– ¡Alguien ha estrangulado a Ansgar! -exclamó una mujer indignada.
Modig no soportaba a la gente que jadeaba, o que respiraba emitiendo ruidos, al teléfono. Le molestaba.
– Tranquila -contestó.
– ¡Está muerto!
– ¿Quién?
– ¡Ya se lo he dicho, Ansgar!
– ¿Cómo se llama?
– Gunilla Karlsson.
La mujer ya no respiraba con tanta vehemencia.
– ¿Dónde vive?
La mujer consiguió con cierto esfuerzo notificar su dirección y Modig escribió los datos con un estilo enmarañado.
– Cuénteme qué ha pasado.
– He salido al porche y lo he visto colgado de la barandilla.
– ¿A Ansgar?
– En efecto. He visto inmediatamente que estaba muerto. Y no es mío. Oh, Dios mío, ¿cómo podré explicárselo? Malin se pondrá tristísima.
– ¿Quién es Ansgar?
– Es el conejo del vecino.
Modig no pudo menos que reír. Le hizo una seña a Tunander, que acababa de entrar, escribió «Conejo muerto» en el cuaderno y se lo alargó al compañero.
– ¿Y lo ha encontrado en su porche?
– Yo lo cuidaba. Los vecinos están de viaje y yo me ocupaba de él. Le daba de comer y de beber por las mañanas.
– ¿Alguien lo ha colgado de la barandilla o ha quedado atrapado?
– Tiene una cuerda alrededor del cuello. Lo han asesinado.
«¿Se puede asesinar a un conejo?», pensó Modig. Escribió «Asesinado» en el cuaderno.
– ¿Cuándo lo vio por última vez?
Tunander abandonó entre risas la habitación.
– Ayer noche, cuando le di de comer. Oh, Dios mío -repitió la mujer, y Modig comprendió que pensaba en Malin.
– ¿Tiene alguna idea de quién podría desear estrangular al conejo? -preguntó, y de pronto le embargó un gran cansancio.
La mujer relató de manera meticulosa la rutina con el conejo. Modig miraba fijamente al vacío. Fuera, en la parte del edificio a la que llamaban «El mar», se oían las voces de los compañeros.
– Veré lo que podemos hacer -repuso Modig con amabilidad.
– ¿Van a pasar por aquí? Tengo que ir a trabajar. ¿Dejo a Ansgar colgando?
El policía reflexionó un instante.
– Déjelo colgando -dijo después.
Tunander regresó con una taza de café en la mano.
– ¿Cómo puede alguien llamar Ansgar a un conejo? -se preguntó Modig al colgar.
– ¿De qué raza era? -inquirió Tunander.
– ¿Raza?
– Hay una gran cantidad de clases de conejos, ¿no lo sabías?
Se sentó.
– ¿Qué te ha pasado?
– Únicamente daños en la carrocería -contó Tunander, y se puso inmediatamente serio-. Una tía ha chocado con el lateral.
Haver meneó la cabeza.
Modig se puso en pie.
– ¿Y qué tal por aquí?
– Tranquilo. Una serie de llamadas relacionadas con el asesinato de Johny.
– ¿Algo sustancioso?
– Quizá, no lo sé -respondió Modig distraído. Estaba realmente cansado. México aparecía como lo único positivo.
– Era blanco -dijo.
– ¿Quién?
– Ansgar -indicó Modig, y se levantó de la silla.
Modig abandonó el edificio para no regresar en casi catorce días. Al mismo tiempo, en la sala de reuniones comenzó la sesión del caso John Jonsson. Se había dado cita el grupo habitual de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violencia; Morenius, de la Unidad Central de Inteligencia Criminal; el fiscal instructor; Ryde, de la policía científica; Julie y Aronsson, de Seguridad Ciudadana, y Rask, que se encargaba de la relación con la prensa. Una veintena de personas en total.
Ottosson presidía. Se había convertido en todo un experto. Haver lo observó desde una esquina, sentado a la izquierda del comisario jefe. Ocupaba el lugar habitual de Lindell. Ottosson presintió los pensamientos de Haver, pues en ese mismo instante posó su mano sobre la de él, miró al colega y luego sonrió, de la misma manera que solía hacer cuando Ann Lindell se sentaba ahí.
El contacto duró un segundo, pero la cálida sonrisa y la señal que Ottosson le lanzó con la cabeza colmaron a Haver de alegría. Miró a su alrededor para comprobar si alguien había registrado el gesto de corporativismo, o quizá de compañerismo, que había recibido. Berglund, que estaba sentado frente a Haver, esbozó una sonrisa.
Haver se encontraba más tenso de lo normal. Solía sentirse deprimido cuando se reunían tantas personas alrededor de la mesa. La violencia y otras desgracias por el estilo eran las únicas causas de esa aglomeración de policías. Haver no estaba cansado de su trabajo, pero se daba cuenta, como todos los demás en el edificio, de que una investigación de asesinato quitaba recursos al resto de casos. Algunos criminales continuarían en libertad por estar ellos reunidos ahí. Era así de sencillo. La violencia engendra violencia, se decía, y era literalmente cierto. Quizá alguna que otra investigación sobre violencia de género o sobre alguna pelea en la ciudad quedaría sin resolver y eso, a su vez, animaba a los gamberros a continuar con sus desmanes.
El jefe de policía solía hablar de enviar «las señales correctas». Una investigación de asesinato era una muestra del aumento de la criminalidad. A Haver no le costaba comprenderlo, pero aquella mañana la idea le alcanzó con una fuerza excepcional; quizá se debía a que Sammy Nilsson se había quejado poco antes de entrar en la sala de reuniones. Participaba en un nuevo proyecto sobre violencia callejera puesto en marcha a raíz de una serie de «incidentes», como dijo el jefe de policía: tres casos de maltrato en los que habían estado involucradas diferentes pandillas de jóvenes la última la noche de Santa Lucía.
Ahora Sammy tendría que abandonar ese trabajo para participar en la investigación de Johny. Haver vio en el rostro del compañero la desilusión marcada y lo comprendió a la perfección. Sammy era el experto en adolescentes, quizá el mejor de la unidad. Junto con Estupefacientes había hecho grandes esfuerzos por disolver las pandillas, por razonar con los jóvenes que deambulaban como animales salvajes por la ciudad y los suburbios. Esas fueron las palabras exactas de Sammy: «Son como una manada de animales salvajes expulsados de sus pastos». No explicó dónde se encontraban esos «pastos». Tampoco quién o quiénes eran los expulsados. Haver opinaba que más bien eran las bandas las que expulsaban de las calles al resto de los habitantes pacíficos de Uppsala.
Ottosson pidió silencio y casi de inmediato reinó la calma alrededor de la mesa. El jefe de la unidad esperó unos segundos, toda la sala respiraba tranquilidad. Era como si desearan dedicar a Johny un minuto de silencio. Sabían que Ottosson había conocido a la víctima durante toda su vida adulta. Quizá era el motivo por el que todos, en una especie de acuerdo tácito, detuvieron su papeleo y sus conversaciones. Algunos miraron a Ottosson, otros bajaron la mirada.
– Johny ha muerto -comenzó Ottosson-. Seguro que habrá gente a la que esto no le parezca algo relevante.
Guardó silencio y Haver, mirando de reojo a su jefe, se percató de su incertidumbre sobre cómo debería proseguir, o quizá se sorprendía por cómo influirían sus palabras en los policías reunidos. Ottosson siempre se preocupaba por que el «ambiente» fuera distendido y Haver presentía que evitaba decir cualquier cosa que pudiera estropear esa atmósfera.
– Pero Johny -prosiguió Ottosson con voz potente- fue un chaval al que las cosas le fueron jodidamente mal. Muchos de vosotros conocéis a Lennart, su hermano mayor, y quizá ahí encontréis parte de la explicación. Yo tuve el honor de conocer a los padres de Johny, Albin y Aina; eran gente decente.
«¿Cómo va a poder llevar esto a buen puerto?», pensó Haver mientras sentía una repugnancia casi física. «Gente decente» era una valoración honorífica que Ottosson utilizaba de vez en cuando, una buena nota que no solo abarcaba una vida dentro de la ley.