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París

Todo fueron carreras para conseguir subir a bordo del avión con destino a París. Cuando nos presentamos en el mostrador de Air France, el embarque casi había terminado. Por suerte quedaba una decena de plazas, y una azafata muy amable aceptó ayudarnos a pasar por todos los controles de seguridad sin respetar la larga cola que ya se había formado. Antes de que el avión saliera de la terminal tuve tiempo de hacer dos breves llamadas: una a Walter, al que desperté en mitad de la noche, y la otra a Ivory, que no dormía. A la vez que les anunciaba nuestro regreso a Europa, a ambos les hice la misma pregunta: ¿dónde podíamos encontrar el mejor laboratorio para realizar unos complejos análisis de ADN?

Ivory nos pidió que nos reuniéramos con él en su casa en cuanto llegáramos. A las seis de la mañana, un taxi nos llevó del aeropuerto Charles de Gaulle a la isla de Saint-Louis. El viejo profesor nos abrió la puerta vestido con su batín.

– No sabía cuándo llegarían exactamente -nos dijo-, el sueño me venció muy tarde.

Se retiró a la cocina para prepararnos un café y nos invitó a esperarlo en el salón. Volvió con una bandeja de desayuno y se sentó en una butaca frente a nosotros.

– Y bien, ¿qué han encontrado en África? Si he dormido tan mal ha sido por ustedes, su llamada me dejó muy alterado.

Keira se sacó la canica del bolsillo y se la presentó. Ivory se ajustó las gafas y examinó atentamente el objeto.

– ¿Es ámbar?

– Todavía no lo sé, no sé nada en realidad, pero las manchas rojas de dentro es probable que sean de sangre.

– ¡Qué maravilla! ¿Dónde la han encontrado?

– En el lugar preciso que indicaban los fragmentos -intervine yo.

– En medio del tórax de un esqueleto que hemos exhumado -añadió Keira.

– ¡Pero esto es un hallazgo de enorme importancia! -exclamó Ivory.

Se dirigió a su secreter, abrió un cajón y sacó una hoja de papel.

– Ésta es la última traducción, la definitiva, que he hecho del texto en lengua gueze, léanla.

Cogí el documento que Ivory me agitaba delante de la cara y lo leí en voz alta:

He disociado el disco de las memorias, he confiado a los maestros de las colonias las partes que conjuga. Bajo los trígonos estrellados, que permanezcan ocultas las sombras de lo infinito. Que nadie sepa dónde se halla el apogeo. La noche del uno custodia el origen. Que nadie lo despierte, en la reunión de los tiempos imaginarios se dibujará el fin del área.

– Creo que este enigma va adquiriendo sentido, ¿no les parece? -dijo el viejo profesor-, Gracias a las manualidades de Adrian, en Virje hicimos hablar al disco, que nos indicó la posición de una tumba. El famoso hipogeo donde probablemente fuera descubierto en el IV milenio. Aquellos que entonces comprendieron su importancia disociaron los fragmentos del mismo y fueron a diseminarlos por todo el mundo.

– ¿Para qué? -pregunté yo-. ¿Por qué emprender un viaje así?

– Pues para que nadie hallara el cuerpo que han sacado a la luz ustedes, aquel en el que encontraron el disco de las memorias. La noche del uno custodia el origen -dijo Ivory en voz baja, con una mueca.

El rostro del viejo profesor había palidecido y un fino sudor perlaba su frente.

– ¿Se encuentra bien? -se interesó Keira.

– Le he dedicado toda mi vida, y ustedes por fin lo han encontrado, nadie quería creerme… Me encuentro muy bien, nunca había estado tan bien en toda mi vida -dijo con un rictus en los labios.

Pero el viejo profesor se llevó una mano al pecho y volvió a sentarse en su butaca, estaba pálido como un muerto.

– No es nada, sólo estoy cansado -dijo-. Bueno, qué, ¿cómo es?

– ¿El qué? -pregunté yo.

– ¡Pues el esqueleto, qué va a ser!

– Está fosilizado por completo y extrañamente intacto -contestó Keira, a quien le preocupaba el estado de Ivory.

El profesor gimió y se dobló en dos.

– Voy a llamar a una ambulancia -dijo Keira.

– No llame a nadie -ordenó Ivory-, ya le he dicho que no es nada. Escúchenme, no nos queda mucho tiempo. El laboratorio que buscan se encuentra en Londres, les he apuntado la dirección en el bloc de notas que hay en el vestíbulo. Sean más prudentes que nunca, si se enteran de lo que han descubierto no les dejarán llegar hasta el final de esta historia, no retrocederán ante nada. Siento mucho haberlos puesto en peligro, pero ya es demasiado tarde.

– ¿Quién es esa gente? -pregunté yo.

– No tengo tiempo de explicárselo, hay cosas más urgentes. En el cajoncito de mi secreter, cojan el otro texto, por favor.

Ivory se desplomó sobre la alfombra.

Keira echó mano al teléfono que había en la mesita baja y marcó el número de la ambulancia, pero Ivory tiró del cable y lo arrancó de la pared.

– ¡Márchense de aquí, se lo ruego!

Keira se arrodilló junto a él y le puso un cojín debajo de la cabeza.

– No vamos a dejarlo aquí solo de ninguna manera, ¿me ha oído?

– La adoro, es más cabezota que yo todavía. No tienen más que dejar la puerta abierta, llamen a una ambulancia cuando ya se hayan marchado. Dios mío, qué dolor -dijo, abrazándose el pecho-. Por favor, se lo suplico, prosigan con lo que yo ya no puedo hacer, están muy cerca de su objetivo.

– ¿Qué objetivo, Ivory?

– Querida, ha hecho el hallazgo más sensacional que se puede hacer; todos sus colegas la envidiarán por ello. Ha encontrado al hombre cero, al primero de nosotros, y esa canica con sangre que obra en su poder será la prueba que lo demostrará. Pero ya lo verá, si estoy en lo cierto, ésa no será la última sorpresa que encontrará. El segundo texto, en mi secreter. Adrian ya lo conoce, no lo olviden, al final los dos lo comprenderán todo.

Ivory perdió el conocimiento. Keira no siguió su último consejo; mientras yo rebuscaba en el secreter, llamó a una ambulancia con mi teléfono móvil.

Nada más salir del edificio, nos sentimos culpables.

– No deberíamos haberlo dejado solo.

– Pero si nos ha echado él…

– Para protegernos. Ven, volvamos.

A lo lejos sonó una sirena, conforme pasaban los segundos se oía más cerca.

– Por una vez, hagámosle caso -le dije a Keira-, vámonos corriendo de aquí.

Un taxi subía por el quai de Orleans, lo paré y le pedí al conductor que nos llevara a la estación del norte. Keira me miró extrañada. Le enseñé la hoja que había arrancado del bloc de notas que había encontrado en el vestíbulo del piso de Ivory justo antes de marcharnos. La dirección que nos había apuntado estaba en Londres, era la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas, sita en el número 10 de Hammersmith Grove.

Londres

Había avisado a Walter de nuestra llegada. Vino a buscarnos a la estación de Saint Paneras; nos esperaba al pie de las escaleras mecánicas, vestido con su gabardina y con las manos a la espalda.

– No pareces de muy buen humor -le dije al verlo.

– ¡He dormido mal por culpa de alguien que yo me sé!

– Siento mucho haberte despertado.

– No tenéis buena cara ninguno de los dos -nos dijo, mirándonos con atención.

– Hemos pasado la noche en el avión, y estas últimas semanas no hemos parado. Bueno, qué, ¿nos vamos? -dijo Keira.

– He encontrado la dirección que me pedisteis -dijo Walter mientras nos llevaba a la cola de los taxis-. Al menos no me habréis quitado el sueño en vano, espero que valga la pena.

– ¿Ya no tienes tu cochecito? -le pregunté al subir al black cab.

– Yo, a diferencia de otros, y no miro a nadie -contestó-, sigo los consejos de mis amigos. Lo he vendido y os tengo preparada una sorpresa, pero eso ya lo veremos más tarde. Al número 10 de Hammersmith Grove -le dijo al taxista-. Vamos a la Sociedad Británica de Investigaciones Genéticas, es el lugar que buscabais.