– No conozco a Doreen Rodríguez -dijo ella, sin vacilar, aunque el nombre la puso en alerta. Le resultaba familiar, pero no lograba situarlo en ese instante. Mientras intentaba atar hilos, le fue invadiendo una sensación desagradable. Cuando iba a cerrar la puerta, escuchó otra pregunta.
– ¿No sabe que asesinaron a una mujer de veinte años llamada Doreen Rodríguez en Denver el sábado por la noche, de la misma manera que asesinan a su personaje Doreen Rodríguez en su novela Crimen de oportunidad?
Rowan cerró dando un portazo. No temía a los reporteros que se presentaban sin haber sido invitados. Los denunciaría por violación de propiedad privada sin pensárselo dos veces. Sólo quería que su definitivo y sonoro «Sin comentarios» se oyera alto y claro.
Al final, el teléfono dejó de sonar. Y luego, al cabo de treinta segundos, se reinició el incesante ring-ring. Volvió corriendo a su estudio y miró en la pantalla del aparato. Era Annette, su productora.
Levantó el auricular y preguntó:
– ¿Qué diablos está ocurriendo? -En cuanto preguntó, oyó que frente a su casa se detenía otro coche de un frenazo.
– Ya te habrás enterado.
– Hay un montón de reporteros frente a mi casa, y mientras hablamos están llegando más. -Volvió a mirar por la ventana. Una de las furgonetas era de una cadena de televisión. Rowan se llevó una mano al vientre. Tenía la sensación de que estaba sucediendo algo muy grave.
– Un periodista de Denver me ha dado los detalles -dijo Annette a toda prisa, poniendo el acento en ciertas palabras-. La noche del sábado asesinaron a una camarera de veinte años de nombre Doreen Rodríguez. Ayer encontraron su cuerpo en un contenedor frente a, y cito, «un pequeño café italiano cerca de South Broadway que se podría calificar de pintoresco si no fuera por las manchas de sangre en las paredes blancas de la fachada».
Rowan escuchó las palabras que había escrito años atrás. Se frotó las sienes y, por primera vez desde que renunciara a su puesto en el FBI hacía cuatro años, deseó tener un cigarrillo a mano.
– Debe ser una broma de muy mal gusto.
– Lo siento de verdad, Rowan.
– Dios mío, no puedo creer que ocurra algo así. -Cerró los ojos con fuerza, intentando asimilar lo que acababa de decirle Annette. Se quedó sin aliento y se llevó una mano a la boca. Tenía que ser una casualidad. Algún reportero sin escrúpulos que informaba sobre un crimen violento e intentaba crear una noticia sensacionalista comparándolo con una de sus novelas.
Tuvo una fugaz imagen del cuerpo ensangrentado y descuartizado de Doreen Rodríguez. Abrió los ojos de inmediato. Su visión del asesinato era demasiado real porque ella la había creado. No podía ser un crimen similar. Seguro que sólo era una coincidencia de nombres.
– Rowan, la mataron con un machete contra la pared del restaurante, y tiraron el cuerpo en un contenedor. -La voz de Annette había cobrado un tono febril-. Trabajaba en Denver y nació en Albuquerque. Algún loco ha copiado el crimen exactamente como lo escribiste.
Rowan se presionó la sien con fuerza. ¿Alguien había copiado su crimen ficticio? No podía ser. ¿Cómo había encontrado el asesino a alguien tan parecido a su personaje de ficción?
Y, aún más importante, ¿por qué?
Quedó de rodillas en el suelo junto a su mesa y hundió la cara entre los brazos, mientras sostenía el teléfono con el hombro. Volvió a respirar hondo y aguantó la respiración. Antes que nada, tenía que controlarse, y luego vería cómo llegar al fondo del asunto.
Tenía que haber un error.
– ¿Estás bien? -Había verdadera inquietud en la voz de Annette.
– ¿Tú qué crees? -contestó con un susurro ronco.
– Me preocupa tu seguridad, Rowan.
– Sé cómo cuidar de mí misma.
– Enseguida voy.
Casi sonrió al pensarlo. La pequeña Annette O'Dell, de cincuenta y tantos años, productora de Hollywood, corría a proteger a su escritora estrella de un atado de malvados reporteros. Rowan sacudió la cabeza.
– No, voy a salir a hacer un poco de footing y luego tengo que ir a los estudios. He quedado con el director para hablar de repetir el rodaje de una escena.
– Los reporteros te seguirán. Es probable que ya estén ahí reunidos.
– ¡Al diablo con los reporteros! No haré comentarios, y punto. Nada, cero. No quiero que hables de esto con nadie, ni una palabra. Voy a ir a los estudios y cumpliré con mi trabajo. No soy policía. Que se ocupen ellos de esto. -Ya no quería seguir jugando a policía. No quería más sangre en sus manos.
Sin embargo, ahí estaba la sangre. Se limpió las manos en el pantalón y le vino a la mente la figura de lady MacBeth, intentando desesperadamente lavarse las manos de una sangre que no veía.
Doreen Rodríguez. Ella no había matado a esa pobre mujer, pero en cierto sentido había causado su muerte.
– Rowan, déjame contratar un servicio de seguridad…
Rowan cortó a Annette con un «clic» cuando devolvió el auricular a su sitio.
Tardó un minuto en recuperar el aplomo e incorporarse del suelo. Vio que fuera llegaba otro coche, más buitres acechando. Era una gran copia del original, pensó, irónicamente. Un auténtico caso de novela policiaca llevada a la realidad: El imitador de ficciones. El asesino imitador. En realidad, daba la sensación de que a la prensa le gustaban los asesinatos. Sobre todo los crímenes más escabrosos. No había nada emocionante en una típica riña doméstica, un tirón o un tiroteo rutinario entre bandas rivales. Pero que la víctima fuera acuchillada con un machete contra la pared de un pintoresco restaurante italiano…
Sacudió la cabeza. ¿Acaso ella era mejor? Escribía historias policiacas violentas. Aunque sus cadáveres fueran obra de la ficción, ¿no hacía ella lo mismo que los reporteros? ¿Aprovecharse del interés de la gente por los crímenes escabrosos? La fascinación del hombre por la muerte se remontaba a miles de años atrás. Los violentos mitos griegos y romanos habían aliviado el temor de los seres humanos ante lo desconocido. Desde entonces, había constancia de prácticas igual de horrorosas en todas las generaciones.
Doreen Rodríguez. ¿Era posible que el asesinato tuviera las mismas características que ella había descrito? El ritmo del corazón se le aceleró al imaginar el dolor y el horror que había sufrido aquella muchacha.
No le serviría de nada pensar en la víctima ahora. Rowan recordó los más de diez años de entrenamiento que le habían enseñado a guardar las distancias con las cosas. Cuando una historia se convertía en algo personal se cometían errores.
Ignoró el timbre de la puerta y el teléfono. Entró en Internet y encontró la página del periódico local de Denver. Todavía tenía la esperanza de que se tratara de un error, de un malentendido. Pero el asunto ya estaba en los titulares. Las malas noticias viajan rápido, y la prueba de ello era la jauría que se había instalado a la entrada de su casa.
Todo lo que Annette le había contado estaba en la pantalla. Rowan se preguntó qué tipo de detalles ocultaba, en realidad, la noticia. Calculó cuánto tardaría la policía en venir a interrogarla. Si la prensa había mostrado interés por la coincidencia, la policía no podía estar lejos. Ya conocería los detalles cuando la vinieran a buscar.
No. No podía implicarse. Dentro de dos horas tenía una reunión en los estudios. Había creado una vida nueva para sí misma, una vida tranquila. Por nada de este maldito mundo dejaría que un asesino desquiciado controlara su futuro. Por segunda vez.
Se dirigía a su habitación para vestirse cuando en la puerta sonó una llamada familiar. La policía.
Vaya, qué rápido han llegado.
– Señora Smith -llamó una voz en sordina-. Señora Smith, es la policía. Tenemos que hablar con usted.
Se volvió hacia la puerta. Todo había comenzado.
Se sentaron alrededor de la mesa del comedor, frente a la ventana con su imagen de postal que enmarcaba las aguas verdiazules del Pacífico. Desde ahí, a unos seis metros por encima de la línea de playa y unos buenos treinta metros hacia el interior, todavía se podían ver las olas, una tras otra, con sus cabriolas, agitadas por un ligero viento. Había marea baja y la playa estaba vacía.