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– ¿Y?

– Nada.

– Y entonces, ¿qué?

– Pues…, nada. Es como si hubiera nacido a los dieciocho años, al empezar los estudios universitarios.

– Quizá no seas tan buena como crees -dijo John, con una ligera intención de provocar.

– John, estoy preocupada. Esa corona funeraria me puso los pelos de punta. Leí lo de la muerte de Doreen Rodríguez en los periódicos y luego el capítulo de su novela. Son idénticos.

– ¿Qué has averiguado sobre ella?

– Se licenció de Georgetown hace doce años e ingresó directamente en la academia del FBI. Fue la primera de su promoción. Tiene varios premios en tiro al blanco, y he encontrado un par de recortes de noticias que hablan de su intervención en la detención de un criminal, pero a ella no la citan textualmente. Dimitió hace cuatro años, justo cuando publicaron su primer libro.

– Suena como un típico caso de agente quemada. A veces sucede.

– A eso iba. Hay un documento judicial de hace más de veinte años. Cambio de nombre.

– ¿Ah, sí?

– Era menor de edad. Y es información confidencial.

– Vale, me has picado la curiosidad.

– No he terminado. Tiene su dirección en Washington DC, así que hice una búsqueda por propietario. La casa está a nombre de Roger y Grace Collins.

– Ese nombre me suena.

– Roger Collins es director adjunto del FBI. Hay algo extraño en eso, ¿no te parece? ¿Que se haya cambiado el nombre cuando era menor de edad y que haya vivido en la casa de uno de los directores del FBI? -preguntó, y guardó silencio-. ¿Qué pasa si sabe más acerca de este asesino de lo que da a entender? ¿Por qué una niña necesitaría cambiar de nombre? ¿Protección de testigos?

– Se me ocurren varios motivos, y no todos son malos.

Tess lo ignoró.

– Y ya me he dado cuenta de que a Michael le gusta la chica. Estoy preocupada, John. -Le pesaba dar esa información a su hermano antes de hablar con Michael, pero sabía que John tenía mejor intuición. Se lo contaría a Michael mañana.

– Estoy a punto de acabar aquí. Dame dos días.

Al colgar, Tess se sintió más tranquila. Confiaba en Michael, pero John tenía más experiencia en casos relacionados con los organismos de seguridad. Michael solía ser demasiado confiado, mientras que John era todo lo contrario, a veces tan desconfiado que irritaba a Tess. Jamás había conocido a alguien tan obsesivo como su hermano mayor, tan comprometido con su trabajo en todo tipo de casos.

Si alguien podía llegar al fondo del caso de Rowan Smith, ése era John.

John apagó su teléfono móvil y dejó de lado las preocupaciones de Tess. Tenía que terminar rápidamente su misión si quería volver a California a ayudar a su hermano. Aunque confiaba en la competencia de Michael más que Tess, le inquietaba Smith y su pasado. Sabía lo engañosos que podían ser los del FBI, sobre todo cuando protegían a uno de los suyos.

No podía dedicarle más tiempo a esa operación. Llamó a su contacto de la DEA para transmitir la longitud y latitud del almacén donde se ocultaban más de diez mil kilos de heroína pura. Había tenido la esperanza de dar con el paradero del esquivo Reinaldo Pomera, pero esta vez no había sido posible.

Bajó la mirada y vio sus puños cerrados. Estaba seguro de que esta vez se verían las caras Pomera y él. Había llegado muy cerca. Tan cerca que casi podía oler a ese cabrón.

Se obligó a relajarse respirando lenta y profundamente. Se recordó a sí mismo que sus misiones de apoyo para la DEA eran un trabajo esporádico, en el mejor de los casos. Su nueva profesión era la empresa de seguridad montada con Michael y Tess. Ya no era un agente al servicio del gobierno.

Salvo cuando ellos lo necesitaban, claro está, por su gran habilidad para dar con el paradero de los grandes barones de la droga, como Pomera, y detenerlos, pensó, amargado. Luego recordó que había sido decisión suya alejarse de esa profesión.

Tampoco había tenido grandes opciones. Vender el alma al diablo para atrapar al diablo. No era una alternativa muy digna.

Dio unas vueltas y comprobó los movimientos en el almacén mediante los sensores electrónicos que había instalado. Cuatro guardias vigilaban el perímetro y otros dos el interior. Nadie estaba en alerta. Lo típico.

Aunque Tess no lo hubiera llamado para que volviera a Los Ángeles, pronto tendría que llamar para dar luz verde a la redada. El traslado de la droga estaba previsto para el día siguiente por la noche, y su intuición le decía que Pomera no aparecería.

No iba a dejar que esa droga acabara en las calles de Estados Unidos. Era un pequeño golpe contra el gigantesco cartel, pero no dejaba de ser un golpe. Y si un solo chico no moría gracias a ello, habría valido la pena.

Si todo iba bien, estaría en Los Ángeles dentro de treinta y seis horas.

Un golpe suave en la puerta despertó a Michael. La luz de primera hora de la mañana se filtraba por las cortinas. De un salto, estuvo fuera de la cama, en guardia, sin importarle que llevara sólo los calzoncillos puestos.

Ella desvió la mirada.

– Voy a salir a hacer footing.

– Iré con usted.

– No hace falta.

– La acompañaré. Deme tres minutos.

No había dormido bien, y en el espejo vio que se notaba. La barba de dos días le hacía parecer aún más desastrado de lo que se sentía. Tenía los ojos verdes inyectados en sangre, y brillaban demasiado. Se lavó la cara con agua fría, se peinó con la mano y se puso un pantalón de chándal y una camiseta.

El aroma del café lo llevó hasta la cocina. Rowan estaba junto al fregadero y bebía un vaso grande de agua. Tenía el pelo largo y liso recogido en una coleta. No se había maquillado, pero Michael la encontró igual de atractiva.

– Vamos -dijo, dejando de lado su interés personal en Rowan. No dejaría que lo distrajera de su trabajo. Ella no lo hacía a propósito, pensó. Al contrario, mantenía una respetable distancia física y emocional con los que la rodeaban.

– Son casi cinco kilómetros desde aquí hasta el otro extremo de la playa, ida y vuelta. Lo hago dos veces. ¿Será capaz?

– Ningún problema -dijo-. Déjeme echar un vistazo. -Vio que tenía una pistola en la funda que llevaba ajustada a la espalda. No era la Glock. Ésta era una pequeña Heckler amp; Koch, la «Rolls-Royce» de las semiautomáticas de nueve milímetros-. Bonita pieza -dijo-, por lo visto se gana uno bien la vida escribiendo. Seguro que no podría pagarse algo así con el sueldo de funcionaria.

Michael vio que era bella cuando sonreía.

– Sí, fue genial cuando entré en la tienda y pagué por ella en efectivo. Podríamos ir al campo de tiro, hacer un poco de práctica. Le dejaré probarla.

– No estaría mal -dijo él.

Echó un vistazo a la playa y al balcón, y dijo:

– A partir de ahora, si tiene ganas de hacer footing, quizá convenga considerar la posibilidad de ir a otro sitio en coche.

– Quizá. -No parecía muy dispuesta a pensar en su sugerencia, y echó a correr a ritmo vigoroso, con lo cual evitó toda conversación.

A Rowan le sorprendió lo cómoda que se sentía con Michael Flynn. Si no pensaba en él como su guardaespaldas, podría incluso acostumbrarse a su compañía. Mientras pensara en él como un mero apoyo, podría vivir con la falta de intimidad. Por ahora.

Le fascinaba correr por la playa cuando la arena compacta y mojada era lo bastante dura para pisar pero lo bastante suave para amortiguar cada paso. Era temprano y hacía frío, y el aire era salado, espeso. La espuma acariciaba la orilla y luego se retiraba, un ciclo infinito del ir y venir de las aguas. La orilla del mundo, donde el gran océano Pacífico llegaba a tierra, hacía sentirse pequeño a cualquiera que viera su fuerza.

Al cabo de dos vueltas, Rowan volvió corriendo hasta las escaleras que conducían al balcón de la casa. Estaba a punto de entrar en la casa cuando Michael le ordenó:

– Espere. -Pasó a su lado, abrió la puerta y echó una mirada. Cuando vio todo en orden, le dijo que entrara.

Un recordatorio de quién era él y por qué estaba ahí.

Ese día, Rowan y Michael no tuvieron oportunidad de ir al campo de tiro. A ella la necesitaban en los estudios para reescribir una parte del guión. Annette sugirió que los interesados se reunieran en Malibú, pero Rowan se opuso y dijo: