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– ¡Hombre, eso no hace falta ni que lo digas!

– Adrian, ¿qué tengo que hacer?

– Volver a vender tu coche y sacarte un billete de avión para Hydra.

– Pero ¡qué idea más buena! -exclamó Walter, que había recuperado su voz de siempre.

– Gracias, Walter.

– Te cuelgo, me vuelvo a casa, me voy a la cama, pongo el despertador a las siete, mañana voy al taller y justo después a una agencia de viajes.

– Antes de eso, tengo un pequeño favor que pedirte, Walter.

– Lo que quieras.

– ¿Te acuerdas de nuestra pequeña escapada a Creta?

– Y tanto que sí, vaya carrera nos pegamos, todavía me río al recordarla, tendrías que haber visto la cara que pusiste cuando dejé KO al guardia de seguridad…

– Estoy en Amsterdam y necesito poder acceder al mismo tipo de instalaciones que en Creta; las que me interesan están en el campus de la universidad de Virje. ¿Crees que podrás ayudarme?

Último silencio… Walter estaba pensando.

– Llámame dentro de media hora, veré lo que puedo hacer.

Volví con Keira. Ivory nos propuso ir a cenar al hotel. Le agradeció a Wim su ayuda y le dijo que ya no lo necesitábamos por hoy. Keira quería saber cómo estaba Walter, y le dije que bien, muy bien. Durante la cena, los dejé un momento para subir a mi habitación. Llamé a Walter pero la línea estaba ocupada, así que lo volví a intentar varias veces, hasta que por fin contestó.

– Mañana a las nueve y media tenéis cita en el 1.081 de Boelelaan, en Amsterdam. Sed puntuales. Podréis utilizar el láser durante una hora, ni un minuto más.

– ¿Cómo has conseguido tamaña proeza?

– ¡No te lo vas a creer!

– Venga, dime, que me tienes en ascuas.

– He llamado a la universidad de Virje, he pedido que me pongan con el responsable y me he hecho pasar por el presidente de nuestra Academia. Le he dicho que necesitaba hablar urgentemente con el rector de la universidad, que lo llamara a su casa si era necesario, y que éste me devolviera la llamada lo antes posible. Le he dado el número de la Academia, para que viera que no era ninguna broma, y el de mi despacho para que me llamara a mí directamente. A partir de ahí ha sido un juego de niños. El rector de la universidad de Amsterdam, un tal profesor Ubach, me ha llamado un cuarto de hora más tarde. Le he dado las gracias cordialmente por llamarme a una hora tan tardía y le he dicho que dos de nuestros científicos más destacados estaban actualmente en Holanda, concluyendo unas investigaciones dignas del Nobel y que necesitaban utilizar su láser para comprobar algunos parámetros.

– ¿Y ha aceptado recibirnos?

– Sí, he añadido que, a cambio de ese pequeño favor, la Academia multiplicaría por dos su cupo de admisión de estudiantes holandeses, y ha aceptado. ¡No olvides que al fin y al cabo hablaba con el presidente de la Real Academia de las Ciencias! Me lo he pasado pipa.

– No sé cómo darte las gracias, Walter.

– Pues dáselas sobre todo a la botella de whisky que me he tomado esta noche, ¡sin ella no habría sido capaz de interpretar tan bien mi papel! Adrian, cuídate y vuelve pronto, a ti también te echo mucho de menos.

– Lo mismo te digo, Walter. De todas formas, mañana me juego mi última carta, si mi idea no funciona, no tendremos más remedio que abandonar la partida.

– No es lo que yo querría, aunque te confieso que a veces tengo esa esperanza, la verdad.

Colgué y fui a anunciarles la buena noticia a Keira y a Ivory.

Londres

Ashton se levantó de la mesa para coger la llamada que su mayordomo había venido a anunciarle. Se disculpó con sus invitados y se retiró a su despacho.

– ¿Qué noticias hay? -preguntó.

– Se alojan los tres en el mismo hotel, ahora mismo están allí cenando. He puesto a un hombre en la puerta en un coche, por si les diera por salir esta noche, pero no lo creo. Mañana por la mañana me reuniré con ellos, lo llamaré en cuanto sepa algo nuevo.

– Sobre todo no los pierda de vista.

– Puede confiar en mí.

– No me arrepiento de haber favorecido su candidatura, ha hecho usted un buen trabajo para ser su primer día en sus nuevas funciones.

– Gracias, sir Ashton.

– Gracias a usted, Amsterdam, y disfrute del resto de la velada.

Ashton colgó el teléfono, cerró la puerta de su despacho y volvió con sus invitados.

Universidad de Virje, Amsterdam

Wim se reunió con nosotros en la puerta del LCVU a las nueve y veinticinco. Aunque allí todo el mundo hablaba inglés, nos haría de intérprete si llegábamos a necesitarlo. El rector de la universidad nos recibió en persona. Me sorprendió la edad del profesor Ubach, debía de tener poco más de cuarenta años. Su manera tan directa de estrecharme la mano y su sencillez en seguida me gustaron. Desde que había empezado aquella aventura, pocas veces había tenido ocasión de cruzarme con una buena persona, así que decidí confiarle el objetivo del experimento que esperaba poder llevar a cabo gracias a sus instalaciones.

– ¿Lo dice en serio? -me preguntó, estupefacto-. Si no lo hubiera recomendado el presidente de su Academia en persona, tengo que reconocer que lo habría tomado por un iluminado. ¡Si consigue lo que me dice, ahora entiendo por qué me habló de premio Nobel! Síganme, nuestro láser se encuentra al fondo del edificio.

Keira me miró intrigada, pero yo le indiqué con un gesto que no dijera nada. Recorrimos un largo pasillo, el rector se movía por su universidad sin llamar particularmente la atención entre los investigadores y los alumnos con los que se cruzaba por el camino.

– Es aquí -nos dijo, marcando un código de acceso en un teclado situado junto a una puerta de doble hoja-. En vista de lo que acaba de contarme, prefiero que trabajemos en un equipo lo más reducido posible, así que manipularé yo mismo el láser.

El laboratorio era tan moderno que habría hecho palidecer de envidia a todos los centros de investigación europeos, y el aparato que pusieron a nuestra disposición, gigantesco. Imaginaba su potencia, estaba impaciente por verlo funcionar.

Un raíl se extendía en el eje del cañón del láser. Keira me ayudó a colocar en su sitio el anillo donde estaban engastados los fragmentos.

– ¿Qué ancho debe tener el haz? -me preguntó Ubach.

– Pi multiplicado por diez -le dije.

El profesor se inclinó sobre su pupitre e introdujo el valor que le había indicado. Ivory estaba a su lado. El láser empezó a girar despacio.

– ¿Qué intensidad?

– ¡La máxima posible!

– Su objeto no va a tardar en fundirse, no conozco material capaz de resistir una carga máxima.

– ¡Usted confíe en mí!

– ¿Sabes lo que haces? -me preguntó Keira en un susurro.

– Espero que sí.

– Les voy a pedir que se sitúen detrás de los cristales de protección -nos ordenó Ubach.

El láser empezó a crepitar; la energía proporcionada por los electrones estimulaba los átomos de gas contenidos en el tubo de cristal. Los fotones entraron en resonancia entre los dos espejos situados en cada extremo del tubo. El proceso se amplificó, ya no era más que cuestión de segundos que el haz fuera lo bastante potente para atravesar la pared semitransparente del espejo y saber por fin si estaba en lo cierto o no.

– ¿Están preparados? -preguntó Ubach, tan impaciente como nosotros.

– Sí -contestó Ivory-, más que nunca. No se imagina el tiempo que hemos esperado a que llegara este momento.

– ¡Un momento! -grité yo-. ¿Tiene una cámara de fotos?

– Tenemos algo mucho mejor -contestó Ubach-, seis cámaras graban desde todos los ángulos lo que ocurre delante del láser en cuanto entra en acción. ¿Podemos iniciar ya el experimento?

Ubach empujó una palanca, y un haz de luz de una intensidad excepcional salió del aparato, golpeando de lleno los tres fragmentos. El anillo entró en fusión, los fragmentos se tornaron de un color azulado, un azul más vivo aún que el que Keira y yo habíamos visto hasta entonces. Su superficie empezó a brillar intensamente, lanzando destellos. A medida que pasaban los segundos, su luminiscencia aumentaba, y de pronto miles de puntos se imprimieron en la pared que estaba delante del láser. Todos en ese laboratorio reconocimos la inmensidad de la bóveda celeste, deslumbrante.