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Haver no pudo menos que sonreír.

– ¿Iba solo en el coche?

– No me fijé.

– ¿Cuándo fue?

– Tuvo que ser la primera semana de agosto. El domingo, creo. Mi hermano se iba de viaje y le había prometido la baca, pero se me había olvidado, así que tuve que ir el domingo.

– ¿Venía del taller?

– Es difícil saberlo -contestó Mattzon, que dio unos pasos hacia la puerta y posó la mano en el picaporte. Haver descubrió que este se había quemado. Por encima de los nudillos de su mano izquierda brillaban las ampollas rojas de las quemaduras. Algunas se habían reventado y mostraban la carne inflamada.

– ¿Quizá había quedado aquí con alguien?

– ¿Con quién podría ser? Estaba cerrado a cal y canto. Sagander estaba en África, de safari -contó el soldador, y abrió la puerta.

– Hágase mirar esa mano -sugirió Haver-, no tiene buena pinta.

El hombre echó una ojeada al interior del taller y luego lanzó una rápida mirada a Haver. No reparó en la mano.

– Por lo menos yo sigo vivo -dijo, y entró en su lugar de trabajo.

Haver entrevió a Sagander en su garita antes de que la puerta se cerrara. Cogió el móvil y llamó a Sammy Nilsson, que no respondió. Haver miró el reloj. Hora de almorzar.

11

Vincent Hahn se despertó a las nueve y media. Era su día de bingo. Pese a tener prisa, se entretuvo un rato con Julia y le acarició las duras nalgas. Le cambiaría las bragas por la noche. Decidió robar un par en Lindex, su lugar favorito. A poder ser oscuras, pero no negras.

A veces, el porte erguido del maniquí le molestaba, pues le daba la sensación de que lo vigilaba. Cuando se enfadaba mucho solía tumbarla en el suelo y la dejaba ahí tendida un día o dos. Después ya no era tan descarada.

Había pasado una mala noche. En realidad, los remordimientos no se hallaban en el interior del arsenal sentimental de Vincent, pero un ruido le molestó y luego le persiguió hasta el amanecer.

Comió un yogur, siempre yogur, dos platos. El yogur era limpio.

El autobús llegó con un retraso de treinta segundos, pero el conductor únicamente sonrió cuando se lo indicó. Todos los conductores de la línea lo conocían. Durante su primer año en el barrio llevó a cabo una estadística de los distintos conductores: si cumplían los horarios, si eran amables o no, cómo conducían. Envió un escrito con las cifras, dispuestas en un ingenioso sistema, a la dirección de la empresa de autobuses de Uppsala.

La respuesta que recibió le indignó. Durante algunas semanas forjó planes de venganza, pero, como tantas veces, todo quedó en nada.

Ahora se sentía más fuerte, dispuesto a llevar a cabo su idea. No comprendía en qué radicaba la diferencia; simplemente, se sentía mejor preparado. Ahora no solo tenía el derecho, sino también las fuerzas para llegar hasta el final.

Había comenzado la noche anterior. Un conejo. Los roedores no deben vivir en núcleos urbanos. Otras personas pensaban como él y, en silencio, muchas se lo agradecerían, de eso estaba seguro después del escrito enviado a la comunidad de propietarios.

¿Quizá el cambio se debía a Julia? La había conseguido en primavera. Durante mucho tiempo había deseado compartir su vida con alguien y cuando halló a Julia en un contenedor de basura supo que había encontrado a su pareja.

Estaba sucia y él dedicó un día entero a lavar las manchas y a reparar una raja en su ingle. Alguien había sido malo con ella. Ahora Julia estaba segura. Él la protegía, le cambiaba la ropa interior y le daba amor.

Se bajó en la terminal de autobuses y subió por la calle Bangårdsgatan hacia el local del bingo. Siempre miraba a su alrededor antes de entrar. Una vez dentro desaparecía parte de la excitación.

12

El titular del periódico matutino voceaba a los cuatro vientos su oscura noticia: «Asesinato».

A unos les estimulaban las crónicas y los resultados de las páginas deportivas, otros se reconfortaban con los densos textos de la sección cultural, había quien se divertía con las tiras cómicas o los suplementos del hogar. Ann Lindell no estaba interesada en nada de eso, pero un asesinato en su ciudad hacía que su corazón latiera con fuerza. Lo que le excitaba no era la violencia ni el hecho de que una persona hubiera sido brutalmente asesinada, sino que eso implicaba trabajo.

Se introdujo en el texto, estudió todos sus detalles, intentó leer entre líneas. Los escuetos comentarios de sus colegas, Haver y Ryde, no le proporcionaron mucho, pero sí lo suficiente como para comprender que aún no tenían muchas pistas.

Apartó el periódico. Llevaba nueve meses en casa. La criatura crecía con desesperante lentitud. Se llamaba Erik, pero ella lo llamaba casi siempre «la criatura». No había nada despectivo en ello, era más bien una muestra de su compasión por el niño que se veía obligado a crecer en el hogar monoparental de una mujer policía.

No se tenía a sí misma por una buena madre. No era cuestión de que el pequeño pasara alguna necesidad -recibía todo el cuidado que tenía derecho a reclamar-, pero muchas veces Ann sentía una cierta impaciencia por el lento desarrollo de su hijo. ¿Por qué no podía apresurarse para que ella pudiera volver al trabajo?

Le había comentado a Beatrice que le parecía una deslealtad para con el niño inocente, pero esta únicamente se había reído.

– ¿Crees que no me reconozco? -le preguntó-. Nosotras amamos a nuestros hijos, pero queremos muchas cosas. Ellos son nuestro amor, pero no toda la vida, por así decirlo. Hay mujeres a las que les encanta estar en casa cantando nanas. Yo, después del primer año, creí que me iba a volver loca. No era lo mío, eso de estar sentada en el parque manteniendo conversaciones de mierda con el resto de madres.

Las palabras de su colega la tranquilizaron un poco, pero no del todo. Le roía la mala conciencia. Sentía que imitaba a otras madres, también a la suya, en casi todo lo que emprendía. Era como si la maternidad no fuera real.

Nunca había vivido tan cerca de alguien, derrochado tanta energía en otra persona. Esto la cansaba, pero al mismo tiempo le daba fuerza y dignidad. No podía dejar de sorprenderse del camino que había tomado su vida, de lo mucho que ella había cambiado.

Vivía en dos mundos, uno donde fingía ser una buena madre, mientras la impaciencia y la mala conciencia la manejaban, y otro donde paseaba orgullosa con su cochecito por las aceras de Uppsala embargada por una serena alegría.

No pensaba mucho en el padre del niño. Eso le sorprendía. Durante el embarazo, sobre todo durante los últimos meses, jugó con la idea de buscarlo. No se trataba de obligarlo a abandonar a su familia -había descubierto que estaba casado y tenía dos hijos-, ni de que pagara la manutención, ni siquiera de que reconociera su paternidad. «¿Por qué, entonces?», se preguntaba a sí misma. No encontró ninguna respuesta y ahora que el niño había nacido ya no le daba importancia.

Los padres de Ann la habían atosigado a preguntas, pero ella había desechado todas las proposiciones de que contara quién era el padre. No tenía ninguna importancia, ni para ella ni para sus padres; nunca viviría con él.

Ya atendería más adelante las preguntas del niño cuando este fuera lo suficientemente mayor. Todos los niños tienen derecho a un padre, esa había sido su opinión esencial, aunque ahora ya no estaba tan segura. No lo necesitaban. Se negaba a sí misma la latente esperanza de que un bonito día pudiera aparecer un hombre que aceptara el papel de sustituto.

Se detestó muchas veces por su actitud frívola, pero se enfrentaba a la idea racionalizando las necesidades que había sentido durante los últimos años, la confusión y la debilidad que le provocaba pensar en Edvard. «Ahora las cosas son así, sé una buena madre, igual que eres una buena policía, punto final. No necesitas a ningún hombre», se persuadía a sí misma, consciente de que se autoengañaba. Cuando una vez, inusitadamente, hablaron con sinceridad de la vida de Ann, Beatrice lo llamó «el arte de la supervivencia».