– Esa hora me viene un poco mal -repuso.
– Yo me ocupo de ello -dijo Berglund, y lanzó a Haver una penetrante mirada. Detestaba ver la expresión atormentada y turbada de Lundin.
– El hermano, ¿no deberíamos concentrarnos en él? -propuso Sammy, que hasta entonces había guardado silencio. Se había sentado al otro extremo de la mesa, de forma que Haver ni siquiera se había fijado en él.
Ottosson tamborileaba sobre la mesa.
– Es un mal bicho -dijo-. Un auténtico mal bicho.
En el mundo de Ottosson había «gente decente» y «malos bichos». La definición había perdido algo de fuerza, pues había demasiados malos bichos pululando por la ciudad. Muchos de ellos formando bancos, como Sammy señalaba una y otra vez en su trabajo con la violencia callejera.
Beatrice pensó en el hobby de John y se imaginó a su hermano, Lennart, nadando en el acuario como un «auténtico mal bicho».
– Ann y yo fuimos los últimos en ficharlo -señaló Sammy-. No me importaría pescar a esa barracuda.
«Ya vale de lenguaje figurado», pensó Haver.
– Lo interrogaremos. Me parece bien que seas tú quien tenga la primera charla con él -dijo, y cabeceó hacia Sammy Nilsson.
La reunión se disolvió después de un cuarto de hora más de especulaciones y planes. Liselotte Rask se entretuvo con Ottosson y Haver, para discutir entre ellos qué información se proporcionaría a la prensa.
Sammy Nilsson pensó en Lennart Jonsson, intentó recordar cómo Ann Lindell y él lo habían tratado. Fue más bien Ann la que consiguió cierto contacto con el hermano de Johny. Lennart Jonsson era un profesional. No se dejaba amedrentar ni provocar a hablar más de la cuenta. Solo soltaba la información necesaria, era comprensivo cuando le beneficiaba y cerrado como una ostra si le convenía.
Sammy recordó que tuvo sentimientos encontrados ante el notorio criminal. Sintió impotencia, ira y cansancio al verse obligado a constatar que Lennart Jonsson, seguramente, era culpable de lo que se le imputaba, pero que no conseguirían sacar pruebas suficientes para que pudiera ser acusado. A Sammy le embargó la impotencia, pues sabía que de tener más tiempo hubieran quebrantado su defensa. De haberlo conseguido, Lennart habría colaborado. Sabía cuándo no tenía sentido resistir.
Ahí residía la profesionalidad, saber cuándo se había perdido la partida, y era el momento de ponerse de acuerdo con los investigadores. Si uno se salvaba estaba bien, si fracasaba mala suerte, no había más historias.
Sammy decidió ir a casa de Lennart de inmediato. Sopesó llamar a Lindell y consultarlo con ella, pero desechó rápidamente la idea. Estaba de baja por maternidad.
Se sentía contento de salir del edificio. Las últimas peleas en la ciudad habían implicado pasarse mucho tiempo sentado en el despacho, imprimir interrogatorios y conversaciones telefónicas con toda clase de autoridades y directores de escuelas. La existencia de criminales adolescentes era una de las cosas más deprimentes que Sammy conocía. Excepto por eso, le gustaban los adolescentes. Un par de tardes a la semana trabajaba como entrenador de fútbol de un grupo de chavales nacidos en los noventa. Sabía lo agradables que podían ser a pesar de sus gritos y su desorden.
Solía pensar en sus chavales futbolistas cuando se enfrentaba a los golfos de la ciudad; muchos de ellos eran apenas un par de años mayores que sus chicos. Dos mundos diferentes.
En el equipo estaban los niños bien educados, reclutados en una zona de viviendas de gente adinerada en una localidad a unos cuarenta kilómetros de la ciudad. Adolescentes motivados por sus padres, que los llevaban en coche a los entrenamientos y a los partidos, y formaban parte de un contexto en el que los padres se conocían, eran activos en la misma comunidad de vecinos y participaban en las reuniones de padres de la escuela.
Los chavales que Sammy encontraba en su trabajo eran de otro calibre. Venían de las grandes barriadas de las afueras de la ciudad, barrios en los cuales muchos habitantes de Uppsala ni siquiera habían puesto los pies. Solo existían como titulares en los periódicos.
Algunos de estos muchachos se dedicaban al deporte. Sammy se había encontrado a un par de ellos en la sección de boxeo del UIF, prometedores talentos llegados de la calle y que ahora sacudían la pera de boxeo.
Solía pensar y decir: «Si tuviéramos tiempo, también podríamos arreglarlo con esos chavales». Era una cuestión de falta de tiempo y de recursos. Sammy Nilsson no se había vuelto un cínico en su trabajo, algo que él creía que les había pasado a muchos de sus colegas. Todavía defendía a los pandilleros, la posibilidad de tener una vida sin crimen ni drogas, pero era un apoyo por el que pagaba un alto precio y se preguntaba durante cuánto tiempo él tendría suficientes fuerzas. Este último año le resultaba cada vez más difícil aferrarse a su actitud, en el fondo positiva.
También resultaba más difícil conversar con los colegas. Escuchaba cada vez con más frecuencia únicamente algunos comentarios cansinos, como si sus compañeros pensaran que el discurso de Sammy sobre la importancia de buenos vecindarios y escuelas era tedioso. «Es obvio, está escrito en todas partes -parecían decir-, pero ¿quién tiene tiempo de pasear en bicicleta por Stenhagen y Gottsunda haciendo de policía bueno y amigo?»
Hablaba con los directores de escuela, asistentes sociales, maestros de preescolar, y estos respiraban la misma resignación. Leía a diario en el periódico sobre los recortes en sanidad, educación, servicios.
Sammy Nilsson y sus amigos tenían que barrer los restos.
Lennart Jonsson se despertó porque golpeaban la puerta. Hacía seis meses que el timbre había dejado de funcionar. Sabía de qué se trataba. En realidad, le sorprendía que la policía hubiera tardado tanto en aparecer.
Abrió la puerta, pero desapareció de inmediato dentro del apartamento.
– Voy a mear -gritó.
Sammy Nilsson entró. Olía a cerrado. Se quedó en el recibidor. Sonó la cadena del inodoro. Junto al espejo había tres estampas enmarcadas de Carl Larsson. Sammy intuyó que Lennart no las había colocado allí. Dos chaquetas colgaban de sendas perchas bajo la repisa de los sombreros.
El vestíbulo, austeramente amueblado, se parecía al consultorio del dentista de Sammy, situado en un apartamento reformado de una casa de los años cincuenta en el centro, excepto por las bolsas con latas vacías que despedían un ligero olor a cerveza rancia.
Lennart salió del cuarto de baño, vestía jeans y una camiseta torpemente remetida. Andaba descalzo y su pelo negro estaba erizado. Sus miradas se encontraron. Durante un instante Sammy sintió que visitaba a un viejo amigo y le pareció que Lennart pensó lo mismo.
– Siento lo de tu hermano.
Lennart asintió con la cabeza. Bajó la mirada y cuando la volvió a levantar su expresión había cambiado.
– ¿Nos podemos sentar?
Lennart asintió de nuevo, hizo un gesto con la mano y dejó que Sammy entrara primero en la cocina.
– ¿Tú qué piensas? -inició Sammy.
Lennart resopló. Apartó una cerveza que había sobre la mesa.
– Tú eras quien mejor lo conocía. ¿Quién deseaba ver muerto a Johny?
– No lo sé -dijo Lennart-. ¿Qué sabéis vosotros?
– Intentamos aclarar la vida de John, sus últimos meses, esta semana, anteayer. Bueno, ya sabes. Encajar las piezas del puzzle.
– Lo he estado pensado -explicó Lennart-, pero no se me ocurre nadie que deseara matar a mi hermano. Estaba limpio. Llevaba así años.
Le lanzó una mirada a Sammy como para decir: «¡No hables mierda de mi hermano!».
Sammy Nilsson desgranó las típicas preguntas. Lennart respondía lacónico. Una vez se interrumpió, fue hasta la encimera y cogió un plátano, se lo tragó en un par de segundos. A continuación le ofreció uno a Sammy, que lo aceptó pero no lo peló.