– Son tuyos, sé lo que representa para nosotros este hallazgo, no sé si lo que dice esta gente es verdad, si sus temores tienen fundamento, no tengo inteligencia para juzgar. Lo que sé es que te quiero. Si la decisión de revelar lo que sabemos acarreara la muerte de un solo niño, ya no podría mirarme a la cara ni mirarte a ti, ni tampoco vivir a tu lado, aunque te echara muchísimo de menos. Lo has dicho tú mismo varias veces durante este increíble viaje, las decisiones son nuestras, de los dos. Así que coge estos fragmentos y haz con ellos lo que quieras. Hagas lo que hagas, respetaré siempre al hombre que eres.
Me entregó el paquete y se retiró, dejándome solo.
Cuando Keira se hubo alejado, me acerqué a la barca que descansaba sobre la arena de la cala, la empujé hacia el agua y remé hasta alta mar.
A una milla de la costa desaté el cordel que envolvía el pañuelo de Walter y me quedé largo rato mirando los fragmentos. Miles de kilómetros desfilaron ante mis ojos. Volví a ver el lago Turkana, la isla del centro, el templo en la cima del monte Hua Shan, el monasterio de Xi'an y el lama que nos había salvado la vida; oí el rugido del motor del avión que sobrevolaba Myanmar, el río hasta el que habíamos bajado para llenar el depósito, el guiño del piloto al llegar a Port Blair, la escapada en barco hacia la isla de Narcondam; rememoré Pekín, la cárcel de Garther, París, Londres y Amsterdam, Rusia y la meseta de Man-Pupu-Nyor, los maravillosos colores del valle del Omo, entre los que se me apareció el rostro de Harry. Y en cada uno de esos recuerdos, el paisaje más bello siempre era el rostro de Keira.
Abrí el pañuelo…
Cuando remaba hacia la orilla, sonó mi móvil. Reconocí la voz del hombre que se dirigió a mí.
– Ha tomado una sabia decisión y le estamos agradecidos -declaró sir Ashton.
– Pero ¿cómo lo sabe?, si acabo de…
– Desde que se marcharon, han estado siempre en la mira de nuestros fusiles. Algún día tal vez… pero, créame, es demasiado pronto, todavía tenemos muchos progresos que realizar.
Colgué sin dejarle terminar y sin despedirme, y furioso, tiré el móvil al agua. Luego volví a casa, a lomos de mi burro.
Keira me esperaba en la terraza. Le entregué el pañuelo de Walter, vacío.
– Creo que le gustará que se lo devuelvas tú.
Keira dobló el pañuelo y me llevó a nuestra habitación.
La primera noche
La casa dormía. Con todo el cuidado del mundo, Keira y yo salimos sin hacer ruido. De puntillas, avanzamos hacia los burros para quitarles el ronzal. Mi madre salió a la puerta y avanzó hacia nosotros.
– Si vais a la playa, lo cual es una locura con este tiempo, llevaos al menos estas toallas, la arena está húmeda y podéis coger frío.
Nos dio también un par de linternas y luego volvió a la casa.
Un poco más tarde nos sentamos a la orilla del mar. Había luna llena. Keira apoyó la cabeza en mi hombro.
– ¿No te arrepientes de nada? -me preguntó.
Miré el cielo y pensé en Atacama.
– Cada ser humano se compone de miles de millones de células, somos miles de millones de seres humanos en este planeta, y el número va siempre en aumento; el Universo está poblado por millones de millones de estrellas. ¿Y si este Universo, cuyos límites creía conocer, no fuera más que una ínfima parte de un conjunto aún mayor? ¿Y si nuestra Tierra no fuera más que una célula en el vientre de una madre? El nacimiento del Universo es semejante al de cada vida, ocurre el mismo milagro, desde lo infinitamente grande hasta lo infinitamente pequeño. ¿Te imaginas el increíble viaje que sería subir hasta el ojo de esa madre y ver a través de la pupila lo que sería su mundo? La vida es un programa increíble.
– Pero ¿quién ha elaborado este programa tan perfecto, Adrian?
Epílogo
Iris nació nueve meses más tarde. No la hemos bautizado, pero en su primer cumpleaños, cuando la llevamos por primera vez al valle del Omo, donde conoció a Harry, su madre y yo le regalamos un colgante. No sé qué decidirá hacer con su vida, pero cuando sea mayor, si alguna vez me pregunta qué es el extraño objeto que lleva al cuello, le leeré las líneas de un texto antiguo que un viejo profesor me confió un día.
Cuenta una leyenda que, en el vientre de su madre, el niño lo sabe todo del misterio de la creación, desde el origen del mundo hasta el final de los tiempos. Al nacer, un mensajero pasa sobre su cuna y pone un dedo en sus labios para que no desvele jamás el secreto que le ha sido confiado, el secreto de la vida. Ese dedo que borra para siempre la memoria del niño deja una marca; esa marca la tenemos todos sobre el labio superior, todos excepto yo.
El día que yo nací, el mensajero olvidó visitarme, y lo recuerdo todo…
Para Ivory, con nuestro agradecimiento,
Keira, Iris, Harry y Adrian.
Gracias a
Pauline.
Louis.
Susanna Lea y Antoine Audouard.
Emmanuelle Hardouin.
Raymond, Danièle y Lorraine Levy.
Nicole Lattès, Leonello Brandolini, Antoine Caro, Elisabeth Villeneuve, Anne-Marie Lenfant, Arié Sberro, Sylvie Bardeau, Tine Gerber, Lydie Leroy, Joël Renaudat y todos los equipos de la editorial Robert Laffont.
Pauline Normand, Marie-Éve Provost.
Léonard Anthony, Romain Ruetsch, Danielle Melconian, Katrin Hodapp, Marie Garnero, Mark Kessler, Laura Mamelok, Lauren Wendelken, Kerry Glencorse y Moïna Macé.
Brigitte y Sarah Forrissier.
Kamel, Carmen Varela.
Igor Bogdanov.
Marc Levy