– ¡Por favor, déjese de acusaciones, sobre todo si son tan burdas como ésa! ¿Preferiría ver cómo su amigo malgasta su talento, enterrado en esa isla, en el estado lamentable en que lo hemos visto? -intervino Ivory, alzando la voz a su vez-, ¿Me cree usted tan cruel como para mandarlo en busca de su amiga si de verdad no creyera sinceramente que está viva? ¿Me toma por un monstruo?
– No es eso lo que quería decir -replicó Walter con la misma vehemencia.
Su breve altercado atrajo la atención de los clientes que cenaban en la mesa de al lado. Walter continuó, en voz más baja.
– Ha dicho que no era el lama quien nos interesaba. Entonces, si no es él, ¿quién?
– Quien ha puesto en peligro la vida de Adrian, quien temía que pudiera encontrar a Keira, quien, si así fuera, estaría dispuesto a cualquier cosa. ¿Se le ocurre quién puede ser?
– No hace falta que me trate con ese desprecio, no soy su subalterno.
– Reparar el tejado de la Academia cuesta una verdadera fortuna, y me parece que el generoso benefactor que equilibra milagrosamente su presupuesto, evitando así que quienes lo mantienen a usted en su puesto de trabajo se enteren de la mediocridad de su gestión, merece algún respeto, ¿no cree?
– Está bien, he captado el mensaje. ¡De modo que acusa usted a sir Ashton!
– ¿Sabe Ashton que Keira está viva? Es posible. ¿No habrá querido correr ningún riesgo? Es probable. Debo confesar que si hubiese pensado antes en este razonamiento, no habría enviado a Adrian a primera línea de fuego. Ahora ya no me preocupa sólo Keira, sino sobre todo él.
Ivory pagó la cuenta y se levantó de la mesa. Walter fue a buscar sus gabardinas y se reunió con él en la calle.
– Tenga, su gabardina, ya se le olvidaba.
– Me pasaré mañana -dijo Ivory, parando un taxi.
– ¿Le parece prudente?
– He venido hasta aquí para eso, además, me siento responsable, tengo que verlo. ¿Cuándo sabremos más sobre su estado?
– Cada mañana conocemos nuevos resultados de sus análisis. Va mejorando, lo peor parece haber pasado, pero siempre queda el peligro de una recaída.
– Llámeme al hotel cuando lo juzgue necesario, pero sobre todo no lo haga con su móvil, sino desde una cabina.
– ¿De verdad cree que escuchan mis llamadas?
– No tengo ni idea, mi querido Walter. Buenas noches.
Ivory se subió a su taxi. Walter decidió volver a pie. El tiempo todavía era agradable en Atenas a finales de otoño, un viento ligero soplaba en la ciudad, un poco de frescor lo ayudaría a poner en orden sus ideas.
Al llegar a su hotel, Ivory le pidió al recepcionista que le subieran a la habitación el juego de ajedrez que había en el bar; a esas horas de la noche no creía que ningún otro cliente fuera a utilizarlo.
Una hora más tarde, sentado en el saloncito de su suite, Ivory abandonó la partida que jugaba contra sí mismo y se acostó. Tendido en la cama, con los brazos cruzados detrás de la nuca, pasó revista a todos los contactos que había hecho en China a lo largo de su carrera. La lista era larga, pero lo que lo contrariaba en ese inventario de índole tan particular era que ninguno de los que recordaba seguía vivo. El anciano encendió la luz y apartó la manta, que le daba demasiado calor. Se sentó en el borde de la cama, se puso las zapatillas y se contempló en el espejo de la puerta del armario.
– ¡Ah, Vackeers! ¿Por qué no puedo contar con usted ahora que tanto lo necesitaría? Porque no puedes contar con nadie, viejo estúpido, ¡porque eres incapaz de confiar en nadie! Mira dónde te ha llevado tu arrogancia. Estás solo, y todavía sueñas con dirigir tú la orquesta.
Se levantó y se puso a recorrer su habitación de un extremo a otro.
– Si se trata de un envenenamiento, lo pagará muy caro, Ashton.
De un manotazo, lanzó despedido el tablero de ajedrez con todas sus piezas.
El hecho de enfadarse por segunda vez aquella noche le hizo reflexionar largo rato. Ivory miró las piezas desperdigadas por toda la moqueta, el alfil blanco y el negro estaban uno al lado del otro. A la una de la madrugada, decidió infringir una norma que se había puesto él mismo, descolgó el teléfono y marcó un número de Amsterdam. Cuando Vackeers contestó, escuchó a su amigo hacerle una pregunta cuando menos insólita. ¿Podía algún veneno provocar los síntomas de una neumonía aguda?
Vackeers no tenía ni idea, pero le prometió investigar sin tardanza. Por pura elegancia o como prueba de su amistad, no le pidió a Ivory ninguna explicación.
Monasterio de Garther
Dos hombres me sujetan mientras un tercero me frota con fuerza el torso. Sentado en una silla, con los pies en un barreño de agua tibia, he recuperado algo de fuerzas y casi he logrado mantenerme en pie. Me han quitado mi ropa húmeda y sucia y me han puesto una especie de túnica. Mi cuerpo ha vuelto a una temperatura casi normal, aunque todavía tirito de vez en cuando. Un monje entra en la habitación y deja en el suelo un cuenco de caldo y otro de arroz. Al llevarme el líquido a los labios me doy cuenta de lo débil que estoy. En cuanto termino de comer, me tiendo sobre una estera y me quedo dormido.
Al amanecer, otro monje viene a buscarme y me ruega que lo siga. Tomamos por un pasillo porticado. Cada diez metros hay puertas que dan a grandes salas donde grupos de discípulos siguen las enseñanzas de sus maestros. Parece un colegio religioso de mi vieja Inglaterra; recorremos otra ala de este inmenso cuadrilátero, después una enorme galería, y, al fondo del todo, me hacen pasar a una sala desprovista por completo de mobiliario.
Me quedo allí solo, enclaustrado buena parte de la mañana. Una ventana da a la explanada interior del monasterio, donde asisto a un extraño espectáculo. Un gong acaba de dar las doce, llegan un centenar de monjes, dispuestos en columnas, se sientan a igual distancia unos de otros y se recogen para rezar. No puedo evitar imaginarme a Keira disimulada bajo una de esas túnicas. Si el recuerdo de lo que viví anoche es real, debe de estar escondida en este templo, quizá incluso en algún lugar de este patio, entre estos monjes tibetanos reunidos en sus oraciones. ¿Por qué motivo la retienen entre estos muros? No pienso más que en encontrarla y llevármela lejos de aquí.
Un rayo de luz barre el suelo, me doy la vuelta y veo a un monje en el umbral; un discípulo pasa delante de él y avanza hasta mí, con la cabeza oculta por una capucha. Se la quita, y yo no puedo creer lo que veo.
Tienes una gran cicatriz en la frente, pero no menoscaba en nada tu atractivo. Quisiera abrazarte, pero tú das un paso atrás. Tienes el pelo corto y la tez más pálida que de costumbre. Mirarte sin poder tocarte es la penitencia más cruel, sentirte tan cerca y no poder abrazarte, una frustración de violencia insoportable. Me miras fijamente, sin dejar que me acerque, como si atrás hubiera quedado el tiempo de los abrazos, como si tu vida hubiera tomado un camino en el que yo ya no soy bienvenido. Y, por si todavía me quedaba alguna duda al respecto, tus palabras me hacen aún más daño que la distancia que me impones.
– Tienes que irte -murmuras con una voz sin expresión.
– He venido a buscarte.
– Yo no te he pedido nada, tienes que marcharte y dejarme en paz.
– Tus excavaciones, los fragmentos… ¡Puedes renunciar a nosotros, pero no a eso!
– Ya no merece la pena, mi colgante me ha traído hasta aquí, y aquí he encontrado mucho más de lo que buscaba en otros lugares.
– No te creo; tu vida no está en este monasterio perdido en la otra punta del mundo.
– Es una cuestión de perspectiva, el mundo es redondo, lo sabes mejor que nadie. En cuanto a mi vida, he estado a punto de perderla por tu culpa. Hemos sido unos inconscientes. No habrá una segunda oportunidad. ¡Márchate, Adrian!