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Si hubiera estado en la casa contigua, se habría enterado de los cambios de turno de los agentes del FBI. Habría visto a Michael. A John. Habría reconocido a todos los que la visitaban. Sabría cómo llegar a Tess.

La había estado vigilando.

Había visto cómo le afectaba cada uno de sus golpes. Bobby se había entretenido con su juego, usándola. Era lo que le gustaba. El control y el poder. ¿Cuánto había durado? ¿Habría conocido su cabaña de Colorado? ¿La habría seguido hasta Malibú? ¿Habría ido al estudio para ver cómo trabajaba?

¿Habría entrado en su casa y revisado su ropa? ¿Su ordenador? ¿Sus papeles? ¿Cuán cerca había estado sin que ella lo supiera? Había entrado en su casa para robar una edición de prueba de su libro. ¿Cuándo? ¿Mientras dormía? ¿Mientras trabajaba? ¿Mientras salía a correr por la playa?

El vacío de su alma se fue llenando lentamente de una ira negra que se derramaba, caliente, hasta que Rowan sintió que le devolvía el calor al cuerpo. Bobby había tenido el control todo ese tiempo. Ella no había sido más que un peón, respondiendo a sus jugadas en el tablero de ajedrez que él había creado. Bobby había ganado en todas y cada una de sus jugadas, excepto con aquella valiente prostituta en Dallas. Ahora venía el último giro de tuerca.

Ella lo detendría.

Tenía que encontrar una manera de llevarlo a su terreno. Bobby no la mataría enseguida. Si fuera ésa su intención, ya lo habría hecho. La habría matado de un disparo en la espalda en lugar de adormecerla. Gracias a eso, gracias a que Bobby tenía esa inclinación a jugar con su mente, tenía una posibilidad.

Sobrevivir ya no significaba nada para ella. Pero su muerte tendría algún sentido si conseguía arrastrarlo consigo al infierno.

Oyó pasos en un suelo de madera. Escaleras. Era él que subía a verla. Tap. Tap. Tap. Tap. Más cerca, más pesado. Pausa. Oyó algo que rascaba. Estaba a sus espaldas. Un cerrojo se abrió y ella intentó girarse para verlo, pero no pudo. Los goznes crujieron cuando abrió la puerta.

El corazón le latía tan estruendosamente que ahogaba sus pensamientos. Empezó a sudar a pesar del aire acondicionado a todo meter.

Las luces se encendieron y ella cerró los ojos con fuerza, pero la súbita luminosidad le provocó un dolor que le sacudió la cabeza por dentro.

– Hola, Lily, sé que estás despierta.

Oyó a su hermano cruzar la habitación hacia ella. Bobby la cogió del pelo y le dio un fuerte tirón. Ella intentó abrir los ojos, pero la luz la cegaba.

Él rió, y le soltó la cabeza. La desató, tirando con fuerza de la cuerda mientras lo hacía, pero ella se negó a llorar. No le daría la satisfacción de romperla. Cuando tuvo las extremidades libres, la sangre le fluyó a las manos y los pies con una rapidez dolorosa. Intentó levantarse, pero no lo consiguió y se derrumbó sobre el suelo con la respiración entrecortada.

– Ya te dejaré reponerte, Lily. No sería tan divertido matarte ahora cuando ni siquiera tienes una oportunidad. -La voz le había envejecido, pero conservaba ese tono provocador de su adolescencia.

– Yo… te… mataré. -Con la respiración entrecortada, Rowan masculló una maldición.

Él volvió a reír.

– Está bien que tengas una esperanza. Disfrútala mientras todavía te queda algo. Yo… tengo que preparar algunas cosas para ti ahí abajo. Así que relájate mientras puedas.

Lo oyó cruzar la habitación, cerrar la puerta y correr el cerrojo, Bobby dejó la luz encendida y ella abrió lentamente los ojos. Estaba en medio de una habitación grande. Aunque todavía tenía la visión borrosa, distinguió los pies de una cama y un cubrecama de color celeste, a unos tres metros.

Poco a poco consiguió ponerse a cuatro patas, sin hacer caso del dolor en el pecho ni de las pulsaciones del hombro, ahí donde le había dado el dardo, ni del cosquilleo doloroso de pies y manos. Conservó esa posición bastante rato, hasta que pasaron las náuseas y consiguió sentarse.

La visión se le aclaró y tuvo la impresión de que había alguien tendido en la cama. ¿Quién sería? Los propietarios de la casa sólo venían al final del verano y en otoño. Se habrían dado cuenta si alguien de la inmobiliaria no hubiera vuelto.

Se incorporó, ignorando la sensación de mareo, un efecto secundario del sedante.

– ¿Hola? -preguntó, con un graznido de voz, y carraspeó.

Echó una mirada. Tendida sobre la cama había una mujer de unos cincuenta años. Los ojos vacíos miraban directamente a Rowan, atrapados en el terror. Unas moscas pequeñas volaban en torno a su cabeza. Tenía un único orificio de bala en la frente.

La almohada estaba manchada de un color rojo oscuro. Sangre seca. Aquella mujer estaba despierta cuando la mataron. Adivinaba su destino, y sus ojos reflejaban aquel terror. Cuando Rowan desvió la mirada, ya sabía quién era la mujer. Ella y John habían visto su foto en las noticias mientras pernoctaban en la casa de seguridad en Cambria. La mujer venía del hospital después de visitar a su primera nieta, recién nacida en algún lugar de Arizona, cuando desapareció. Rowan no había pensado en ello en aquel momento, pero como cualquier agente avezado del FBI, tomó nota mental de la foto.

Arizona, en el camino de Texas a California.

Gritó con todas sus fuerzas.

Al otro lado de la puerta, Bobby se echó a reír.

Capítulo 27

Adam soñaba.

Conducía el camión de Barry. Se detenía en el puesto de flores y el hombre adinerado ya estaba ahí. Pero ahora lo veía como en la foto. La foto que le había enseñado John. Pelo rubio, ojos azules. Pero no eran unos ojos agradables. Eran fríos. Azules y fríos.

– Te gustan los lirios.

Adam negó con la cabeza.

– No, no. Detesta los lirios. La última vez rompió el jarrón.

– Confía en mí.

– No. Yo quiero comprar rosas. Rosas blancas.

Y eso hacía. Pero en el momento de ir a aparcar en la entrada de la casa de Rowan, ya no conducía el camión de Barry y ya no tenía rosas blancas.

Estaba en el coche de Rowan y tenía lirios. Los escondió detrás de la espalda para que ella no los viera.

– No puedo creer que nunca hayas visto una puesta de sol en el mar -decía Rowan, mientras abría la puerta. Adam la siguió hasta el balcón y, al principio, estaba un poco asustado. El mar parecía condenadamente grande. Él no sabía nadar.

– ¿Quieres unas galletas?

Él decía que sí con una sonrisa y Rowan volvía al interior.

Adam miraba el océano, temeroso y, a la vez, asombrado ante aquella inmensidad. Jamás había visto algo así. Lo había visto en las películas, desde luego, pero nada parecido a eso. Estaba sentado en la cima del mundo, y aquello le daba una sensación de poder.

Algo lo encandiló, como un destello. Se volvió hacia la dirección de donde venía. La casa vecina a la de Rowan. Miró hacía la ventana de la segunda planta, y las cortinas se agitaron.

Y entonces lo vio. El hombre adinerado.

Rowan pasó varios minutos hecha un ovillo en un rincón antes de recuperar la compostura. El impacto sufrido tras ver a la abuela muerta empezaba a disiparse, y ahora sintió la magnitud de la locura enfermiza de los crímenes de Bobby.

Alguien tenía que luchar por las víctimas.

¿A cuántos inocentes había matado Bobby, sólo porque quería atormentarla a ella? ¿Sólo porque ella era la única superviviente?

– Te mataré, Bobby MacIntosh -dijo en voz alta, y su único testigo era la mujer muerta.

Buscó cualquier cosa que pudiera usar como arma. Cualquier cosa. Pero no había nada. Bobby había dejado la habitación vacía. Ni siquiera quedaba gel de ducha en el cuarto de baño, ni una hoja de afeitar en la ranura entre dos tablas, ni un colgador de alambre en el armario. Nada.

Tendría que depender de su propia fuerza y de su entrenamiento. Se situó detrás de la puerta y pegó el oído. Esperó.

John descargó un puñetazo en la mesa de la sala de reuniones del FBI. Era pasada la medianoche y no tenían ni una sola pista.

Un loco se había apoderado de Rowan y estaba en alguna parte, pero John no tenía ni idea de por dónde comenzar a investigar. Era como si hubieran desaparecido de la faz de la tierra.