Esa idea me da fuerzas para continuar.
La tierra enfangada se me pega a los zapatos, y, más que avanzar, siento que retrocedo. Me cuesta mucho esfuerzo llegar hasta la cima de la colina. Empapado y cubierto de barro, debo de parecer un vagabundo, me pregunto qué acogida me brindarán los tres monjes que salen a mi encuentro.
Sin decir palabra, me indican con un gesto que los siga. Llegamos a la puerta del monasterio, y el que no ha dejado de comprobar todo el camino que no tratara de darles esquinazo me lleva hasta una pequeña habitación. Se parece a aquella en la que dormimos la primera vez. Me invita a sentarme, llena un cuenco con agua, se arrodilla delante de mí y me lava las manos, los pies y la cara. Luego me ofrece un pantalón de lino y una camisa limpia, y sale de la habitación; ya no lo veré más en todo el día.
Un poco más tarde, otro monje me trae algo de comer y extiende una estera en el suelo. Comprendo entonces que pasaré la noche en esta habitación.
El sol empieza a declinar ya, y cuando sus últimos fulgores desaparecen por la línea del horizonte, se presenta por fin el monje al que he venido a ver.
– No sé qué vuelve a traerlo por aquí, pero a menos que me anuncie su intención de hacer un retiro espiritual, le agradecería que se marchara mañana mismo. Ya hemos tenido bastantes problemas por su culpa.
– ¿Ha tenido noticias de Keira, la joven que me acompañaba? ¿Ha vuelto a verla? -le pregunto, ansioso.
– Siento mucho lo que les ocurrió a ambos, pero si alguien le ha dado a entender que su amiga sobrevivió a ese terrible accidente, le ha mentido. No pretendo estar al corriente de todo lo que ocurre en la región, pero eso, créame, lo sabría.
– ¡No fue un accidente! Nos dijo usted que su religión le prohíbe mentir, de modo que le reitero mi pregunta: ¿tiene usted la certeza de que Keira esté muerta?
– Es inútil que levante la voz en este lugar, no tendrá ningún efecto sobre mí, ni sobre mis discípulos tampoco. No tengo ninguna certeza, ¿cómo habría de tenerla? El río no devolvió el cuerpo de su amiga, eso es todo lo que sé. Pero dadas la velocidad de la corriente y la profundidad del río, no tiene nada de extraño. Discúlpeme si insisto en este tipo de detalles, imagino que le resultará difícil escucharlos, pero me ha preguntado, y yo le contesto.
– ¿Y el coche, lo encontraron?
– Si de verdad le importa la respuesta, es una pregunta que tendrá que hacerles a las autoridades, aunque no se lo aconsejo en absoluto.
– ¿Por qué?
– Le he dicho que hemos tenido problemas, pero no parece interesarle mucho ese hecho.
– ¿Qué clase de problemas?
– ¿Acaso cree que su accidente no tuvo consecuencias? La policía especial llevó a cabo una investigación. La desaparición de una ciudadana extranjera en territorio chino no es un hecho anodino. Y como a las autoridades no les gustan en absoluto nuestros monasterios, recibimos visitas de índole bastante desagradable. Nuestros monjes fueron objeto de interrogatorios en los que se empleó la fuerza. Reconocimos haberles hospedado, puesto que nos está prohibido mentir. Entenderá usted ahora que nuestros discípulos no vean su regreso con muy buenos ojos.
– Keira está viva, debe creerme y ayudarme.
– Es su corazón el que habla, comprendo su necesidad de aferrarse a esa esperanza, pero al negarse a afrontar la realidad no hace sino alargar un sufrimiento que lo carcomerá por dentro. Si su amiga hubiera sobrevivido, habría aparecido en alguna parte, y alguien nos lo habría dicho. En estas montañas se sabe todo. Mi temor, por desgracia, es que el río se la haya arrebatado y la tenga prisionera de sus aguas, lo cual me aflige sinceramente, créame que me uno a su pesar. Entiendo por qué ha emprendido este viaje, y siento tener que ser yo quien lo persuada de abandonar tan absurda esperanza. Es difícil pasar el duelo sin un cuerpo que enterrar, sin una tumba en la que recogerse, pero el alma de su amiga estará siempre con usted, y así seguirá mientras no deje de honrar su memoria.
– ¡Ah, por favor, ahórreme esas patrañas! No creo ni en Dios ni en otra vida mejor que ésta.
– Es su más estricto derecho; pero para ser un hombre sin fe, acude muy a menudo a un monasterio.
– Si su Dios existiera, nada de todo esto habría ocurrido.
– Si me hubiera escuchado cuando le aconsejé que no emprendiera ese periplo por el monte Hua Shan, habría evitado el drama que hoy tanto lo aflige. Ya que no ha venido a hacer un retiro, es inútil que prolongue su estancia aquí. Descanse esta noche y mañana márchese. No lo echo, no obra en mi poder hacerlo, pero le agradecería que no abusara de nuestra hospitalidad.
– Si sobrevivió, ¿dónde podría estar?
– ¡Vuelva a su casa!
El monje se retira.
Apenas he pegado ojo en toda la noche, no he parado de dar vueltas en la cabeza a toda esta historia, buscando una solución. Esta fotografía no puede mentir. Durante las diez horas de vuelo de Atenas a Pekín no he dejado de mirarla, y sigo haciéndolo ahora a la luz de una vela. Esta cicatriz en tu frente es una prueba que yo querría irrefutable. Como no puedo conciliar el sueño, me levanto sin ruido y descorro el panel de hojas de arroz que hace las veces de puerta. Me guía una luz tenue, sigo un pasillo hasta una sala en la que duermen seis monjes. Uno de ellos debe de haber notado mi presencia pues se gira sobre su estera e inspira profundamente, pero por suerte no se despierta. Prosigo mi camino, pasando por encima, sin hacer ruido, de los cuerpos tendidos en el suelo, y desemboco en el patio del monasterio. Brillan en el cielo dos tercios de luna, hay un pozo en el centro del patio y me siento en el brocal.
Un ruido me hace dar un respingo, una mano me tapa la boca, ahogando toda protesta. Reconozco al lama con el que he hablado antes, me indica con un gesto que lo siga. Salimos del monasterio y avanzamos campo traviesa hasta el gran sauce, donde se vuelve por fin a mirarme.
Le enseño la fotografía de Keira.
– ¿Cuándo entenderá usted que nos pone en peligro a todos, y a usted el primero? Tiene que marcharse, ya ha hecho bastante daño.
– ¿Daño? ¿A qué se refiere?
– ¿No me ha dicho que su accidente no lo fue en realidad? ¿Por qué cree que lo he llevado fuera del monasterio? Ya no puedo fiarme de nadie. Los que lo atacaron no fallarán una segunda vez si les ofrece la oportunidad. No es usted muy discreto, y temo que ya se hayan percatado de su presencia en la región; lo contrario sería un milagro. Sólo espero que le dé tiempo a regresar a Pekín y tomar un avión de vuelta a Europa.
– No iré a ninguna parte mientras no haya encontrado a Keira.
– Era antes cuando tenía usted que protegerla, ahora ya es demasiado tarde. No sé lo que usted y su amiga habrán descubierto, y no quiero saberlo, pero se lo suplico una vez más, ¡márchese!
– Deme una pista, por pequeña que sea, deme una pista que seguir y le prometo que me habré ido antes de que amanezca.
El monje me mira fijamente y no dice nada; se vuelve y avanza hacia el monasterio; yo lo sigo. De vuelta en el patio, en silencio, me acompaña hasta mi habitación.
Amanezco bien entrada la mañana; el desfase horario y el cansancio del viaje han podido conmigo. Debe de ser cerca de mediodía cuando el lama entra en la habitación con un cuenco de arroz y otro de caldo dispuestos sobre una bandeja de madera.
– Si me sorprendieran sirviéndole el desayuno en la cama, me acusarían de querer transformar este lugar de oración en un hotel -dice sonriendo-. Aquí tiene un tentempié antes de reemprender camino. Pues se marcha usted hoy, ¿verdad?
Asiento con la cabeza. Es inútil obstinarme, ya no obtendré nada más de él.
– Entonces, buen viaje -dice el lama antes de retirarse.
Al levantar el cuenco de caldo, descubro un trozo de papel doblado en cuatro. Instintivamente, lo oculto en la palma de mi mano y me lo guardo con disimulo en el bolsillo. Cuando termino de comer, me visto. Me muero de impaciencia por leer lo que me ha escrito el lama, pero dos discípulos aguardan ante mi puerta y me acompañan hasta la linde del bosque.