Sabía que no había contexto que valiera. La vida se presentaba como una mezcla de coincidencias y esperanzas, que con frecuencia se frustraban. Hacía mucho tiempo que había dejado de reflexionar. Su vida estaba decidida. No deseaba reflexionar sobre si había sido él mismo quien la había elegido. Sabía que las cosas habían salido mal, mal de cojones, demasiadas veces. Ya no le echaba la culpa a nada ni a nadie. La vida era como era.
La otra vida, la ordenada, aparecía como un reflejo que brillaba apenas una décima de segundo. Claro que lo había intentado. Hubo un periodo durante los años ochenta en el que trabajó como obrero no cualificado en Bygg & Mark. Quitaba la nieve del macadán y del mantillo, preparaba tarteras y consiguió un físico como nunca antes había tenido.
Trató con gente que había conocido a Albin y descubrió otra imagen de su padre. Los viejos albañiles expresaban su admiración por el competente chapista, elogio que Lennart tomó también para sí mismo. El recuerdo colectivo de la gran habilidad de Albin parecía incluir, en parte, también al hijo.
Sí, él había tenido sus épocas. Y ahora John. Su hermano pequeño. Muerto. Asesinado.
Berit entreabrió la puerta de la habitación por tercera vez en media hora y observó el enmarañado mechón de Justus y su rostro desnudo, que aún conservaba las huellas del llanto.
Cerró la puerta, pero permaneció con la mano en el picaporte. «¿Qué pasará?», se repitió a sí misma. La sensación de irrealidad se extendió como una máscara sobre su rostro. Sentía las piernas tan pesadas como si estuvieran escayoladas y los brazos parecían dos extrañas protuberancias en un cuerpo que era el suyo pero que, sin embargo, no lo era. Se movía, hablaba y percibía su entorno con todos sus sentidos, pero alejada de sí misma.
Justus se vino abajo. Pasó horas temblando, llorando y gritando. Ella tuvo que obligarse a permanecer serena. Cuando él se calmó, fue como darle la vuelta a la tortilla, y se derrumbó en una esquina del sofá. Su joven rostro adquirió una expresión extraña.
De repente, les entró mucha hambre. Berit cocinó rápidamente unos macarrones que comieron con salchicha de Falun cruda y ketchup.
– ¿Duele morirse? -preguntó Justus.
¿Qué podía responder? Sabía por la mujer policía que John había sido maltratado, pero no quiso conocer ningún detalle. «Le dolió, Justus», se dijo a sí misma en silencio, pero intentó consolarlo diciendo que, probablemente, John no había sufrido.
Él no la creyó. ¿Por qué iba a hacerlo?
La mano en el picaporte de la puerta. Los ojos cerrados.
– Mi John -susurró.
Había sudado. Ahora tenía frío y fue al salón con pies de plomo a buscar la manta. Se quedó parada, pasiva, envuelta en la manta en medio de la habitación, incapaz de hacer nada después de que Justus se durmiera. Hasta entonces, ella había sido necesaria. Ahora los minutos pasaban y John cada vez estaba más muerto. Cada vez más lejano.
Se acercó a la ventana. El aroma de los jacintos casi la sofocó y sintió el impulso de romper el cristal para tener aire fresco.
Nevaba de nuevo. De pronto, observó un movimiento. Un hombre desapareció entre las casas al otro lado de la calle. Lo vio solo un segundo, pero Berit estaba convencida de haber visto antes esa figura. Ropa verde oscuro, una especie de gorra, eso era todo. Miró fijamente la fachada por donde había desaparecido, pero ahora solo se veía el rastro en la nieve. Se le ocurrió que se trataba del mismo hombre que había visto la noche anterior mientras esperaba a John. Entonces creyó que se trataba del hermano de Harry, que le echaba una mano quitando nieve, pero ahora se sintió insegura. ¿Era John quien se aparecía? ¿Deseaba decirle algo?
Ola Haver llegó a casa justo antes de las nueve.
– He visto las noticias -fue lo primero que dijo Rebecka.
Ella le lanzó una mirada por encima del hombro. Haver colgó el abrigo y sintió que el cansancio se apoderaba de él. En la cocina proseguía el incansable picar. El cuchillo iba al encuentro de la tabla de cortar.
Entró en la cocina. Rebecka le daba la espalda y él se sintió atraído hacia ella como si fuera una limadura de hierro y ella un imán.
– Hola -saludó él, y enterró su rostro en el cabello de su mujer.
Sintió su sonrisa. El cuchillo mantenía su ritmo sobre la tabla de cortar.
– ¿Sabías que en España las mujeres dedican cuatro horas al día a las tareas domésticas mientras que los hombres solo lo hacen cuarenta y cinco minutos?
– ¿Has hablado con Monica?
– No, lo he leído en el periódico. He tenido tiempo de hacerlo entre la aspiradora, dar de mamar y lavar la ropa -dijo ella riendo.
– ¿Quieres que haga algo? -preguntó él, y pasó sus brazos alrededor del cuerpo de ella, tomó sus manos y la obligó a dejar de picar.
– Es de un estudio que se ha hecho en distintos países europeos -dijo ella, y se liberó de su abrazo.
– ¿Cómo ha quedado Suecia?
– Mejor -respondió concisa.
Comprendió que ella quería que él la dejara en paz para así poder acabar la ensalada de arenque o lo que fuera que preparaba, pero le costaba separase de su cuerpo. Deseaba apretarse contra su espalda y sus nalgas.
– ¿Ha sido horrible?
– Como siempre. En otras palabras, una mierda, pero Bea se ha ocupado de lo peor.
– ¿Hablar con la familia?
– ¿Y tú? ¿Cómo se han portado los niños?
– ¿Estaba casado?
– Sí -dijo Haver.
– ¿Hijos?
– Un chico de catorce años.
Rebecka vertió las verduras bien troceadas en la sartén, pasó el cuchillo por la tabla para raspar los últimos restos. Él miró el cuchillo en la mano de ella. La piedra del anillo, que había comprado en Londres, relucía rojo rubí.
– Voy a hacer algo nuevo -indicó ella, y él comprendió que se trataba de la comida.
Haver se fue a la ducha.
8
A las cuatro menos veinte de la mañana Justus Jonsson se levantó de la cama. Se despertó de una sacudida y le apremió una única idea. La voz de su padre le había despertado: «Chaval, ya sabes lo que tienes que hacer».
Mira que no haberlo pensado antes. Se levantó con sigilo, abrió con cuidado la puerta y vio que había luz en el vestíbulo. El apartamento estaba en calma. La puerta del dormitorio de sus padres estaba entornada. Echó una ojeada y, para su sorpresa, comprobó que la cama estaba vacía. Quedó confundido durante unos segundos. ¿Se habría marchado? Pero vio que faltaba la manta de Berit y entonces comprendió.
La encontró en el sofá. Se acercó tanto que pudo oír su respiración, y luego, más tranquilo, regresó a su habitación. La puerta del armario chirrió ligeramente al abrirla. Moviéndose con mucha cautela fue a buscar una silla para alcanzar la repisa superior, al fondo de todo.
Ahí estaban las cajas de John, material del acuario, repuestos para las bombas, filtros, una lata con piedras, bolsas de plástico y demás. Detrás de todo esto Justus encontró lo que buscaba y sacó la caja con cuidado. La madre tosió y Justus se quedó paralizado. Esperó medio minuto antes de atreverse a bajar, colocar la caja encima de la cama, llevar la silla a su sitio y cerrar la puerta con mucho cuidado.
La caja pesaba más de lo que había imaginado. Se la puso debajo del brazo, echó un vistazo al pasillo y escuchó. Sudaba. El suelo estaba frío. El reloj del salón marcó las cuatro.
Justus había salvado a su padre. Tuvo esa sensación. Le embargó una gran calidez. «Es nuestro secreto -pensó-, nadie sabrá nada, te lo prometo.»
Se acurrucó bajo el edredón, enroscó sus manos sobre las piernas flexionadas. Rogó que John pudiera verlo, oírlo, tocarlo. Una última vez. Lo hubiera dado todo por que su padre pudiera alargar la mano.