– Cuarenta -avisó Collins. Se volvió hacia Peterson-. ¡Quinn! Vuelve aquí.
John se preparó para lo peor.
Clic.
Nada.
– Lo tengo -dijo, en voz baja. Le ayudó rápidamente a Tess a deshacerse de la chaqueta y la dejó caer suavemente al suelo.
– Cincuenta -dijo Collins.
– ¡Peterson! Está despejado. ¡Corre! -John cogió a Tess. Tenían un minuto y diez segundos y John intuía que Bobby MacIntosh no les daría ni un segundo más.
¿Doscientos metros? No, no alcanzarían a cruzar dos campos de fútbol. Esperaba que con cien metros estuvieran a salvo.
La explosión sacudió el suelo y lanzó despedida a Tess. John sintió que se elevaba y volaba por el aire. Y luego todo estaba oscuro.
Ahora se despejó la cabeza de la pesadilla que acababan de vivir y miró su reloj, que curiosamente estaba intacto. Todavía no eran las siete.
– Voy a encontrar a Rowan -dijo.
– Flynn, tenga cuidado. Tenemos a todos los equipos disponibles buscándola. -Roger Collins cogió el transmisor-. Agente Thorne, ¿está disponible?
– Sí, señor.
– ¿Cómo está Francie? ¿Está…? -Roger tragó saliva y miró a John.
– El chaleco antibalas le ha salvado la vida. La están examinando los sanitarios y necesitará una pequeña intervención, pero saldrá adelante.
– Gracias a Dios -dijo Roger, con un suspiro de alivio-. Thorne, traiga un coche y venga a buscar a Flynn. Ayúdelo en todo lo que pueda.
– Llegaré en dos minutos. Fuera.
– Gracias -dijo John, y lo decía de todo corazón.
– Encuéntrela. Antes de que Bobby… antes de que la mate.
– La encontraré.
Pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
El padre Peter O'Brien llegó al aeropuerto de Burbank después de las ocho de la noche y de diez horas de viaje. No había tenido oportunidad de dormir. En el vuelo de Boston a Chicago se sentó junto a una viuda de noventa años que le pidió que rezara el rosario con ella, los quince misterios. Cada diez avemarías, pedía por que Rowan estuviera a salvo y por el alma de Bobby.
En Chicago tuvieron un retraso de tres horas debido a problemas de seguridad. Comió en la cafetería del aeropuerto y acabó siendo el blanco de las pullas de una joven pareja que veía numerosas carencias en su Iglesia. En el vuelo de conexión viajó junto a una mujer a la que le habían diagnosticado cáncer de mama en etapa avanzada, y se sintió humilde frente a su fuerza de carácter y a su discreta confianza en que Dios se serviría de sus médicos para sanarla. No era católica, pero su fe era sólida y a Peter le dio esperanzas.
Era un viaje largo, y se quedó dormido unos cuarenta minutos antes de llegar a Burbank. Intentó ponerse en contacto con Roger Collins para avisarle del retraso, pero sin éxito. Al llegar, lo volvió a llamar. Seguía sin contestar.
Roger le había dicho con claridad que si no podía dar con él, era porque algo había salido mal.
Sacó la nota que había escrito después de su conversación con el director adjunto del FBI la noche anterior.
John Flynn, 818-555-0708.
Flynn protegía a Rowan. Pero dado que no podía encontrar a Roger, Peter empezó a temer que Rowan estuviera en peligro.
Marcó el número. Después del tercer timbre, aumentó su inquietud. Hasta que alguien contestó.
– Flynn.
– John, soy Peter O'Brien.
– ¿Qué ocurre?
– Estoy en el aeropuerto de Burbank. Se suponía que Roger tenía que venir a buscarme, pero no puedo dar con él.
– Roger está en el hospital con la espalda rota -dijo John, después de una pausa-. ¿Por qué ha venido?
Peter se santiguó.
– Roger pensó que podría ayudar en la negociación con Bobby, si llegábamos a ese punto. Bobby no sabe que yo estoy vivo.
– Tiene a Rowan.
– Dios mío -dijo Peter, cogiéndose de un lado de la cabina telefónica-. ¿Dónde?
– No tengo ni idea. Ahora me dirijo al cuartel general del FBI, pero pasaré por ahí a recogerlo. Creo que Roger quizá tenga razón. Puede que desconcierte a MacIntosh. Si logramos encontrarlo. Espéreme a la salida de la terminal.
Oscuridad. Frío. Mucho frío.
Rowan intentó abrir los ojos pero los párpados le pesaban como sacos de arena mojada. Hasta el más mínimo esfuerzo le producía un horrible dolor de cabeza. Intentó respirar hondo pero algo le presionaba el pecho. Los dedos de manos y pies comenzaron a cobrar vida cuando intentó moverlos, y el cosquilleo se convirtió en dolor.
De pronto se dio cuenta de que estaba atada como un cerdo, con los brazos y piernas doblados por detrás y sujetos. No era nada raro que le doliera tanto.
Olía a vómito. Era muy probable, pensó, al recordar el dolor del dardo con el sedante que le había disparado. Una fuerte dosis de narcótico ponía enfermo a cualquiera. Al principio, pensó que el frío era el efecto secundario del sedante, pero el suelo estaba frío. Al otro lado del muro se oía el vago zumbido de un aparato de aire acondicionado. Alguien lo había puesto a toda marcha. Rowan se estremeció a pesar suyo.
Tenía la boca seca y con mal sabor. El cuerpo entero le dolió en cuanto se movió, apenas, intentando liberarse de los nudos. Cuando volvió a recuperar el tacto en los dedos, palpó una cuerda de nailon. Cuanto más tiraba, más se apretaba la cuerda. Así que dejó de moverse.
Al menos estaba viva. Viva y pensando.
Cuando lo había visto por primera vez con la escopeta en las manos, se había quedado helada. Aquél era su hermano, que no había visto en más de veinte años. Su aspecto era totalmente diferente. Pensó que no lo habría reconocido en la calle. Ahora tenía cuarenta y un años, y era un hombre. Llevaba el pelo corto, casi rapado. Su cara era más llena, y su cuerpo más ancho. Incluso parecía más alto, lo cual no era raro. Muchos chicos seguían creciendo hasta el final de la adolescencia y cumplidos los veinte años.
Pero era él.
Y entonces pulsó el botón y su vida entera saltó por los aires.
John tenía que estar muerto. Era imposible que hubiera escapado tan rápido. Rowan sintió la fuerza de la explosión a casi medio kilómetro.
Lo primero que experimentó fue culpa, y después una profunda tristeza, una tristeza física que empezó como un dolor en el pecho y luego se difundió y le provocó un gran cansancio. El cuerpo le pesaba y el corazón apenas le latía.
No le había dicho a John que lo amaba.
Y él se había ido a la tumba sin saber lo importante que había llegado a ser para ella en tan breve tiempo. Y ella no había querido decir adiós, ahora que él era una parte indisoluble de su vida. De su alma.
Bobby le había robado a John. Su futuro, por incierto que fuera, había sido destrozado sin vacilar por aquella única persona que sabía destruir sin piedad.
Tuvo que reprimir un sollozo repentino, y el dolor le hizo temblar y sintió el corazón que latía dolorosamente en su pecho. ¿Para qué vivir ahora? ¿Para recordar a todos los que Bobby había matado? ¿A su madre? ¿A sus hermanas? ¿A Michael y Tess?
A John.
Te amo, Rowan.
De su garganta escapó otro sollozo, que se convirtió en gemido. Tenía la mejilla apoyada en el duro suelo. Estuvo escuchando, esperando que Bobby viniera a matarla. Ya no le quedaba nada por que vivir. Pero lo único que oía era el ruido apagado y monótono de las olas rompiendo en la playa, allá abajo.
Las olas. El mar. Aquel ritmo familiar la calmaba. Estaban en la costa. Respiró hondo, ignorando el dolor agudo en el pecho. La casa olía a humedad y a rancio. A cerrado. A aromas artificiales de desinfectante en una casa nunca usada.
A medida que el efecto del sedante fue menguando, los párpados le pesaron menos y consiguió abrir los ojos. Estaba completamente oscuro, y no veía nada. Pero tuvo la impresión de que se encontraba en una habitación grande de techo alto. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, percibió ligeros cambios en los matices del negro. Unas cortinas que tapaban una ventana. Era la dirección del océano.
Una casa nunca habitada. ¿La casa de al lado? ¿Era posible que Bobby hubiera ocupado todo ese tiempo la casa vacía del vecino? La inmobiliaria la ventilaba una vez a la semana pero, aparte de eso, nunca venía nadie.