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El taxista lee la nota que le enseño y me deja, media hora más tarde, en la estación de autobuses de Wuguiqiao. Me presento en una ventanilla con mi valiosa nota escrita en chino, el empleado me entrega un título de transporte a cambio de veinte yuanes y me indica la dársena número 12, luego agita la mano, indicándome que me dé prisa si no quiero quedarme en tierra.

He visto autocares más nuevos que éste, soy el último en subir y sólo encuentro sitio al fondo, apretado entre una mujer muy corpulenta y tres patos rollizos encerrados en una jaula. Al llegar a su destino, lo más probable es que los tres terminen lacados, pero ¿cómo advertirles de la triste suerte que les espera?

Cruzamos un puente sobre el río Funan y tomamos por una vía rápida entre grandes crujidos de la caja de cambios.

El autocar para en Ya'an, y se apea un pasajero. No tengo ni idea de lo que dura el viaje, pero se me hace eterno. Le enseño mi notita caligrafiada a mi vecina y le señalo mi reloj. Ella da golpecitos en la esfera con el dedo, sobre el número seis. Llegaré, pues, casi al final del día. ¿Dónde dormiré esta noche? No tengo ni idea.

Vamos por una carretera llena de curvas hacia los macizos montañosos. Si Garther está a gran altitud, la noche será gélida, tengo que encontrar lo antes posible dónde alojarme.

Cuanto más árido se vuelve el paisaje, más me atenazan las dudas. ¿Qué habrá empujado a Keira a perderse en un lugar tan apartado de todo? Tan sólo la búsqueda de un fósil podría arrastrarla hasta los confines del mundo, no veo otra explicación.

Veinte kilómetros más lejos, el autocar se detiene ante un puente de madera que cuelga de dos cables de acero en muy mal estado. El conductor ordena bajar, a todos los pasajeros, hay que aligerar el vehículo para reducir los riesgos. Miro por la ventanilla el barranco que tenemos que cruzar y alabo la prudencia de nuestro conductor.

Sentado como estoy al fondo del autobús, soy el último en salir. Me levanto, ya casi no quedan pasajeros. Con el pie, descorro la varilla de bambú que cierra la puerta de la jaula donde se agitan los patos, abandonados a su suerte. Su libertad está al fondo de este pasillo, a la derecha; también pueden optar por atajar pasando por debajo de los asientos, ellos verán lo que hacen. Los tres patos me siguen alegremente. Cada uno elige un camino, uno va por el pasillo, otro por la hilera de asientos de la derecha, y el tercero ataja por la izquierda; sólo espero que me dejen salir antes, ¡si no me acusarán de complicidad en su evasión! Después de todo, qué más da, su dueña ya está en el puente, agarrada a la barandilla, y avanza con los ojos semicerrados para combatir el vértigo.

Yo no lo hago mucho mejor que ella. Una vez cruzado el puente, los pasajeros se entregan con gusto a la tarea de guiar, entre gritos y aspavientos, a su valiente conductor; éste avanza muy despacio sobre las tablas de madera, que se balancean a su paso. Se oyen inquietantes crujidos, los cables chirrían, el piso de madera se tambalea peligrosamente pero resiste, y, quince minutos después, todo el mundo puede volver a sus asientos. Menos yo. He aprovechado la ocasión para ocupar el sitio que se ha quedado libre en la segunda fila. El autobús se pone en marcha de nuevo, faltan dos patos; el tercero, por desgracia, aparece en mitad del pasillo y, como un tonto, corre a abrazarse a las pantorrillas de su dueña.

Cuando dejamos atrás Dashencun no puedo contener una sonrisa mientras mi antigua vecina recorre el pasillo a gatas, buscando en vano a los dos volátiles, que se han volatilizado.

Se despide de nosotros en Duogong, de pésimo humor, pero motivos no le faltan.

Shabacun, Tianquan, una sucesión de ciudades y pueblos jalona el viaje; seguimos el curso de un río, el autocar continúa subiendo hasta alturas vertiginosas. No creo haberme curado del todo pues siento continuos escalofríos. Acunado por el ronroneo del motor, consigo a ratos conciliar el sueño hasta que una sacudida me saca de mi sopor.

A nuestra izquierda, el glaciar de Hailuogou roza las nubes. Nos acercamos al famoso puerto de Zheduo, punto culminante del trayecto. A cerca de 4.300 metros, siento que me late la sangre en las sienes, y me vuelve la migraña. Me pongo a pensar en Atacama. ¿Qué habrá sido de mi amigo Erwan? Hace tanto tiempo que no sé de él. Si no hubiera tenido ese desmayo en Chile hace unos meses, si no hubiera desobedecido las consignas de seguridad que nos habían impuesto, si hubiera hecho caso a Erwan, no estaría ahora aquí y Keira no habría desaparecido en las turbias aguas del río Amarillo.

Recuerdo que, para consolarme, mi madre me dijo en Hydra: «Perder a alguien que uno ha amado es terrible, pero peor sería no haberlo conocido.» Ella pensaba entonces en mi padre, pero la cosa adquiere un sentido muy distinto cuando uno se siente responsable de la muerte de la persona a quien ama.

El lago de Moguecuo refleja en el espejo de sus aguas serenas las cumbres nevadas. Hemos recuperado algo de velocidad al adentrarnos en el valle de Xinduquiao. Al contrario que en el desierto de Atacama, aquí todo es vegetación exuberante. Rebaños de yaks pastan entre la frondosa hierba. Los olmos y los abedules se alternan en esta vasta llanura encajonada en medio de las montañas. Hemos descendido por debajo de los cuatro mil metros, y la migraña me da un poco de tregua. Y, de pronto, el autocar se detiene. El conductor se vuelve hacia mí, es mi parada. Aparte de la carretera, no veo más que un camino pedregoso que lleva al monte Gongga Shan. El conductor agita los brazos y masculla unas palabras; deduzco que me pide que continúe con mis reflexiones al otro lado de la puerta de fuelle que acaba de abrir, dejando entrar una corriente de aire gélido.

Con mi equipaje a los pies y las mejillas rígidas de frío, contemplo, tiritando, cómo se aleja mi autobús hasta que desaparece al doblar un recodo.

Estoy solo en esta vasta llanura en la que el viento azota las colinas. Paisajes fuera del tiempo en los que las tierras han adoptado el color de la cebada y de la arena… Pero no veo ni rastro del monasterio que busco. Será imposible pasar la noche al raso sin morir congelado. Tengo que caminar. ¿Hacia dónde? No tengo ni idea, pero no hay más salvación que avanzar para resistir al entumecimiento que provoca el frío.

Con la esperanza absurda de huir para adelantarme a la noche, corro a zancadas cortas, de cerro en cerro, en dirección al sol poniente.

A lo lejos diviso la lona negra de una tienda de nómadas, como una providencia divina.

En mitad de esa inmensa llanura, una niña tibetana viene hacia mí. Tendrá unos tres años, tal vez cuatro, no levanta tres palmos del suelo pero tiene las mejillas rojas como manzanas, y le brillan los ojos. El desconocido que soy no la asusta, y nadie parece temer nada por ella, es libre de ir donde le apetezca. Se echa a reír, le divierte mi diferencia, y su risa resuena en todo el valle. Abre los brazos de par en par, echa a correr hacia mí, se detiene a unos metros y vuelve con los suyos. Un hombre sale de la tienda y viene a mi encuentro. Le tiendo la mano, él junta las suyas, se inclina y me invita a seguirlo.

Unos grandes trozos de lona negra sostenidos por estacas de madera forman una carpa. En el interior, la vivienda es amplia. En un hornillo de piedra en el que crepita leña bien seca, una mujer prepara una especie de guiso de carne cuyo aroma impregna todo el espacio. El hombre me indica con un gesto que me siente, me sirve un vasito de alcohol de arroz y brinda conmigo.

Comparto la cena de esta familia nómada. Sólo interrumpen el silencio las carcajadas de la niña de mejillas rojas como manzanas. Al final se duerme, acurrucada en el regazo de su madre.

Al anochecer, el nómada me lleva fuera de la tienda. Se sienta en una piedra y me ofrece un cigarro que ha liado él mismo. Juntos, miramos el cielo. Hacía tiempo que no lo había contemplado así. Distingo una de las constelaciones más hermosas que nos regala el otoño, al este de Andrómeda. La señalo con el dedo y se la nombro a mi anfitrión. «Perseo», digo en voz alta. El hombre sigue mi mirada y repite «Perseo»; se ríe con las mismas carcajadas que su hija, una risa viva como los destellos que iluminan la bóveda celeste por encima de nosotros.