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Haver miró a Bea, que había visitado a la madre de John, para ver su reacción, pero esta estaba sentada con la cabeza inclinada sobre la mesa.

– Sé que intentaron encauzar a sus chicos, pero me temo que no lo lograron. Sabemos muy poco sobre qué es lo que determina a una persona -reflexionó.

Bea alzó la cabeza ante aquel arranque de especulación filosófica. Ottosson miró a su alrededor algo avergonzado, temía haber metido la pata con sus elucubraciones y abandonó el tema, para tranquilidad de Haver.

– Ola -dijo con un tono de voz diferente y más nítido-, cuéntanos qué ha pasado.

Haver comenzó transmitiendo un saludo de parte de Ann Lindell. Comprendió inmediatamente que había sido un error. Intentó reparar el daño relatando los pormenores del asesinato de Johny. Estableció los fundamentos, más tarde pasaría la palabra a sus colegas para que informaran del resto, que los técnicos colaboraran con lo suyo, notificaran lo esencial de los interrogatorios mantenidos. ¿Qué resultado había dado la investigación externa? ¿Qué habían sacado en limpio de las llamadas puerta a puerta? ¿Cuál era el resultado de la autopsia?

Haver repasó sistemáticamente los puntos de la lista que había anotado en su cuaderno por la mañana. Nadie lo interrumpió durante su exposición y al acabar reinó un extraño silencio entre los policías presentes.

«Habré olvidado algo», pensó Haver, y consultó su cuaderno.

– Perfecto -dijo Ottosson, y sonrió.

– ¡Ryde!

El técnico de la científica detalló sus descubrimientos con voz cansina. El vertedero de Libro era un lugar rico en hallazgos, aunque la larga lista sobre objetos encontrados, por supuesto, incluía algunos que nada tenían que ver con el asesinato.

Entre las cosas que se llevaban al vertedero había, además de nieve, gran cantidad de basura de las calles de la ciudad. Se trataba, entre otras muchas cosas, de paquetes de cigarrillos, juguetes, neumáticos, conos de carretera, el cartel de una pastelería, dos pelotas de plástico, un gatito muerto, tres raspadores de hielo. El hallazgo más sorprendente fue un pájaro disecado, según Hugosson, uno de los policías de la científica que avistaba aves; se trataba de una gaviota argéntea.

Encontraron dos objetos muy interesantes: un trozo de cuerda de nailon verde de ocho milímetros de grosor y un guante de trabajo con restos de sangre. Aún no tenían la analítica. Podía ser de John, Pero también podía proceder de alguno de los muchos camiones que frecuentaban el vertedero. Ryde especulaba con que un conductor se había lastimado, había manchado de sangre el guante y lo había tirado o se le había caído. Era un guante de invierno, forrado, de la marca Windsor Elite.

Sin embargo, el trozo de cuerda de apenas cincuenta centímetros de largo se podía relacionar directamente con Johny. El dibujo de la cuerda coincidía con las marcas en sus muñecas y además, lo cual era determinante, unos cuantos pelos de John se habían adherido a la fibra de la cuerda. La cuerda, que seguramente se podía comprar en gasolineras o grandes almacenes, había sido hallada a tres metros del cuerpo.

Se habían encontrado varias huellas de coches. La gran mayoría de vehículos pesados de anchas ruedas. Camiones, fue la conjetura no especialmente cualificada de Ryde. También las marcas de una máquina pesada, quizá del CAT que el ayuntamiento había alquilado para apelmazar la nieve.

Más interesantes eran las huellas de un coche halladas junto a John. El dibujo de la rueda no era del todo claro -la incesante nevada lo había cubierto en parte-, pero, a causa del brusco enfriamiento de la temperatura durante la noche del crimen, un fragmento de la huella se había congelado y los técnicos habían podido reconstruir su dibujo y su ancho.

Ryde esparció una serie de fotos fotocopiadas sobre la mesa.

– Doscientos veinte milímetros de ancho, neumático radial, claveteado, tal vez de una furgoneta o de un jeep. En definitiva, no corresponde con un viejo y oxidado Ascona -expuso con sequedad.

– ¿No podría tratarse de uno de los coches del ayuntamiento? -preguntó Fredriksson, y palpó una de las copias en blanco y negro con la punta de los dedos como si así pudiera apreciar el dibujo de la rueda.

– Por supuesto que sí -afirmó el técnico-. Solo expongo lo que hemos encontrado, luego vosotros sacaréis las conclusiones.

– Perfecto -contestó Ottosson.

La reunión prosiguió con la exposición de Riis sobre los resultados de la investigación de la situación económica de la familia Jonsson. La mayor parte eran conclusiones preliminares -aún no se habían recopilado todos los datos-, pero Riis tenía la película clara: una familia de bajos ingresos que no se podía permitir excesos.

Como era de esperar, el paro de John había afectado a su economía. Se había constatado un incremento de compras a plazos y había tres avisos de impagos durante los últimos dos años.

No percibían ayuda para el pago del alquiler. El precio de su apartamento era «razonable», según Riis. No se había registrado ninguna queja de la compañía municipal de alquiler. Tampoco había quejas de los vecinos.

Tenían una sola tarjeta de crédito, una tarjeta de IKEA de la que se habían utilizado cerca de siete mil coronas. Ni John ni Berit contaban con un fondo de pensiones, tampoco acciones u otra clase de valores. John tenía una cuenta en el Föreningssparbanken, donde le ingresaban su desempleo. A Berit le pagaban su sueldo en su cuenta personal del Nordbanken. Ella ganaba una media de doce mil coronas brutas al mes.

John tenía un seguro de vida. Estaba unido al seguro del sindicato a través de FORA y seguramente no daría ninguna suma exorbitante, suponía Riis, que finalizó su exposición con un suspiro.

– En otras palabras, no se veían excesos y menos aún en los últimos años -resumió Haver.

– Pero hay una cosa más -dijo Riis-. En octubre le ingresaron a John diez mil coronas en su cuenta. Fue un pago realizado a través de Internet desde una cuenta que aún no he podido localizar. Lo haré esta mañana.

Riis comunicó esto en un tono anormalmente defensivo para él, como si esperase una crítica por no tener todos los detalles sobre la mesa.

Haver reflexionó sobre el dato. Era, sin duda, la información más interesante que tenían hasta el momento.

– Diez mil pavos -manifestó, y pareció que sopesara lo que haría con diez mil coronas-. Solo podemos especular sobre de qué clase de dinero se trata, pero, sin duda, suena a algo turbio.

Fredriksson tosió.

– Sí -coincidió Haver, que lo conocía bien.

– Sabemos qué hizo John ayer por la tarde -dijo Fredriksson con modestia-. Estuvo en el Systembolaget y compró alcohol; luego visitó a un amigo, Mikael Andersson, que vive en la calle Väderkvarnsgatan. Llamó ayer por la noche y estará aquí dentro de media hora.

– ¿Cuando pasó John por allí?

– Llego a las cinco y se quedó media hora, quizá tres cuartos.

Fredriksson relató los datos de Mikael Andersson.

– Vale -dijo Haver-, ahora tendremos que seguir el rastro. Mikael Andersson vive en la calle Väderkvarnsgatan, a un par de manzanas de la plaza. ¿Cómo volvió a casa?

– En autobús -explicó Bea-. Uno no va caminando hasta Gränby con dos bolsas del Systembolaget llenas. Yo no lo haría.

– Seguro que tomó el 3 que sale de la calle Vaksalagatan -aseveró Lundin, cuya participación en las reuniones matinales era cada vez más esporádica. Haver sospechaba que el bloqueo le venía de su creciente miedo a los microbios y su manía por la limpieza.

– Tenemos que hablar con el conductor del autobús -indicó Haver.

– Quizá podríamos poner a alguien en la parada a la hora en que pensamos que John tomó el autobús y enseñar una foto y…

– Buena idea -dijo Haver-, hay mucha gente que siempre toma el autobús a la misma hora. ¿Lundin?

Lundin levantó la mirada sorprendido.