Antes de irse me entregan un paquete envuelto en papel de estraza y atado con un cordel. Una vez al volante de mi coche espero hasta que se alejen los monjes para desdoblar la nota y leer el texto que me ha entregado el lama.
Si renuncia a seguir mis consejos, debe saber que he oído comentar que, unas semanas después de su accidente, ingresó un joven monje en el monasterio de Garther. Seguramente, esto no tendrá nada que ver con lo que busca, pero sepa que no es en absoluto frecuente que ese templo acoja nuevos discípulos. Ha llegado hasta mis oídos que éste en particular no parecía aceptar su retiro de muy buen grado. Nadie sabe decirme quién es. Si decide obstinarse y proseguir esta insensata búsqueda, diríjase a Chengdu. Una vez allí, le recomiendo que abandone su vehículo. La región hacia la que se encaminará acto seguido es muy pobre, y su 4 x 4 atraería una atención que más le valdría ahorrarse. En Chengdu, vístase con la ropa que le he mandado entregar, le ayudará a pasar inadvertido entre los habitantes del valle. Tome un autocar en dirección al monte Yala. No sé qué aconsejarle después, no le está permitida a los extranjeros la entrada en el monasterio de Garther, pero quién sabe, tal vez le sonría la suerte.
Sea prudente, no está usted solo en esta búsqueda. Y, sobre todo, queme esta nota.
Ochocientos kilómetros me separan de Chengdu, necesitaré nueve horas para llegar.
El mensaje del lama no me da muchas esperanzas, perfectamente podría haber escrito estas líneas sin más intención que alejarme de aquí, pero no lo creo capaz de tamaña crueldad. Cuántas veces me haré esta pregunta camino de Chengdu…
A mi izquierda, la cadena montañosa extiende sus aterradoras sombras sobre el valle polvoriento y gris. La carretera atraviesa la llanura de este a oeste. Ante mí, las chimeneas de dos altos hornos se imponen en mitad del paisaje.
Liuzhizhen, canteras a cielo abierto, un cielo oscuro que se cierne sobre parcelas de cultivos, campos de extracción minera, paisajes de infinita tristeza y vestigios de antiguas fábricas abandonadas.
Llueve, no ha dejado de llover, y los limpiaparabrisas apenas alcanzan a apartar el agua que resbala a chorros sobre el parabrisas delantero; el firme está resbaladizo. Cuando adelanto a un camión, los conductores me miran raro. No debe de haber muchos turistas circulando por esta región.
Ya llevo recorridos doscientos kilómetros, aún me quedan seis horas de viaje. Me gustaría llamar a Walter, pedirle que se reúna conmigo; la soledad me oprime, ya no la soporto. He perdido el egoísmo de mi juventud entre las aguas agitadas del río Amarillo. Echo un vistazo al retrovisor, mi rostro ha cambiado. Walter me diría que es el cansancio, pero sé que he dado un paso adelante y ya no hay vuelta atrás. Habría querido conocer antes a Keira, no haber perdido todos estos años creyendo que la felicidad estaba en lo que hacía, en mis logros profesionales. Pero la felicidad es algo más humilde: está en el otro.
Al cabo de la llanura se yergue ante mí una barrera de montañas. Un cartel escrito en caracteres occidentales indica que aún faltan 660 kilómetros para Chengdu. Un túnel, la autopista penetra en la roca, ya no puedo escuchar la radio, pero qué más da, no aguanto estas melodías de pop asiático. A lo largo de 250 kilómetros se extiende toda una sucesión de puentes tendidos sobre cañones. Pararé en una gasolinera en Guangyuan.
Tienen un café bastante decente.
Con una caja de galletas en el asiento del copiloto, reemprendo el camino.
Cada vez que me adentro en estrechos vallejos, descubro minúsculas aldeas. Son más de las ocho de la tarde cuando llego a Mianyang. En esta ciudad de las ciencias y la alta tecnología, la modernidad sorprende e impresiona. A orillas de un río se yerguen altas torres de vidrio y de acero. Anochece ya, y me pesa el cansancio. Debería parar para dormir y recuperar fuerzas. Estudio el mapa; una vez en Chengdu, me llevará varias horas llegar hasta el monasterio de Garther en autocar. Ni con la mejor voluntad llegaría antes de esta noche.
He encontrado un hotel. He dejado el coche allí, y ahora camino por el paseo de cemento que bordea el río. Ha dejado de llover. Algunos restaurantes dan de cenar a sus clientes en terrazas húmedas caldeadas con lámparas de gas.
La comida es demasiado grasienta para mi gusto. A lo lejos, un avión despega con un estruendo ensordecedor; se eleva por encima de la ciudad y vira hacia el sur. Probablemente, el último vuelo de la noche. ¿Dónde van sus pasajeros, sentados detrás de las ventanillas iluminadas? Londres e Hydra están tan lejos… Me da un bajón. Si Keira está viva, ¿por qué este silencio? ¿Por qué no da señales de vida? ¿Qué le ha ocurrido que justifique el que desaparezca de esta manera? Quizá el monje tenga razón, debo de estar loco para engañarme así. La falta de sueño exacerba el desánimo, y la oscuridad de la noche se añade a mi tristeza. Tengo las manos húmedas, esta humedad penetra mi cuerpo por completo. Me estremezco de calor y de frío a la vez; el camarero se me acerca y adivino que me pregunta si me encuentro bien. Querría contestarle pero no consigo articular una sola palabra. Sigo enjugándome la nuca con la servilleta, el sudor me cae a chorros por la espalda y la voz del camarero se me antoja cada vez más lejana; la luz de la terraza se torna más tenue, a mi alrededor todo da vueltas, y ya no recuerdo nada más.
El eclipse se disipa, poco a poco renace el día, oigo voces, ¿dos, tres? Me hablan en una lengua que no entiendo. Siento algo fresco en el rostro, tengo que abrir los ojos.
Los rasgos de una anciana. Me acaricia la mejilla, me da a entender que ya ha pasado lo peor. Me humedece los labios y susurra palabras que adivino tranquilizadoras.
Siento un hormigueo, la sangre vuelve a circular por mis venas. He sufrido un desmayo. El cansancio, alguna enfermedad que quizá esté incubando o algo que no debería haber comido, estoy demasiado débil para darle vueltas a la cabeza. Me han tendido sobre un sofá de moleskine en la sala interior del restaurante. Un hombre acompaña ahora a la anciana que me cuida, se trata de su marido. Él también me sonríe, su rostro tiene aún más arrugas que el de ella.
Intento hablarles, trato de darles las gracias.
El anciano me acerca una taza a los labios y me obliga a beber. El brebaje es amargo, pero la medicina china tiene virtudes insospechadas, así que no lo rechazo.
Esta pareja china se parece mucho a aquella otra con la que Keira y yo nos cruzamos un día en el parque de Yingshan, parecen gemelos, y esta impresión me tranquiliza.
Se me cierran los párpados, siento que me embarga el sueño.
Dormir, esperar hasta haber recuperado fuerzas, es lo mejor que puedo hacer, así que espero.
París
Ivory caminaba nervioso de un extremo a otro del salón de su casa. No tenía visos de ganar esa partida de ajedrez, y Vackeers acababa de mover el caballo, poniendo en peligro su reina. Se acercó a la ventana, apartó la cortina y contempló el bateau-mouche que bajaba por el Sena.
– ¿Quiere que hablemos de ello? -preguntó Vackeers.
– ¿Hablar de qué? -contestó Ivory.
– De lo que tanto lo preocupa.
– ¿Parezco preocupado?
– Su manera de jugar lo da a entender, a menos que quiera dejarme ganar. En ese caso, la ostentación con la que me ofrece esta victoria resulta casi insultante, preferiría que me contara lo que lo tiene tan inquieto.
– Nada, no dormí mucho anoche. Y pensar que antes podía pasarme dos noches seguidas sin dormir… ¿Qué le hemos hecho a Dios para merecer tan cruel castigo como es envejecer?