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Te caes tres veces, y tres veces te ayudo a levantarte; a la cuarta, la palidez de tu rostro me asusta. Tienes los labios morados, como cuando te ahogabas ante mis ojos en las aguas del río Amarillo. Te levanto, paso mi brazo por debajo de tu axila y te llevo medio a rastras.

Mientras avanzamos así, te grito que aguantes un poco más y te prohíbo que cierres los ojos.

– Deja de gritarme -gimes-. Ya es bastante difícil así. Te he dicho que no debíamos intentar escapar, pero no has querido escucharme.

Cien metros, nos quedan cien metros para llegar a la cima. Acelero el paso y siento que te vuelves más ligera, has recuperado algo de fuerzas.

– El último aliento -me dices-, un último sobresalto antes de la muerte. Vamos, date prisa en lugar de mirarme con esa cara tan trágica. ¿Ya no te parezco graciosa?

Dices eso para fingir que estás mejor de lo que en realidad estás, te cuesta articular, tienes los labios entumecidos. Sin embargo, te incorporas, me apartas y echas a andar, sola, por delante de mí.

– ¡Vamos, Adrian, que te quedas atrás!

¡Cincuenta metros! Te estás alejando de mí, por mucho que trato de mover las piernas no consigo alcanzarte; llegarás a la cima mucho antes que yo.

– ¿Vienes o no? ¡Vamos, date prisa!

¡Treinta metros! Ya no está lejos el collado, tú casi has llegado. Tengo que alcanzarlo antes que tú, quiero ser el primero en ver el campamento que nos salvará la vida.

– No lo conseguirás si sigues así, yo ya no puedo ir a buscarte, ¡acelera, Adrian, date prisa!

¡Diez metros! Has llegado a la cima de la colina, estás ahí, muy erguida, con las manos en las caderas. Te veo de espaldas, contemplas el valle sin decir nada. ¡Cinco metros! Me van a estallar los pulmones. ¡Cuatro metros! Ya no son temblores lo que me sacude todo el cuerpo, sino espasmos. No me quedan fuerzas, se me doblan las rodillas y caigo al suelo. No me prestas atención en absoluto. Tengo que levantarme, sólo quedan dos o tres metros, pero en el suelo se está tan bien, y es tan hermoso el cielo bajo esta luna llena… Siento que la brisa me acaricia las mejillas y me acuna.

Te inclinas sobre mí. Un terrible ataque de tos me desgarra el pecho. La noche es clara, tan clara que se ve como si fuera de día. Debe de ser el frío, estoy deslumbrado. La luminosidad se hace casi insoportable.

– Mira -me dices, señalando el valle-, te lo dije, tus amigos se han ido. No les guardes rencor, Adrian, son nómadas, ya fueran o no amigos tuyos, no se quedan mucho tiempo en un mismo lugar.

Me cuesta abrir los ojos; en mitad de la llanura, allí donde yo esperaba que estuviera el campamento veo a lo lejos los contrafuertes del monasterio. Hemos dado vueltas en redondo, volviendo sobre nuestros pasos. Sin embargo, no es posible, no estamos en el mismo vallejo, no veo el sotobosque.

– Lo siento -murmuras-, no te enfades conmigo. Lo prometí, no se puede faltar a una promesa. Me juraste devolverme a Adís-Abeba, si pudieras cumplir tu promesa, lo harías, ¿verdad? Mira cuánto sufres por tu impotencia, así que compréndeme. Me comprendes, ¿verdad?

Me besas en la frente. Tus labios están helados. Sonríes y te alejas. Tu paso parece muy decidido, como si el frío ya no te afectara. Avanzas tranquilamente en la noche, en dirección al monasterio. Ya no me quedan fuerzas para retenerte, ni tampoco para ir contigo. Estoy prisionero de mi propio cuerpo, que me niega cualquier movimiento, como si sólidas ataduras retuvieran mis brazos y mis piernas. Impotente, como tú misma has dicho antes de abandonarme. Cuando llegas ante la muralla, las dos inmensas puertas del monasterio se abren, te vuelves hacia mí por última vez y entras.

Estás demasiado lejos para que pueda oírte, sin embargo el sonido de tu voz clara llega hasta mí.

– Ten paciencia, Adrian. Quizá volvamos a vernos. Dieciocho meses no es tanto tiempo cuando dos personas se quieren. No temas, saldrás de ésta, tienes en ti la fuerza necesaria, y además viene alguien, ya está casi ahí. Te quiero, Adrian, te quiero.

Las pesadas puertas del templo de Garther se cierran sobre tu frágil silueta.

Grito tu nombre en la noche, grito como un lobo atrapado en una trampa que siente que va a morir. Me debato con todas mis fuerzas pese al entumecimiento de mis miembros. Grito y grito, hasta que oigo, en mitad de la llanura desierta, una voz que me dice: «Cálmate, Adrian.» Esa voz me resulta familiar, es la de un amigo. Walter repite una vez más una frase que no tiene ningún sentido.

– Por Dios, Adrian, cálmate. ¡Vas a terminar por hacerte daño!

Atenas, Hospital Universitario, unidad de infecciones pulmonares

– Por Dios, Adrian, cálmate. ¡Vas a terminar por hacerte daño!

Abro los ojos, quiero incorporarme, pero estoy atado. El rostro de Walter está inclinado sobre mí, parece totalmente desconcertado.

– ¿De verdad has vuelto con nosotros o estás sufriendo otro delirio?

– ¿Dónde estamos? -murmuro.

– Primero, contéstame a una preguntita: ¿con quién estás hablando, quién soy yo?

– Pero, Walter, ¿te has vuelto tonto o qué te pasa?

Walter se puso a aplaudir. No entendía por qué estaba tan nervioso. Se precipitó hacia la puerta y gritó por el pasillo que me había despertado, y esa noticia parecía alegrarlo profundamente. Se quedó un momento asomado fuera y luego se volvió, decepcionado.

– No sé cómo puedes vivir en este país, es como si la vida se interrumpiera a la hora de comer. No hay ni una enfermera, esto no hay quien se lo crea. Ah, sí, te he prometido que te diría dónde estamos. Estamos en la tercera planta de un hospital, en Atenas, en la unidad de infecciones pulmonares, habitación 307. Cuando puedas, tienes que venir a contemplar la vista, es muy bonita. Desde tu ventana se ve la bahía, no es frecuente poder disfrutar de este panorama desde un hospital. Tu madre y tu deliciosa tía Elena han removido cielo y tierra para conseguir que te pusieran en una habitación individual. Los departamentos administrativos no han tenido un momento de descanso. Tu deliciosa tía y tu madre son dos santas, créeme.

– ¿Qué hago aquí, y por qué estoy atado?

– Tienes que entender que la decisión de atarte a la cama no fue fácil, pero has sufrido algunos episodios de delirio lo suficientemente violentos como para que se juzgara más prudente protegerte de ti mismo. Y las enfermeras estaban hartas de encontrarte tirado en el suelo en mitad de la noche. ¡Hay que ver qué sueño más agitado tienes, es increíble! Bueno, supongo que no estoy autorizado, pero dado que todo el mundo duerme la siesta aquí, me considero la única autoridad competente, y como tal, voy a liberarte.

– Walter, ¿me vas a decir por qué estoy en una habitación de hospital?

– ¿No te acuerdas de nada?

– ¡Si me acordara de algo no te habría hecho esta pregunta!

Walter fue hasta la ventana y miró al exterior.

– No sé qué hacer -dijo, pensativo-. Prefiero que recuperes algo de fuerzas; hablaremos después, prometido.

Me incorporé en la cama y sentí un mareo; Walter se precipitó hacia mí para evitar que me cayera.

– ¿Entiendes ahora lo que te digo? Anda, túmbate y cálmate un poco. Tu madre y tu deliciosa tía estaban en un sin vivir por ti, así que hazme el favor de estar despierto cuando vengan a verte a última hora de la tarde. No te canses sin necesidad. ¡A la cama, es una orden! ¡En ausencia de los médicos, las enfermeras y Atenas entera, a la hora de la siesta mando yo!

Tenía la boca seca, Walter me dio un vaso de agua.

– Poco a poco, Adrian. Llevas mucho tiempo con suero, no sé si puedes beber agua. ¡No seas mal enfermo, hazme el favor!

– Walter, te doy un minuto para decirme cómo y por qué he llegado aquí, ¡o me arranco todos estos tubos!

– ¡No debería haberte desatado!