Comenzó a caminar. La nevada había remitido y se podían distinguir algunas estrellas entre las nubes. El muchacho que quitaba la nieve ahora se afanaba en el lado sur de la plaza. El tractor se había detenido y Lennart observó como el joven sacaba un termo, desenroscaba el tapón y se servía un poco de café.
Al pasar junto al tractor saludó con una inclinación de cabeza, se detuvo como si hubiera tenido una idea, se acercó y llamó con cuidado a la puerta. El muchacho del tractor abrió la ventanilla hasta la mitad.
– ¿Qué tal? -empezó Lennart-. ¿Mucho trabajo?
El muchacho asintió.
– Quizá te preguntes qué hago aquí a medianoche.
Se subió al primer escalón y de esa manera estuvo a la misma altura que el conductor. Le llegó una ráfaga de calor.
– Mi hermano murió ayer -explicó-. Estoy un poco deprimido, ¿sabes?
– Joder -dijo el joven conductor del tractor, y colocó el termo sobre el salpicadero.
– ¿Cuántos años tienes?
– Veintitrés.
Lennart no sabía cómo continuar, lo único que deseaba era hablar.
– ¿Cuántos años tenía tu hermano?
– Era mayor, pero no importa. Era mi hermano pequeño.
Miró sus zapatos empapados.
– Mi hermano pequeño -repitió con calma.
– ¿Quieres un café?
Lennart miró al muchacho un instante antes de asentir.
– Solo tengo una taza.
– Da igual.
Le puso una taza humeante en la mano. Tenía azúcar, pero no importaba. Le dio un sorbo y volvió a mirar al muchacho,
– Vengo de casa de la mujer de mi hermano. Tienen un chaval de catorce años.
– ¿Estaba enfermo?
– No, lo asesinaron.
El muchacho abrió los ojos como platos.
– En Libro, ¿sabes dónde está? Sí, claro que lo sabes. Donde el ayuntamiento descarga la nieve,
– ¿Ese era tu hermano?
Se acabó el café y devolvió la taza.
– Ha sido cojonudo beber algo caliente.
Sin embargo, tiritaba como si el frío se hubiera introducido en su interior. El muchacho puso la taza en el termo y lo metió en la bolsa que había detrás del asiento. Ese movimiento le recordó algo a Lennart y sintió un pinchazo de envidia.
– Tengo que irme a casa -dijo.
El muchacho miró hacia la plaza.
– Pronto dejará de nevar -indicó-. Hará más frío.
Lennart permaneció en el escalón dubitativo.
– Cuídate -respondió al fin-, y gracias por el café.
Caminó lentamente hacia su casa. El sabor dulce en la boca le hizo desear una cerveza. Aceleró sus pasos. A través de una ventana vio a una mujer atareada en su cocina. Al pasar ella alzo la vista y se secó la frente con el dorso de la mano. Una mirada antes de retornar a decorar el alféizar de la ventana con pequeños gnomos de cerámica.
Eran cerca de las dos cuando Lennart llegó a casa. Solo encendió la lámpara que había sobre la cocina, tomó una cerveza del banco y se sentó a la mesa.
Ahora John llevaba muerto treinta horas. Un asesino llevaba libre el mismo tiempo. Cada segundo que pasaba crecía la determinación de Lennart de matar al asesino de su hermano.
Comprobaría lo que sabía la policía, si es que le decían algo. Miró el reloj de nuevo. Debería haberse puesto a ello de inmediato. Podría hacer unas llamadas. Cada minuto que pasaba crecía en él la sensación de injusticia de que el asesino de su hermano pudiera pasear y respirar libremente.
Cogió papel y lápiz, mordisqueó un rato el lápiz y luego escribió ocho nombres con estilo enmarañado. Todos hombres de su misma edad. Todos rateros como él. Algunos drogatas, un receptador, dos camellos y destiladores caseros de alcohol, viejos conocidos de la cárcel de Norrtälje.
«La chusma», pensó al ver la lista, esos de los que se apartaban los ciudadanos de bien al encontrárselos, aparentando no verlos.
Se mantendría sobrio y en forma. Luego podría matarse a beber.
Abrió otra cerveza, pero apenas bebió un par de tragos antes de dejarla sobre la mesa y pasar al salón. Tenía un apartamento de dos habitaciones. Estaba orgulloso de ello, de haber conseguido mantener su castillo después de todos aquellos años. Claro que los vecinos se habían quejado de vez en cuando y algunas veces su contrato de alquiler había pendido de un hilo.
En la estantería había dos fotografías. Tomó una de ellas y la observó durante un buen rato. El tío Eugen, John y él un día de pesca. No se acordaba de quién había sacado la foto. John sostenía un lucio y parecía rebosante de felicidad. Él estaba cohibido; no enfadado, sino más bien serio. Eugen estaba contento, como siempre.
«Es tan cómico», decía Aina de su hermano. Mucho después, Lennart recordaría un sábado en el que su madre posó una mano en la nuca de Eugen y la otra en la de Albin. Estaban sentados a la mesa de la cocina. Eugen hablaba como de costumbre después de que ella hubiera servido los fiambres y se dirigiera a la despensa; entonces, tocó a los dos hombres que más quería. Dejó que sus manos reposaran apenas diez segundos mientras comentaba algo del discurso de su hermano.
Lennart recordó la manera en la que miró a su padre. Aparentaba buen talante, como solía tener después de una copa y una cerveza. Parecía no sentir la mano de ella; por lo menos no la notó, ni se apartó ni se mostró ruborizado.
¿Cuántos años tendría él en esa foto? Catorce, quizá. Fue entonces cuando todo cambió. Se acabaron las excursiones de pesca. Durante ese tiempo Lennart padeció una lucha interior. A veces, podía sentir paz y tranquilidad, como cuando subía al desván con John y Teodor después de acabar de quitar la nieve. O cuando acompañaba a Albin al taller de chapa, las pocas veces que pudo visitarlo. En aquel lugar la tartamudez de Albin no importaba. Incluso el cansancio del padre, que Lennart, cuando era pequeño, creía que se debía a la tartamudez, a la irritación que producían las palabras que no querían articularse, parecía esfumarse en el taller. Allí se movía de otra manera.
De repente, recordó que, a veces, el rostro de Albin se retorcía de dolor. ¿Era dolor o cansancio? ¿Fue esa la razón de que se cayera? Dijeron que estaba resbaladizo. ¿O quizá saltó de cabeza? No, sus compañeros de trabajo vieron como resbalaba, oyeron su llamada, o el grito. ¿Tartamudeó al caerse? ¿Fue un grito de tartamudo lo que resonó contra el grueso muro de ladrillo de la catedral?
El grito debió de oírlo hasta el arzobispo. Avisarían al gran jefe para que tuviera tiempo de preparar un lugar para Albin, por encima de todos los tejados y agujas a los que se había encaramado en su vida. «Ahora trabajará la chapa en el cielo -pensó Lennart-. ¿Qué podría hacer, si no? Tiene que tener las manos ocupadas. Odiaba la ociosidad. Seguro que son tejados de oro o, por lo menos, de cobre.»
De pronto echó de menos al viejo, como si la pena por John arrastrara la de Albin al mismo tiempo.
– Un ratito más -dijo en voz alta, y se enfrentó a sus sentimientos-. ¡Fuera!
Llevaba sentado en el apartamento mal iluminado una hora, dos horas, quizá tres. Velaba. Sus labios y sus mejillas estaban rígidos y le dolía la espalda. Estaba despierto y le gustaba revivir los buenos momentos con John.
Apartaba los malos. Claro que se había devanado los sesos en relación con ellos. Le habían hecho preguntas en la escuela, el psiquiatra infantil, la policía, en la cárcel, el asistente social, en la seguridad social; todos ellos le habían preguntado.
Había intentado encontrar las causas. Ahora estas convergían en un vertedero de nieve en Libro, un lugar en el que nadie había pensado.