Estaba encantada con Beatrice. Nunca había creído que su compañera llegara a significar tanto para ella. Beatrice siempre le había parecido una chica muy dura, de principios firmes. Ann se había acercado a ella de forma vacilante, interesada en su amistad, pero al mismo tiempo con miedo a ser juzgada.
Muchas veces se sentía como una oveja abúlica, vulnerable debido a sus fuertes sentimientos hacia Edvard, que ella misma achacaba a una fijación adolescente por tener un hombre con quien convivir y a su vacilante actitud para con el niño.
Beatrice no la había censurado. Al contrario. Esa sensación de rivalidad que había entre las dos únicas mujeres de la unidad se disolvió y con el paso del tiempo Beatrice se convirtió en una amiga, algo que Ann había echado de menos desde que abandonó Odeshög. A veces imaginaba que quizá se debiera a que ahora Beatrice no necesitaba defenderse: Ann estaba desarmada, lejos del trabajo, atada a la criatura.
Ottosson, el jefe de la brigada, siempre había tratado a Ann Lindell como su favorita, la había apoyado y le había hecho pequeños favores, pero solo a hurtadillas, ya que Ottosson se cuidaba de mantener el compañerismo entre los colegas. Seguro que Beatrice lo había notado, y quizá se había sentido tratada injustamente.
Fuera como fuere, Ann estaba contenta del interés de su colega por su persona y su bienestar. Era extraño. Hasta el momento casi únicamente habían hablado de trabajo; ahora entre ellas había surgido la amistad y compartían mucho más que el trabajo.
Telefoneó a Ottosson. Sabía que no podría contenerse, así que más valía llamarlo de inmediato.
Ottosson rió encantado al oír su voz. Lindell se sintió pillada. Recibió un análisis de la situación. Tal y como había sospechado, hasta el momento sus colegas no tenían muchas pistas. Ella nunca había oído hablar de Johny, pero sí de su hermano, Lennart. No le pareció especialmente afortunado que fuera Sammy quien se hubiera encargado del interrogatorio. Nunca se habían llevado bien, pero no mencionó sus dudas. Recordó al afamado ratero como una persona bastante arrogante.
Al oír el informe de Ottosson, todavía añoró más el trabajo. Su voz denotaba prisa, y aun así se tomó tiempo para hablar con ella un buen rato. Lindell estaba sentada a la mesa de la cocina. En un acto reflejo había tomado un cuaderno y anotaba los datos del asesinato y la investigación.
Podía verlo todo ante sus ojos: la reunión matinal, los colegas sentados a sus mesas con el teléfono en la mano o concentrados en la pantalla del ordenador. Haver, con su expresión abierta; Sammy, con su estilo relajado; Fredriksson, mirando al vacío mientras se tocaba la punta de la nariz con la yema de los dedos; Lundin, seguramente en el cuarto de baño enjabonándose las manos; Wende, buscando en las bases de datos; Beatrice, resuelta y decidida revisando las listas de nombres y direcciones; Ryde, el inteligente técnico desabrido, parapetado tras su mal humor.
Deseaba volver lo más pronto posible. La criatura gimoteó. Inconscientemente, se llevó la mano al pecho y se levantó de la mesa. «¿De qué va el asesinato? -se preguntó-. ¿Drogas? ¿Deudas? ¿Celos?» Hojeó las notas antes de entrar con calma en la habitación del niño.
Estaba tumbado de espaldas con la mirada fija en un punto del techo o en los coloridos cascabeles del móvil que colgaba encima de la cuna. Ann lo miró. La criatura. Sus ojos se fijaron en la figura de ella y emitió un débil gemido.
Al sacarlo de la cuna su cabeza recayó en su cuello. La extraña mezcla del aroma dulce y ácido que emanaba del rollizo cuerpo del bebé, que yacía como un peso cálido contra su pecho, le hizo abrazarlo con cuidado y murmurar unas palabras infantiles.
Ann colocó con cuidado al niño sobre la cama de matrimonio deshecha, se desabrochó la blusa y el sujetador de amamantar, y se tumbó junto al niño. Él sabía lo que le esperaba y agitó los brazos esperanzado.
La criatura mamaba ansiosa mientras Ann se acomodaba. Le acarició el cabello y cerró los ojos. Pensó en Lennart Jonsson y en su hermano.
13
Mikael Andersson se sentó en la silla de las visitas. Fredriksson ordenó un par de archivadores que había sobre la mesa.
– Me alegro de que haya podido venir -dijo.
– Qué menos -respondió Mikael.
– Puede que usted fuese el último que viera a Johny con vida -comenzó Fredriksson.
– Aparte del asesino.
– Sí, claro. ¿Lo conocía desde hacía mucho tiempo?
– Toda la vida. Crecimos en el mismo barrio, fuimos al mismo colegio, y nos hemos seguido viendo.
– ¿Por qué salía con él?
– Era mi amigo -respondió Micke, y miró a Fredriksson.
– ¿Se lo pasaban bien juntos?
Fredriksson recibió un sí con la cabeza como respuesta. El hombre que tenía enfrente no se correspondía con la imagen que se había formado mientras hablaba con él por teléfono. Fredriksson estimó que Mikael Andersson era de baja estatura, alrededor de un metro sesenta y cinco, y tenía cierto sobrepeso, por no decir que era gordo. Fredriksson sabía que trabajaba de chapista, pero le resultaba difícil imaginárselo encaramado a un tejado.
– ¿Qué hacían juntos?
– Quedábamos, apostábamos un poco a los caballos, a veces íbamos a ver algún partido de bandy. [3]
– Ahora el Sirius no va muy bien -dijo el policía.
– No, es verdad. ¿Qué más quiere saber?
– Conocerá a Berit y a Lennart.
– Claro.
– ¡Cuénteme!
– Lennart es un capítulo aparte, pero seguro que lo tienen vigilado. Berit es una buena chica. Siempre han estado juntos.
Micke se inclinó hacia delante, puso los codos sobre las rodillas y cruzó las manos antes de continuar. Fredriksson observó el cambio en su rostro. Un ardiente arrebol cubrió sus rollizas mejillas y su cuello.
– Ella es buena -repitió-, lo pasará mal ahora que John no está. El chaval también. No lo entiendo. Él estaba como siempre. ¿Qué creen? ¿Tienen alguna pista?
– No directamente -reconoció Fredriksson.
– Creo que alguien lo recogió y luego lo asesinó, pero no sé quién.
– ¿Quizá alguien se ofreció a llevarlo a casa?
– ¿Como quién?
– ¿Se le ocurre alguien que tuviera alguna cuenta pendiente con John?
– No, no hasta el punto de asesinado. John no se metía con nadie.
– ¿Cómo le iba económicamente?
– No es que estuviera muy bien, pero tampoco le faltaba nada. Lo pasó mal cuando lo echaron de Sagge.
– ¿Por qué lo despidieron?
– Dijeron que había poco trabajo.
– ¿Quiénes?
– Sagge y su vieja. Es ella quien toma las decisiones.
Fredriksson se pellizcó la nariz.
– Ha dicho que lo recogieron. ¿John tenía algo que hacer en Libro? ¿Visitaba alguna empresa o a algún amigo por esa zona?
– No, que yo sepa. No tenía muchos amigos.
– ¿Ha visto a John alguna vez con drogas?
Mikael Andersson le lanzó una rápida mirada a Fredriksson. Respiró hondo y expulsó el aire por la nariz. Fredriksson tuvo la impresión de que Mikael, durante unos segundos, sopesó si decir la verdad o no.
– Antes quizá. Pero fue hace mucho tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
Mikael hizo un movimiento con las manos como para decir: «Dios sabrá, tuvo que ser hace muchísimos años».
– Cuando éramos jóvenes -soltó finalmente-. Hace veinte años.
– ¿Nunca volvió a hablar de drogas después de eso?
– Hablar es otra cosa; pero durante los últimos años nunca vi a John con drogas.