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– No me marcharé mientras no cumpla la promesa que te hice. Juré devolverte a tu valle del Omo.

– ¡No volveré allí! Regresa a Londres, o donde sea, pero vete lejos de aquí.

Has vuelto a ponerte la capucha, has bajado la cabeza y te marchas con pasos lentos. En el último momento te vuelves hacia mí, en tu rostro no puedo leer ninguna emoción.

– Tu ropa ya está limpia -me espetas mirando la bolsa que el monje ha dejado en el suelo-. Puedes pasar la noche aquí, pero mañana por la mañana te marcharás.

– ¿Y Harry? ¿Renuncias también a Harry?

He visto brillar una lágrima en tu mejilla y he comprendido la llamada silenciosa que me dirigías.

– Esa puertecita que da a las zanjas -te pregunto-, la que utilizas para ir de noche a bañarte en el río, ¿dónde está?

– En el sótano, justo debajo de nosotros, pero no vayas, te lo suplico.

– ¿A qué hora está abierta?

– A las once -contestas antes de irte.

Me he pasado el resto del día encerrado en esta habitación donde he vuelto a verte para perderte en seguida después. Me lie pasado el resto del día dando vueltas como un loco entre estas cuatro paredes.

Por la noche viene a buscarme un monje y me lleva hasta el patio. Tengo permiso para caminar un poco al aire libre ahora que los discípulos han terminado sus últimas oraciones del día. Hace ya bastante fresco y comprendo que el frío será el guardián verdadero de esta prisión. Es imposible cruzar la llanura sin morir de frío, ya lo he comprobado. Pero sea cual sea el riesgo, tendré que encontrar una solución, no hay más remedio.

Aprovecho el paseo al que tengo derecho para explorar el lugar. El monasterio tiene dos plantas, tres si contamos el sótano que me ha mencionado Keira. Veinticinco ventanas dan al patio interior. Altas arcadas flanquean los pasillos de la planta baja. En cada esquina hay una escalera de caracol con peldaños de piedra. Voy contando mis pasos. Para llegar a una de estas escaleras desde mi celda necesitaría cinco o seis minutos como mucho, siempre y cuando no me cruce con nadie en el camino.

En cuanto termino de cenar me tiendo en mi estera y finjo dormir. El monje que me vigila no tarda en ponerse a roncar. La puerta no está cerrada con llave, a nadie se le ocurriría abandonar el monasterio en plena noche.

La galería está desierta. Los monjes que se pasean por los tejados, siguiendo el camino de ronda, no pueden verme; bajo las arcadas hay demasiada oscuridad. Avanzo rozando las paredes.

Son las once menos diez en mi reloj. Si Keira de verdad se ha citado conmigo, si he interpretado bien su mensaje, me quedan diez minutos para encontrar la manera de llegar al sótano y dar con la puertecita de madera que entreví desde el bosque donde me escondía ayer.

Son las once menos cinco, por fin he llegado a la escalera. Una puerta, cerrada a cal y canto con un candado de hierro, condena el acceso. Tengo que lograr descorrerlo sin ruido; unos veinte monjes duermen en una habitación muy cerca de allí. La puerta chirría sobre sus goznes, la entreabro y me escabullo al otro lado.

A tientas en la oscuridad, bajo los peldaños de piedra gastada y resbaladiza. Conservar el equilibrio no es tarea fácil, y no tengo ni idea de cuánta distancia me separa aún de las profundidades del monasterio.

Las agujas fosforescentes de mi reloj marcan casi las once. Por fin siento bajo mis pies que la piedra deja paso a la tierra; a pocos metros, una antorcha fijada en la pared ilumina tenuemente un camino. Algo más lejos, distingo otra, así que sigo avanzando. De repente oigo un sonido ahogado a mi espalda, y, nada más darme la vuelta, una bandada de murciélagos me rodea. Sus alas me rozan varias veces mientras sus sombras tiemblan en el eco luminoso de la antorcha. Tengo que seguir adelante, ya son las once y cinco, estoy retrasándome y sigo sin ver la puertecita. ¿Será que me he equivocado de camino?

No habrá una segunda oportunidad, ha dicho Keira; no puedo haberme equivocado, ahora no.

Una mano me agarra del hombro y me arrastra hacia un lado, a un hueco practicado en la pared del sótano. Escondida ahí, Keira me atrae hacia sí y me abraza.

– Dios, cuánto te he echado de menos -murmuras.

No te respondo, tomo tu rostro entre mis manos y nos besamos. Este largo beso sabe a tierra y a polvo, a sal y a sudor. Apoyas la cabeza en mi pecho, yo te acaricio el pelo, y lloras.

– Tienes que marcharte, Adrian, tienes que irte, nos pones a los dos en peligro. Para que tú sobrevivieras, era necesario que a mí me creyeran muerta; si se enteran de que estás aquí, de que nos hemos visto, te matarán.

– ¿Los monjes?

– No -dices entre hipidos-, ellos son nuestros aliados, me salvaron del río Amarillo, me cuidaron y me escondieron aquí. Hablo de los que quisieron asesinarnos, Adrian, no pararán hasta acabar con nosotros. No sé qué hemos hecho, ni por qué nos persiguen, no retrocederán ante nada con tal de impedir que prosigamos con nuestra investigación. Si saben que estamos juntos de nuevo, nos encontrarán. El lama que conocimos, el que se burló de nosotros cuando buscábamos la pirámide blanca, fue él quien nos salvó… y le he hecho una promesa.

Atenas

Ivory se sobresaltó. Habían tocado a la puerta. Un botones le entregó un fax urgente, alguien había llamado a la recepción para pedir que se le entregara de inmediato. Ivory cogió el sobre, le dio las gracias al joven, esperó a que se hubiera alejado y sólo entonces abrió la carta.

Roma le pedía que lo llamara sin demora desde una línea segura.

Ivory se vistió de prisa y bajó a la calle. Compró una tarjeta telefónica en el quiosco que había delante del hotel para llamar a Lorenzo desde una cabina cercana.

– Tengo noticias curiosas.

Ivory contuvo el aliento y escuchó atentamente a su interlocutor.

– Mis amigos de China han encontrado el rastro de su amiga la arqueóloga.

– ¿Viva?

– Sí, pero aún así no está como para volver a Europa.

– ¿Y eso por qué?

– Le va a costar creerlo: ha sido detenida y encarcelada.

– ¡Pero eso es absurdo! ¿Y por qué razón?

Lorenzo, alias Roma, completó un puzle del que a Ivory le faltaban muchas piezas. Los monjes del monte Llua Shan se encontraban en la orilla del río Amarillo cuando el 4 x 4 de Keira y Adrian se hundió. Tres de ellos se tiraron al río para rescatarlos de las tumultuosas aguas. Sacaron a Adrian el primero, y unos obreros que pasaban por ahí en un camión lo llevaron de urgencia al hospital. Ivory conocía el resto de la historia, había ido a China para ocuparse de él y había llevado a cabo los trámites necesarios para su repatriación. En cuanto a Keira, las cosas habían salido de otra manera. Los monjes habían tenido que zambullirse tres veces hasta lograr liberarla del todoterreno, que se hundía. Cuando lograron sacarla a tierra firme, el camión ya se había ido. La llevaron inconsciente hasta el monasterio. El lama no tardó en enterarse de que quienes habían ordenado el intento de asesinato pertenecían a una tríada de la región cuyas ramificaciones se extendían hasta Pekín. Ocultó a Keira y sufrió la agresión de unos individuos violentos que le hicieron una visita unos días más tarde. Les juró que, si bien era cierto que sus discípulos se habían tirado al agua para tratar de salvar a los occidentales de morir ahogados, no habían podido hacer nada por la joven, que se había hundido con el todoterreno. Los tres monjes que la habían socorrido sufrieron el mismo interrogatorio, pero ninguno habló. Keira estuvo diez días entrando y saliendo del coma, una infección retrasó su recuperación, pero los monjes lograron salvarla.

Cuando se restableció y recuperó fuerzas para viajar, el lama la envió lejos de su monasterio, donde todavía cabía el peligro de que vinieran a buscarla. Había previsto disfrazarla de monje hasta que las cosas se calmaran.