Universidad de Virje
Ubach encendió el proyector que colgaba del techo. Las imágenes filmadas en alta definición por las cámaras se habían almacenado en el servidor de la universidad, habría que esperar varias horas hasta que el programa de descompresión terminara de tratarlas. Keira y yo le pedimos que centrara sus esfuerzos en la última secuencia a la que habíamos asistido. Ubach se sirvió de su teclado para enviar una serie de instrucciones al ordenador central. Los procesadores gráficos efectuaban sus algoritmos mientras esperábamos.
– Tengan paciencia -nos dijo Ubach-, ya no tardará mucho. El sistema es un poco lento por las mañanas, no somos los únicos en utilizarlo.
Por fin la lente del aparato empezó a animarse y proyectó sobre la pared los siete últimos segundos de la película que nos habían desvelado los fragmentos.
– Detenga la imagen ahí, por favor -le pidió Keira al profesor Ubach.
La proyección se detuvo; yo pensaba que perdería nitidez, como suele ocurrir cuando se pone en pausa una imagen, pero no fue así. Entonces entendí mejor por qué habíamos tenido que esperar tanto tiempo para ver los siete últimos segundos.
La resolución era tal que la cantidad de datos que había que tratar por cada imagen debía de ser colosal. Lejos de compartir mis inquietudes técnicas, Keira se acercó a la pared y observó la proyección con mucha atención.
– Reconozco estas circunvalaciones -dijo-, este trazo sinuoso, esta forma que recuerda a un cráneo. Esta línea recta seguida de estos cuatro meandros es un tramo del río Omo, estoy casi segura, pero hay algo que no cuadra, exactamente aquí -dijo, y señaló el lugar donde brillaba el puntito rojo.
– ¿El qué? -preguntó Ubach.
– Si es el tramo del Omo que creo que es, a la derecha de la imagen se debería ver un lago.
– ¿Reconoces el lugar? -le pregunté a Keira.
– ¡Pues claro que lo reconozco, he pasado allí tres años de mi vida! El lugar que indica este punto corresponde a una minúscula llanura rodeada por un sotobosque, a orillas del Omo. Estuvimos a punto incluso de iniciar allí unas excavaciones, pero la ubicación estaba demasiado al norte, muy alejada del triángulo de Ilemi. Pero lo que te digo no tiene ningún sentido, si fuera el lugar en el que estoy pensando, tendría que aparecer el lago Dipa.
– Keira, los fragmentos que hemos encontrado no componen sólo un mapa. Juntos, forman un disco que contiene probablemente miles de datos, aunque, por desgracia para nosotros, el que falta contenía la secuencia que más me interesaba a mí, pero qué importa eso por ahora. Este disco de memoria nos ha proyectado una representación de la evolución del cosmos desde sus primeros instantes hasta la época en que se grabó. En esos tiempos quizá no existiera aún el lago Dipa.
Ivory se reunió con nosotros y se acercó a la pared, examinando la imagen con atención.
– Adrian tiene razón, ahora tenemos que obtener coordenadas precisas. ¿Tiene en su servidor un mapa detallado de Etiopía? -le preguntó a Ubach.
– Supongo que podré encontrarlo en internet y descargarlo.
– Entonces hágalo, por favor, y trate de ver si puede superponerlo sobre esta imagen.
Ubach volvió detrás de su pupitre. Se descargó el mapa del cuerno de África e hizo lo que Ivory le había pedido.
– ¡Excepto una ligera desviación del lecho del río, la concordancia es casi perfecta! -dijo-, ¿Cuáles son las coordenadas de este punto?
– 5o 10' 2" 67 de latitud norte, 36° 10' 1" 74 de longitud este.
Ivory se volvió hacia nosotros.
– Ya saben lo que tienen que hacer… -nos dijo.
– Debo dejar libre este laboratorio -nos dijo Ubach-, ya he aplazado el trabajo de dos investigadores para complacerles. No lamento haberlo hecho, pero no puedo seguir ocupando esta sala más tiempo.
Wim entró en el momento preciso en que Ubach acababa de apagarlo todo.
– ¿Me he perdido algo?
– No -contestó Ivory-, ya nos íbamos.
Cuando Ubach nos acompañaba a su despacho, Ivory dijo que no se encontraba bien, se sentía como mareado. Ubach quiso llamar a un médico, pero Ivory le suplicó que no lo hiciera, no había razón para preocuparse, no era más que cansancio, le aseguró. Nos preguntó si teníamos la amabilidad de acompañarlo al hotel, allí descansaría un rato y en seguida se encontraría mejor. Wim se ofreció para llevarnos.
Una vez en el Krasnapolsky, Ivory le dio las gracias y lo invitó a reunirse con nosotros para tomar el té por la tarde. Wim aceptó la invitación y se marchó. Llevamos a Ivory hasta su habitación, Keira quitó la colcha que cubría la cama, y yo lo ayudé a tumbarse. Ivory cruzó ambas manos sobre el pecho y suspiró.
– Gracias -dijo.
– Déjeme llamar a un médico, esto es ridículo.
– No, pero ¿podría hacerme otro pequeño favor? -nos preguntó.
– Sí, claro -dijo Keira.
– Asómese a la ventana, aparte discretamente la cortina y dígame si el idiota de Wim se ha marchado de verdad.
Keira me miró, intrigada, e hizo lo que le había pedido Ivory.
– Sí, bueno, al menos delante del hotel no hay nadie.
– Y el Mercedes negro con esos dos estúpidos dentro, ¿sigue aparcado justo enfrente?
– En efecto veo un coche negro, pero desde aquí no alcanzo a distinguir si hay alguien dentro.
– ¡Claro que hay alguien dentro, puede estar segura! -replicó Ivory, poniéndose en pie de un salto.
– No debería levantarse…
– No me he tragado lo de que Wim se había sentido mal hace un rato, y dudo mucho que él por su parte se crea lo de mi pequeño mareo, por lo que no nos queda mucho tiempo.
– Pensaba que Wim era nuestro aliado -comenté sorprendido.
– Lo era, hasta su ascenso. Esta mañana ya no hablaban con el secretario personal de Vackeers, sino con su sustituto: Wim es el nuevo Amsterdam del consejo. Ahora no tengo tiempo de explicarles todo eso. Corran a su habitación y preparen su equipaje mientras yo me ocupo de sus billetes. Reúnanse aquí conmigo en cuanto estén listos, y dense prisa, tienen que haberse marchado de la ciudad antes de que se cierre el cerco sobre ustedes, si es que no es ya demasiado tarde.
– ¿Y adónde vamos? -pregunté.
– ¡Pues a Etiopía! ¿Dónde van a ir si no?
– ¡Ni hablar! Es demasiado peligroso. Si esos hombres, de los que sigue sin querer hablarnos, nos persiguen todavía, no volveré a poner en peligro la vida de Keira, ¡y no trate de convencerme de lo contrario!
– ¿A qué hora sale ese avión? -le preguntó Keira a Ivory.
– ¡No nos vamos a Etiopía! -insistí.
– Una promesa es una promesa, si esperabas que me fuera a olvidar de ésta, estabas muy equivocado. ¡Vamos, tenemos que darnos prisa!
Media hora más tarde, Ivory nos hizo salir por las cocinas del hotel.
– No se queden mucho tiempo en el aeropuerto, en cuanto pasen el control de pasaportes, dense una vuelta por las tiendas, pero no vayan juntos. No creo que Wim sea lo bastante listo como para adivinar lo que estamos tramando, pero nunca se sabe. Y prométanme que me darán noticias suyas en cuanto les sea posible.
Ivory me entregó un sobre y me hizo jurar que no lo abriría hasta que hubiera despegado el avión. Cuando nuestro taxi se alejaba ya, se despidió con un gestito amistoso.
El embarque en el aeropuerto de Schiphol se desarrolló sin problemas. No seguimos los consejos de Ivory y nos instalamos en una mesa en una cafetería para poder charlar un rato tranquilamente. Aproveché ese momento para hablarle a Keira de mi pequeña conversación con el profesor Ubach. Justo antes de irnos, le había pedido un último favor: a cambio de la promesa de informarle del progreso de nuestras investigaciones, había aceptado guardar silencio hasta que publicáramos un informe sobre las mismas. Conservaría las grabaciones realizadas en su laboratorio y le mandaría una copia en un disco a Walter. Antes de despegar, avisé a mi amigo de que guardara bajo llave un paquete que le iba a llegar de Amsterdam, y que sobre todo no lo abriera hasta que nosotros volviéramos de Etiopía. Añadí que, si nos ocurría algo, tenía carta blanca para disponer de él como quisiera. Walter se había negado a escuchar mis últimas recomendaciones, había dicho que ni hablar, que no nos iba a ocurrir nada de nada, y me había colgado sin más.