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– John frecuentaba mucho a Micke Andersson -dijo Lennart-, ¿Habéis hablado con él?

– Sí -respondió Sammy, pero no le comentó que Micke había llamado a la policía la noche anterior.

– No somos tantos -dijo Lennart, y Sammy supuso que se refería al limitado círculo de amistades de John.

Fue a buscar otro plátano y se lo comió igual de rápido.

– ¿Haces dieta de plátanos? -preguntó Sammy.

Lennart negó con la cabeza. Parecía meditar. Sammy interrumpió sus preguntas.

– Con la vida que llevo, la familia es muy importante. Todos los demás te pueden delatar, traicionar, pero un hermano no, John no. Siempre nos hemos echado una mano.

– ¿En lo bueno y en lo malo?

Lennart resopló.

– Eso vosotros no lo entenderéis jamás -dijo Lennart-. ¿Por qué tendría que confiar en los demás?

«Claro, ¿por qué deberías?», pensó Sammy.

– A veces uno tiene que hacerlo -afirmó.

Lennart esbozó una sonrisa recelosa.

– ¿Quiénes somos esos «vosotros» que no entenderíamos?

– Todo el puto mundo -resumió Lennart.

El policía lo miró. No quería oír más. Sabía lo que vendría. Los niños abandonados de la sociedad.

– Cuando jugaba al ping-pong en la escuela y le gané al profe, me lanzó su raqueta. Había hecho un saque malísimo y cuando me agaché para recoger la pelota me lanzó la raqueta con todas sus fuerzas. Me dio detrás de la oreja. ¿Quieres ver la cicatriz?

Sammy negó con la cabeza.

– Yo iba a una clase de refuerzo y el ping-pong era lo único que se me daba bien. Jugábamos dos o tres horas al día.

– Volvamos a John -dijo-. ¿Cómo le iba en casa?

– ¿Qué?

– Me refiero a Berit.

– Berit es buena gente.

– No lo dudo, pero ¿tenían problemas entre ellos?

– ¿Quién ha dicho eso?

– Nadie.

– Pues entonces -dijo Lennart.

Sammy comprendió que Lennart Jonsson intentaba armarse de apatía y arrogancia. Sammy Nilsson sabía que sin estas se derrumbaría, pero al mismo tiempo le irritaba su actitud indolente.

– Estoy intentando resolver el asesinato de tu hermano -comentó.

– Vaya.

*****

Sammy abandonó el apartamento, bajó las escaleras a grandes zancadas, le dio una patada a una lata vacía que encontró fuera del portal de forma que salió volando hasta un arriate, donde, desde hacía tiempo, se acumulaban grandes cantidades de papel tirado.

Llamó a Ottosson desde el coche para saber si había algo nuevo, pero el comisario no tenía mucho que contar. Sixten Wende había comenzado a investigar los movimientos en el vertedero de Libro. Ahora tenían una lista preliminar de los conductores que solían verter la nieve allí. La lista seguramente era larga. Wende se encargaba de telefonearlos a todos.

Además, Lundin había estudiado el dibujo de la rueda que la policía científica había encontrado en Libro. Hasta el momento nada confirmaba que fuera un coche del ayuntamiento el que había dejado la marca en la nieve. Andreas Lundemark, responsable del ayuntamiento y el único que tenía que ir por ahí, conducía un Volvo con un dibujo en las ruedas completamente diferente.

– Pero podría ser de cualquiera -dijo Ottosson-, alguien que ha ido a pasear al perro o tener un encuentro amoroso.

Sammy oyó como interrumpían a Ottosson.

– Te llamo más tarde -cortó apresurado-. Tengo que comprobar una par de cosas.

10

Haver se encontraba de pie junto al coche. Resolvió no pensar en todos los interrogatorios y controles que había que hacer, sino concentrarse en una tarea a la vez. Ya lo había experimentado antes; la sensación de que la infinidad de tareas ocultaba lo más evidente.

«Hazlo sistemáticamente», pensó, pero en ese mismo instante se sintió inseguro del orden en que debía continuar.

El Taller Mecánico Sagander estaba situado en una hilera de edificios, encajado entre una empresa de neumáticos y otra que se dedicaba al montaje de puertas de aluminio. Era de esa clase de construcciones en las que uno no se fija a no ser que trabaje en la zona.

Una valla de dos metros de altura, un patio con un par de contenedores, algunos palés con cajones que contenían chatarra y un remolque con tubos desguazados. Un par de bañeras se apoyaban contra la pared.

Haver constató que había tres coches delante del edificio: un Mazda, un viejo y oxidado Golf y un Volvo relativamente nuevo. Al entrar en el patio, el cielo encapotado se abrió y surgió un sol inesperado. Haver alzó la mirada. Una grúa de un patio vecino giró y levantó su carga. Se quedó parado un momento y observó a los hombres sobre la bóveda. Uno de ellos hizo una señal con el brazo al operario de la grúa, que se vislumbraba en una pequeña cabina a una decena de metros del suelo. La grúa giró su brazo unos metros. El hombre hizo una nueva señal y le gritó algo a su compañero de trabajo, quien se rió y gritó algo a su vez.

El padre de Haver había sido obrero de la construcción y en su infancia, algunas veces, Haver lo había acompañado al trabajo, por lo general a pequeñas obras, pero a veces a grandes zonas de viviendas con gran aglomeración de gente, material, máquinas y sonidos.

Permaneció observando con nostalgia el trabajo de albañiles y carpinteros, no sin notar una comezón de envidia. Ante todo sintió una calidez interior, debido al sol, pero también por el movimiento de los hombres y la interacción entre ellos. Hasta sus ropas de trabajo, chaquetas forradas de colores chillones, le hicieron esbozar una sonrisa boba.

Uno de los hombres de la bóveda lo vio. Haver levantó la mano. El hombre contestó con el mismo gesto y siguió trabajando.

Un sonido estridente procedente del interior del taller rompió el hechizo. Tornó a la realidad: el negro asfalto que se entreveía bajo la nieve sucia, contaminada de chatarra y virutas, herrumbre y trozos volantes de cartón ondulado, y la deprimente fachada de chapa del Taller Mecánico Sagander con las ventanas completamente cubiertas de polvo.

Suspiró sonoramente y evitó los lugares del patio con más fango. La puerta de acero estaba abierta. Haver entró y le recibió el ruido de la chapa y las chispas y el humo de soldar. Un hombre mayor pulía un amplio cilindro de acero inoxidable con el escariador de ángulo. Dio medio paso atrás, se quitó las gafas protectoras y observó su trabajo.

Debía de haber visto a Haver con el rabillo del ojo, pero no le prestó atención. Un hombre algo más joven, que también vestía un mono azul, levantó la vista de su soldadura. El hombre del escariador continuó su tarea. Haver permaneció parado a tres o cuatro metros de él y esperó, miró a su alrededor e intentó imaginarse a Johny en su trabajo.

Entonces vio una tercera figura al fondo del taller, en la parte oscura. El hombre lanzó un tubo sobre el banco de trabajo, sacó un metro y midió el largo del tubo con cierto descuido, negó con la cabeza y lo tiró a un lado. Tenía cerca de cincuenta años y una melena corta recogida en una coleta. Levantó la vista, midió a Haver con la mirada y desapareció detrás de una estantería de tubos.

En una garita situada junto a una de las paredes largas se sentaba un hombre mayor inclinado sobre unos archivadores. Haver supuso que se trataba del mismísimo Sagander. Se dirigió hacia la garita, al pasar le hizo una señal con la cabeza al pulidor, le lanzó una mirada al joven soldador y llamó a la puerta de cristal.

El hombre, que no vestía ropa de trabajo, se subió las gafas a la frente y asintió con la cabeza, como para indicar que podía pasar. Haver entró. Olía a sudor ahí dentro. Se presentó e hizo un amago de sacar su documentación, pero el hombre movió las manos deteniéndolo.

– Suponía que vendrían -le dijo con una áspera voz de whisky.

Apoyó la mano en el borde de la mesa y empujó la silla.