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– No es mi intención halagarnos pero, en lo que a ambos respecta, pienso que Dios se ha mostrado bastante clemente.

– No me lo tenga en cuenta, pero tal vez sería preferible poner fin a esta velada. De todas formas, en cuatro movimientos me habría ganado.

– ¡En tres! Está usted, pues, más preocupado de lo que suponía, pero no quiero presionarlo. Soy su amigo, me contará lo que lo preocupa cuando le apetezca.

Vackeers se levantó y se dirigió al vestíbulo. Se puso la gabardina y se volvió. Ivory seguía mirando por la ventana.

– Regreso mañana a Amsterdam, venga a pasar unos días, el frescor de los canales tal vez lo ayude a combatir su insomnio. Será usted mi invitado.

– Creía que era mejor que no se nos viera juntos.

– El tema está zanjado, ya no hay razón para jugar a esos juegos tan complicados. Y deje de culparse de esa manera, no es usted responsable. Tendríamos que habernos figurado que sir Ashton actuaría por su cuenta. Siento tanto como usted que esta historia haya terminado así, pero no es culpa suya.

– Todo el mundo veía venir que sir Ashton intervendría tarde o temprano, y esta hipocresía les convenía a todos ustedes. Lo sabe tan bien como yo.

– Le prometo, Ivory, que si yo hubiera sospechado que recurriría a esos métodos tan expeditivos habría hecho lo que obrase en mi poder para impedírselo.

– ¿Y qué obraba en su poder?

Vackeers miró fijamente a Ivory y luego bajó la mirada.

– Mi invitación a Amsterdam sigue en pie, venga cuando quiera. Una última cosa: prefiero que no tengamos en cuenta la partida de esta noche en nuestro registro de puntuaciones. Buenas noches, Ivory.

Ivory no contestó. Vackeers cerró la puerta del apartamento, entró en el ascensor y pulsó el botón de la planta baja. Sus pasos resonaron sobre las baldosas del vestíbulo, tiró de la pesada puerta cochera y cruzó la calle.

Hacía una noche agradable, Vackeers tomó por el quai de Orleans y se volvió para mirar la fachada del edificio; en la quinta planta, las luces del salón de Ivory acababan de apagarse. Se encogió de hombros y siguió su paseo. Cuando dobló la esquina de la calle Le Regrattier, dos rápidas ráfagas lo guiaron hacia un Citroën aparcado junto a la acera. Vackeers abrió la puerta y se acomodó en el asiento del copiloto. El conductor llevó la mano a la llave de contacto, pero Vackeers lo interrumpió.

– Esperemos un momento, si no le importa.

Los dos hombres guardaron silencio. El que estaba al volante se sacó una cajetilla de tabaco del bolsillo, se llevó un cigarro a los labios y encendió una cerilla.

– ¿Qué le interesa tanto como para que nos quedemos aquí?

– Esa cabina, la que tenemos delante.

– Pero ¿qué dice? No hay ninguna cabina por aquí.

– Haga el favor de apagar su cigarrillo.

– ¿De repente le molesta el tabaco?

– El tabaco no, pero la punta incandescente de su cigarrillo, sí.

Un hombre avanzaba por el muelle y se acodó en el parapeto.

– ¿Es Ivory? -preguntó el conductor de Vackeers.

– ¡No, el papa!

– ¿Habla solo?

– Habla por teléfono.

– ¿Con quién?

– ¿Usted es así de tonto o se lo hace? Si sale de su casa en plena noche para llamar desde la calle, seguramente lo hace para que nadie sepa con quién habla.

– Entonces ¿de qué sirve que nos quedemos aquí vigilándolo si no podemos escuchar su conversación?

– Me sirve a mí para comprobar una intuición.

– ¿Y podemos irnos ya, ahora que la ha comprobado?

– No, lo que va a ocurrir a continuación también me interesa.

– Ah, ¿porque tiene usted una idea de lo que va a ocurrir a continuación?

– ¡Cuánto habla usted, Lorenzo! En cuanto cuelgue, tirará la tarjeta de su móvil al Sena.

– ¿Y piensa arrojarse al río para recuperarla?

– Mi pobre amigo, de verdad es usted tonto de capirote.

– ¿Y si en lugar de insultarme me explica usted a qué estamos esperando?

– Ahora mismo lo descubrirá.

Londres

Sonó el teléfono en un pequeño apartamento de Old Brompton Road. Walter se levantó de la cama, se puso el batín y entró en el salón.

– ¡Voy, voy! -gritó mientras se dirigía al velador donde estaba el aparato.

Reconoció en seguida la voz de su interlocutor.

– ¿Nada todavía?

– No, señor, he llegado de Atenas esta tarde. Sólo lleva allí cuatro días, espero que pronto tengamos buenas noticias.

– Yo también lo espero, pero no puedo evitar estar preocupado, no he pegado ojo en toda la noche. Me siento impotente, y es algo que detesto.

– Para serle sincero, señor, yo tampoco he dormido mucho estos últimos días.

– Según usted, ¿está en peligro?

– Me dicen que no, que hay que tener paciencia, pero me duele verlo así. El diagnóstico es reservado, se ha salvado por muy poco.

– Quiero averiguar si hay alguien detrás de esto. Voy a investigar. ¿Cuándo regresa usted a Atenas?

– Mañana por la noche, pasado mañana como muy tarde si no consigo zanjar todas las cosas que tengo pendientes en la Academia.

– Llámeme en cuanto llegue y, mientras tanto, trate de descansar un poco.

– Usted también, señor. Hasta mañana, espero.

París

Ivory tiró al río la tarjeta de su móvil y volvió sobre sus pasos. Vackeers y su conductor se encogieron en sus asientos, por puro reflejo, pero a esa distancia era poco probable que aquel al que observaban pudiera verlos. La silueta de Ivory desapareció al doblar la esquina.

– Bueno, ¿qué?, ¿podemos irnos ya? -preguntó Lorenzo-. Llevo ya un buen rato aquí aburrido y tengo hambre.

– No, todavía no.

Vackeers oyó el ronroneo de un motor que acababa de arrancar. Dos faros barrieron el muelle. Un coche se detuvo en el lugar que ocupaba Ivory unos segundos antes. Salió un hombre y avanzó hasta el parapeto. Se inclinó para observar la orilla, luego se encogió de hombros y volvió a su coche. Con un chirrido de neumáticos, el vehículo se alejó.

– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Lorenzo.

– Tenía un mal presentimiento. Y ahora que he visto la matrícula del coche, es aún peor.

– ¿Qué pasa con esa matrícula?

– ¿Lo hace a propósito o se está esforzando por alegrarme la noche? Ese vehículo pertenece al cuerpo diplomático inglés, ¿tengo que hacerle un dibujo?

– ¿Sir Ashton manda seguir a Ivory?

– Me parece que por esta noche ya he visto y oído bastante, ¿sería usted tan amable de llevarme a mi hotel?

– Mire, Vackeers, ya está bien, no soy su chófer. Me ha pedido que me quedara vigilando en este coche diciéndome que se trataba de una misión importante, me he pasado aquí dos horas pelándome de frío mientras usted saboreaba un coñac tan a gusto y tan calentito en el salón de su amigo, y todo lo que he podido comprobar es que éste, por no sé qué razón, ha ido a tirar una tarjeta de móvil al río, y que un coche de los servicios consulares de Su Majestad, que lo estaba espiando, le ha visto hacer ese gesto cuyo alcance aún se me escapa. Así que o me explica de qué va todo esto, o se vuelve usted andando a su hotel.

– ¡Dada la oscuridad en la que parece estar sumido, mi querido Roma, trataré de abrirle los ojos! Si Ivory se toma la molestia de salir a medianoche para ir a llamar por teléfono fuera de su casa, es porque toma ciertas precauciones. Si los ingleses vigilan su edificio es porque el asunto que nos ha tenido ocupados estos últimos meses no está tan zanjado como todos queríamos pensar. ¿Hasta aquí me sigue?

– No me tome por más tonto de lo que soy -dijo Lorenzo mientras ponía el motor en marcha.

El coche enfiló el quai de Orleans y cruzó el Pont Marie.

– Si Ivory se muestra tan prudente es porque nos lleva un par de vueltas de ventaja -prosiguió Vackeers-. Y yo que pensaba haberle ganado la partida esta noche… Decididamente, siempre me sorprenderá.