de Quinn desde la otra sala.
– Ha habido otro asesinato. ¿Dónde está Rowan?
A Rowan casi se le cayó la taza. La depositó sobre la mesa con cuidado y se dejó caer en una silla. Cerró los ojos y tragó con dificultad. Otro asesinato. Las coletas. Nunca había escrito que sus malvados asesinos le cortaran el pelo a la víctima, pero sabía que aquello estaba relacionado con ella.
Ese hombre tenía unas ganas desesperadas de hacerle daño.
– No creo… -comenzó a decir Michael. Rowan abrió los ojos. Quinn estaba en la entrada del comedor y miraba con el ceño fruncido en su bello rostro.
La compañera de Quinn, Colleen Thorne, estaba detrás de él. Rowan se acordaba de Colleen de sus tiempos en el FBI, una agente tranquila, discreta, que Rowan respetaba, aunque nunca habían sido amigas, lo que no era ninguna novedad. Rowan no trababa amistad fácilmente con sus colegas. Era más fácil mantener sus distancias con la gente que cultivar vínculos que pudieran herirla.
Colleen la saludó con un gesto de la cabeza y ella respondió al gesto. Miró a Quinn.
– ¿A quién ha matado? -preguntó.
– A una madre divorciada con sus dos hijas -dijo Quinn.
– Portland. Harper. Crimen de claridad. -Cerró los ojos, con la imagen de las coletas todavía grabada en su mente-. Trae una bolsa de pruebas.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Michael.
– Una de las víctimas era una niña de cinco años, a la que, por lo visto, le habían cortado el pelo. Color castaño -añadió Quinn.
– Otro crimen de imitación.
Quinn sacudió la cabeza.
– Sí y no. En el libro, una familia de apellido Harper es asesinada. Una mujer y sus dos hijas adolescentes. Es el mismo apellido, una hija adolescente, pero otra de cinco años. En la novela de Rowan, a la niña asesinada no le cortan el pelo.
– Pero ¿estás seguro de que lo ha hecho la misma persona? -preguntó Rowan, aunque ella misma no tenía la menor duda.
– Dejó tu libro en la escena del crimen -dijo Quinn, con expresión grave. Se sentó ante la mesa, frente a ella-. Las diferencias con la novela podrían ser personales, quizá sus propios fetiches enfermizos. Tal vez no pudo encontrar a una familia Harper en Portland que coincidiera con la descripción, de manera que introdujo una ligera variación.
Quinn también se puso guantes y metió la caja, el papel y el pelo en una bolsa de pruebas. Se lo entregó todo a Colleen. Le dijo algo que Rowan no alcanzó a oír, y su compañera salió del comedor.
La novela de Rowan. La culpa de Rowan. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en las manos, sabiendo que debía conservar la cordura. Sabía que el asesino se había desviado deliberadamente de la novela porque conocía su pasado. Y, por algún motivo, estaba seguro de que la mataría cuando terminara de destruirla.
¿Quién era ese cabrón? ¿Cómo sabía de la existencia de Dani? Rowan no creía en las coincidencias. Tenía que saber algo de su hermana menor.
Pero nadie sabía que a Dani la habían asesinado.
De repente, algo encajó en su lugar. Sus recuerdos sobre el asesinato de los Franklin la otra noche. La pequeña también tenía el pelo castaño. Fue esa visión de la pequeña masacrada en su cama, con sus coletas negras, lo que había impulsado a Rowan a devolver su placa.
Otra conexión con Nashville. ¿El típico asesinato con suicidio? Quizá no. Quizás había algo más.
– Quinn. Esto tiene que estar relacionado con el asesinato de los Franklin. Hablé con Roger de ello. Me dijo que me mandaría los archivos.
– Pero tú no trabajaste en ese caso -dijo Quinn, frunciendo el ceño. La miró con esos ojos suspicaces que ponía durante los interrogatorios.
Ella se resistió al impulso de encerrarse en sí misma. No soportaba tener que mostrar su debilidad para que el mundo entero pudiera verla.
– Fue mi último caso. Yo hice la primera inspección. Y después renuncié.
Michael y Quinn guardaron silencio, de pie frente a ella como centinelas en un interrogatorio, esperando que en algún momento se quebrara. Quizá no. Quizá no era más que su miedo. De volver a derrumbarse. Una vez más.
Adoptó una postura firme y dejó descansar las manos sobre la mesa, como si estuviera relajada. Evitó jugar con la taza. No sabía si tenía fuerzas para luchar contra aquel mal desconocido, pero no iba a mostrar su debilidad al resto del mundo.
– Llevaremos el pelo al laboratorio y lo analizaremos para confirmar si corresponde a la víctima -dijo Quinn-. He llamado a Roger, que estuvo en la escena del crimen, para saber qué piensa de lo del pelo. Es la segunda vez que el asesino se ha puesto en contacto contigo directamente. Está muy cerca.
El tipo iba a por ella. Lo sabía. Si la policía o el FBI no lo pillaban antes, vendría a buscarla. El asesinato de los Franklin pesaba sobre su conciencia. Si no hubiera renunciado al FBI cuatro años antes, ¿habría cambiado algo? Si hubiera seguido con el caso como la buena agente entrenada por el FBI, dejando de lado todos sus sentimientos personales, ¿el resultado habría sido diferente? No lo sabía, y el hecho de no saberlo se añadía al peso que llevaba encima.
Tanta muerte en su vida. Quizá su propia muerte la liberaría algún día.
– Habrá uno más -avisó Rowan, con voz temblorosa. El asesino había escogido un asesinato de cada uno de sus tres libros. ¿Los había escogido al azar? ¿O tenían una relevancia especial para el asesino? Rowan carraspeó-. Crimen de corrupción. En esa novela hay siete asesinatos. ¿Puedes hacer algo para que se difunda ese detalle? Hay siete mujeres en peligro. -Cogió la taza de café y bebió un sorbo. Estaba frío, pero tenía que hacer algo con las manos.
– Estaremos atentos -dijo Quinn-. La policía de Washington D.C. está alerta. La prensa se ha cebado con esta historia y ya ha publicado los nombres de las mujeres que mueren asesinadas en tu novela. Supongo que los libros estarán agotados en todas las librerías. -Empezó a sonreír, y luego se dio cuenta de que había metido la pata-. Lo siento, Rowan, no quería…
Ella dejó la taza en la mesa con tanta fuerza que se hizo trizas. La rabia acumulada contra el asesino desconocido se volvió de pronto contra Quinn. ¿Cómo se atrevía a decir una cosa así? Como si ella no lo supiera. Como si toda aquella publicidad no deseada no la pusiera enferma de los nervios. El asesino la había despojado del único placer catártico que poseía: el placer de escribir, inventarse historias donde el bien siempre triunfaba sobre el mal. No sabía si algún día volvería a escribir.
– ¿Cómo te atreves? Es dinero manchado de sangre. ¡No pienso ni tocarlo! -Echó la silla hacia atrás y pasó como un torbellino junto a Michael y se alejó por el pasillo hacia su estudio.
El portazo dio el toque final.
– Mierda -dijo Quinn, mesándose el pelo-. Debería pedirle perdón.
– ¿Por qué no le da un poco de tiempo? -dijo Michael. No dejaría que Quinn se acercara de nuevo a Rowan. Era evidente que habían compartido algo en el pasado.
Quinn miró a Michael de arriba abajo.
– Señor Flynn, Rowan y yo hemos sido colegas y amigos mucho tiempo -dijo-. Voy a hablar con ella.
Michael le cerró el camino.
– Dele un poco de tiempo -insistió Michael. Los dos eran igual de altos, pero Michael pesaba al menos seis kilos más que Quinn, todo músculo.
Se quedaron así mirándose, cara a cara, durante un buen minuto. Michael estaba decidido a negarle a Quinn el acceso a Rowan, mientras Quinn medía las ventajas y desventajas de enfrentarse al guardaespaldas. Fue Quinn el que rompió el silencio.
– Dejaré a Rowan por esta noche, pero tiene que venir al cuartel general del FBI mañana a revisar esos casos suyos.