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– Hemos leído lo de Johny. Siéntese.

Rondaba los sesenta, relativamente bajo, quizá un metro setenta y cinco, pelo cano y piel rubicunda. Tenía los ojos separados y una gran nariz. Haver pensaba que los narigudos parecían personas resueltas, y en el caso de Sagander lo remarcaba su manera de hablar y mirar a las visitas.

Parecía ser una persona que quería resultados, y rápidamente.

– John trabajó aquí -empezó Haver-. Tiene que ser jodido leerlo en el periódico.

– No tan jodido como tuvo que ser para John -respondió el hombre.

– ¿Es usted el jefe?

El hombre asintió con la cabeza.

– Agne Sagander -se apresuró a contestar.

– ¿Cuánto tiempo trabajó John aquí?

– Bueno, casi toda su corta vida. Llegó siendo un chaval.

– ¿Por qué lo dejó?

– Sencillamente, había poco trabajo.

Haver intuyó un toque de irritación en el dueño del taller, como si Haver no fuera lo bastante rápido.

– ¿Era bueno?

– Mucho.

– ¿Y, sin embargo, tuvo que dejarlo?

– Como he dicho, uno no puede hacer nada contra la coyuntura.

– Parece que hay bastante trabajo -dijo Haver. -Ahora sí, antes no.

Haver estaba sentado en silencio. El hombre permaneció a la espera, pero después de unos segundos acercó la silla a la mesa y abrió de nuevo el archivador cerrado. Haver decidió ir al grano.

– ¿Quién asesinó a Johny?

Sagander dejó inmóvil su descomunal mano sobre el archivador.

– ¿Cómo cono voy a saberlo? -respondió-. Hable con el sinvergüenza de su hermano.

– ¿Conoce a Lennart?

El hombre emitió un sonido que Haver interpretó como una afirmación, pero también como una indicación de lo que pensaba del hermano.

– ¿También trabajó aquí?

– No, qué dice -dijo Sagander, y volvió a separar la silla de la mesa.

– ¿Cuándo vio a John por última vez?

La mano de Sagander voló hacia su prominente nariz. «Este hombre no se puede estar quieto ni un segundo», pensó Haver.

– Hace tiempo. El verano pasado.

– Vino por aquí.

– Yes.

– ¿Qué quería?

– Quería charlar. Saludar.

– ¿Sobre algo en particular?

Sagander negó con la cabeza.

– Aparte del trabajo, ¿puede contarme algo sobre John? Me refiero a si conocía a alguien que… -Haver dudó sobre cómo formular la pregunta.

– Que pudiera asesinarlo, ¿se refiere a eso?

– Más o menos.

– No, nada de eso. Esto es un lugar de trabajo.

– ¿Pasó algo que ahora, con el tiempo, pueda relacionar con el asesinato?

– No.

– ¿Solía pedir adelantos?

– Vaya preguntita. Ocurría, claro, pero no con frecuencia, de vez en cuando.

– ¿Era descuidado con el dinero?

– No lo puedo asegurar.

– ¿Drogas?

– No, se equivoca. Algo de aguardiente, pero nada que perturbara el trabajo. Quizá cuando era joven, pero eso ha prescrito.

Sagander observó a Haver con una mirada inquisitiva.

– ¿No tienen muchas pistas, eh?

– ¿Podría intercambiar unas palabras con el resto de trabajadores? ¿Han trabajado todos con John?

– Los tres. Claro. Hable con ellos.

Antes de que a Haver le diera tiempo de levantarse y abandonar la garita bañado en sudor, Sagander había regresado a su mesa y tomado el archivador. Cuando Haver cerró la puerta sonó el teléfono y Sagander cogió el auricular con un movimiento irritado.

– El taller -le oyó Haver responder, como si solo hubiera un taller en toda la ciudad.

*****

Erki Karjalainen, el hombre del escariador de ángulo, parecía estar esperando a que Haver saliera de la garita, pues enseguida le hizo una señal de que quería hablar con él. Haver se acercó.

– ¿Es policía, verdad? -preguntó el hombre en dialecto sueco-finlandés.

– En efecto. ¿Lo llevo escrito en la frente?

El finlandés sonrió.

– Vaya putada -dijo.

Haver comprobó que lo decía de verdad. Pudo intuir un asomo de temblor en el rostro del hombre que delataban sus movimientos.

– John era bueno -continuó.

El dejo finlandés hizo que sonara aún más cordial.

– Era la hostia soldando -resumió.

«Esa es la clase de tipos que les dieron una paliza a los rusos», pensó Haver.

– Y era bueno.

Miró hacia la garita.

– Un buen compañero.

A Haver le conmovieron sus sencillas palabras. Asintió. Karjalainen volvió la cabeza y observó al soldador. «¿Será igual de bueno que John?», pensó Haver.

– Kurre es bueno, pero John era mejor -señaló el finlandés como si hubiera leído la pregunta impronunciada de Haver-. Es indecente que tuviera que marcharse. Había poco trabajo, pero sabíamos que pronto iría mejor.

– ¿Estaban peleados Sagander y John?

Erki Karjalainen se quedó pensativo y sus palabras dejaron de tener la escueta seguridad que hasta el momento había caracterizado su declaración.

– Había algo -dijo recapacitando- que no estaba bien. Yo creo que Sagge se aprovechó de la falta de trabajo para quitarse de encima a John.

– ¿A qué se refiere?

Erki sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior. Fumaba Chesterfield, lo cual sorprendió a Haver, pues creía que esa marca ya no existía.

– Vamos al patio -propuso Karjalainen-. ¿Fuma?

Haver negó con la cabeza y lo siguió afuera. Las nubes habían cubierto de nuevo el hueco azul del cielo y los obreros de la construcción estaban haciendo una pausa.

– Construyen oficinas -dijo Erki.

Dio unas cuantas caladas. A la luz del día Haver podía estudiar sus rasgos faciales con más detalle. Tenía un rostro pequeño y curtido por el trabajo. El cabello negro peinado hacia atrás. Cejas pobladas y labios delgados. Los dientes manchados de nicotina estaban en malas condiciones. A Haver le hizo pensar en un actor trasnochado de una película italiana de los años cincuenta. Le dio una profunda calada al cigarrillo y habló mientras el humo florecía en su boca.

– Sagge es buena gente, pero a veces puede ser un gruñón de cojones. Tenemos que hacer muchas horas extras y eso a John no le gustaba. Tenía familia y, cuanto mayor se hacía el chaval, menos horas extras quería hacer.

– Y como represalia lo despidieron, ¿es eso?

– Represalia -pronunció el finlandés, y saboreó la palabra-. Bueno, dicho así suena un poco exagerado. Sagge es solo un terco y los tercos suelen ser tontos, actúan a sabiendas de su error.

– ¿Quiere decir que perdió a un buen soldador?

– Sí. Creo que se arrepintió, pero no lo reconocerá en la vida.

– ¿Vio a John después de que lo echaran?

Erki asintió y encendió otro Chesterfield con el anterior.

– A veces pasaba por aquí, pero nunca hablaba con Sagge.

– ¿Pero con usted sí?

– Sí.

El finlandés esbozó una triste sonrisa y se pareció aún más a un personaje de Fellini.

Antes de abandonar el taller, Haver habló con los otros dos empleados, Kurt Davidsson y Harry Mattzon. Ninguno de ellos fue especialmente locuaz, pero fortalecieron la imagen de Johny como soldador cualificado y buen compañero. Sin embargo, no le pareció que les afectara la muerte de John tanto como a Karjalainen.

Mattzon, el melenudo, dijo algo que Haver encontró digno de atención.

– El verano pasado me encontré a John aquí en la calle. Era la última semana de vacaciones. Yo había venido a buscar un portaequipaje que tenía aquí en el taller. Se lo iba a prestar a mi hermano. Al girar la esquina me crucé con John.

– ¿Iba en coche?

– Sí.

– Pero no tiene coche -dijo Haver.

– No, ya lo sé, por eso me acuerdo, porque pensé que se había comprado un coche.

– ¿De qué marca?

– Un viejo Volvo 242 blanco, de mediados de los setenta.