Por la calle Salabacksgatan pasó un coche con un abeto navideño sobre el techo. Aparte de eso, las calles estaban tranquilas. Se detuvo, la cabeza le colgaba como si estuviera borracho, pero se encontró a sí mismo llorando. Lo que más deseaba era tumbarse en la nieve y morir como había hecho su hermano. Su único hermano. Muerto. Asesinado. Las ansias de venganza atravesaron su cuerpo como un hierro punzante y supo que hasta que no muriera el asesino de Johny no podría desaparecer parte de su dolor.
Tendría que vivir añorando a John. Se subió la cremallera del anorak. Debajo solo llevaba una camiseta. Caminaba por la calle moviéndose de una forma tan extraña que lo sintió físicamente. Él, que solía andar con prisa, ahora lo hacía pensativo, miraba las fachadas de las casas, se fijaba en detalles como la papelera repleta junto a la parada de autobús y el andador cubierto de nieve, cosas sobre las que, si no, no hubiera reflexionado.
Era como si la muerte del hermano le hubiera agudizado los sentidos. Apenas tenía un par de cervezas en el cuerpo. Las cervezas de John. Se había quedado con Berit hasta que Justus se durmió. Ahora caminaba sobrio, alerta como nunca antes, y veía como su barrio se cubría de una mortaja blanca.
La nieve crujía bajo sus pies y no solo deseaba comerse el sonido, sino toda la ciudad, todo el infierno; deseaba hacer limpieza.
Desde la plaza Barntings únicamente le quedaban un par de manzanas para llegar a casa, pero se quedó parado casi en mitad de la plaza. Un tractor trabajaba la masa de nieve de forma sistemática, retirándola del aparcamiento y sus entradas.
¿John estaba muerto cuando lo tiraron en Libro? Lennart no lo sabía, se había olvidado de preguntarlo. John era un friolero. Su cuerpo delgado no estaba hecho para el frío. Sus manos pequeñas. Tendría que haber sido pianista. En cambio, se convirtió en soldador y el mejor en peces de acuario. El tío Eugen solía bromear y decía que John se tenía que presentar al programa de televisión La pregunta del millón. Conocía cada raya y cada aleta.
Lennart observó el tractor y cuando pasó a su lado levantó la mano en señal de saludo. El conductor devolvió el saludo. Un muchacho joven, de unos veinte años. Aceleró un poco más al ver que Lennart se detenía, metió la marcha atrás con un descuidado movimiento de manos, se inclinó, se puso en posición, cambió de nuevo la marcha y giró para recoger la nieve apelmazada.
A Lennart se le ocurrió detener el tractor, intercambiar algunas palabras con el conductor, quizá decir algo de Johny. Deseaba hablar con alguien que conociera el significado de las manos.
No tenía fuerzas para pensar en el hermano si no era por partes. Las manos. La risa algo controlada, sobre todo cuando estaba en sitios desconocidos; nadie podría afirmar que John fuera un atrevido. Ese cuerpo delgado que era increíblemente fuerte.
John también era bueno jugando al gua. Cuando jugaban en el patio casi siempre era John quien regresaba a casa con la bolsa repleta de canicas y nuevos soldaditos de plomo en el bolsillo; sobre todo ganaba esas bolas difíciles de diez o doce pasos. Solo Teodor, el portero, lo derrotaba. A veces pasaba por allí, pedía prestada una canica y la lanzaba en un amplio arco que hacía caer el soldadito. Que te ayudaran era trampa, pero nadie protestaba. Teodor trataba a todos por igual y la próxima vez cualquiera podía ser el objeto de sus favores.
Teodor se reía mucho, quizá porque a veces se tomaba una cerveza, pero sobre todo porque era un hombre que mostraba sus sentimientos. Adoraba a las mujeres y tenía miedo a las alturas y a la oscuridad, esos eran sus rasgos más característicos, además de ser un portero experimentado y rápido. Cuando estaba de mal humor pocos lo superaban en esa disciplina.
Lennart solía pensar: «Si hubiéramos tenido maestros así, con la fuerza y las debilidades de Teodor, todos seríamos catedráticos. De algo». Teodor era catedrático de barrer las escaleras del sótano sin levantar polvo, de hacer tres cosas al mismo tiempo, de tener los patios limpios de modo que la recogida de basura resultara todo un arte, de rastrillar los caminos de grava y los arriates de forma que se mantuvieran bonitos durante dos o tres semanas.
«Teníamos que haber aprendido todo eso en la escuela -pensó Lennart mientras observaba el tractor-. ¿Me crees, John? Tú eras el único que se preocupaba; no, mentira, papá y mamá también, claro. Papá, papá. El jodido tartamudeo. Tus malditos tejados. Las chapas metálicas de los cojones.»
Teodor no tenía un tractor grande; al principio solo palas y luego un viejo y potente Belos con dos varales para sujetarlo y una pala quitanieves montada en la parte delantera.
John y Lennart habían ayudado a quitar la nieve de la entrada del sótano y en una ocasión, a mediados de los años sesenta, un invierno inusualmente abundante en nieve, Teodor los mandó al tejado, a quince metros de altura. Eran hijos de un instalador de chapas metálicas. Una cuerda atada a la cintura y una pequeña pala en la mano. Teodor en la trampilla del tejado, dirigiendo, agarrando la cuerda. Los muchachos escurriéndose en el resbaladizo tejado, empujando la nieve hacia el suelo por el ala. Ahí abajo estaba Svensson y dirigía a los peatones.
Una vez Lennart se asomó por el borde y saludó a Svensson con la mano. Él le devolvió el saludo. ¿Estaba sobrio? Quizá. Teodor estaba en la trampilla, aterrorizado a causa de la altura. Al oeste el castillo y las agujas de la catedral. Al este la iglesia de Vaksala con su torre puntiaguda, como una aguja en el cielo. En el aire más nieve. Bajo el anorak un corazón que latía con fuerza.
Cuando ellos treparon de vuelta y entraron por la trampilla al desván, Teodor rió aliviado. Bajaron a la caldera. Allí se quemaba la basura del patio en un horno inmenso y ellos se calentaban. El aire era caliente y seco, tenía un aroma ligeramente ácido, pero agradable. Un aroma que Lennart nunca más volvió a percibir.
En el trastero contiguo a la caldera había una mesa de ping-pong y, a veces, jugaban dando vueltas alrededor de la mesa. John era el más rápido. Lennart, en cambio, deseaba resolver enseguida con un mate.
A veces el portero los invitaba a un refresco. Este se tomaba una cerveza. John siempre bebía Zingo. Lennart sonrió al recordarlo. Hacía tanto tiempo. No había pensado en el cuarto de calderas desde hacía una eternidad, pero ahora reconstruía en su interior cada rincón, los olores, los montones de botellas vacías y los periódicos. Hacía tanto tiempo. Teodor, el catedrático, llevaba muerto unos cuantos años.
Lennart inclinó la cabeza como un afligido junto a una tumba. Estaba congelado, pero deseaba permanecer sumido en sus recuerdos. Una vez que hubiera vuelto a casa las mierdas de la vida lo importunarían. Entonces se tomaría un trago, tal vez más de uno.
El conductor del tractor le lanzó una mirada al pasar. A Lennart no le preocupaba lo que este pensara. Hacía mucho tiempo que había dejado de preocuparle. «Que se crea que estoy loco.»
Una vez le dieron una sorpresa a Teodor. Fue cuando cumplió años, quizá una edad redonda, uno de los padres debió de informarlos. Tenía miedo a la oscuridad y el grupo de niños podía oír su voz sonora a través de los largos y serpenteantes pasillos del sótano. Cantaba para apagar su miedo. «Siete noches solitarias te he esperado…», resonaba su voz, ampliada por los estrechos pasillos y sus muchos y oscuros rincones y pasadizos. Al doblar la esquina junto al cuarto de las bicicletas los chicos del patio comenzaron a cantar. Teodor se quedó paralizado de miedo hasta comprender la causa. Con los ojos arrasados en lágrimas escuchó el Cumpleaños feliz. Eran sus chicos, los había visto crecer, golfillos a los que reprendía y con los que jugaba al ping-pong, a los que quitaba la pelota de fútbol cuando jugaban en la hierba recién regada, balón con el que, después, hacía malabarismos en el cuarto de calderas.
Diez muchachos y un portero en un sótano. Tan lejos. La infancia de John y la suya. En aquel tiempo, antes de que se decidieran las cosas. Lennart respiró hondo. El aire frío llenó sus pulmones y tembló. ¿Estaba escrito que su hermano moriría joven? Tenía que haber sido él. Él, que había conducido borracho tantas veces, había bebido alcohol mal destilado, había vivido con tipos que vivían al límite. No John, que tenía a Berit y a Justus, sus peces y unas manos que creaban tan bellas soldaduras.