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Fredriksson se reclinó en la silla, se pasó las manos por detrás de la cabeza y miró a Micke Andersson. El rostro del policía no delataba nada. Permaneció sentado en silencio durante medio minuto antes de bajar lentamente las manos, inclinarse sobre la mesa y escribir unas líneas en su cuaderno.

– Hábleme de John. ¿Qué clase de persona era?

– Era reservado. Igual que su padre. Su viejo era tartamudo, pero John no. Era un buen amigo. No tuvo muchos amigos en la escuela. Éramos yo y dos o tres más. Siempre le han interesado los peces. No tengo ni idea de dónde le viene esta afición. Quizá fuera su tío Eugen quien la puso en marcha. Solíamos ir a pescar con él. Tenía una cabaña cerca de Faringe.

Mikael guardó silencio. Fredriksson intuyó que sus pensamientos le transportaban un par decenios atrás en el tiempo.

– Cuando estábamos allí en la barca se sentía muy satisfecho -prosiguió-. Había un pequeño lago. Una fría laguna rodeada de un bosque que cubría las riberas.

– ¿Qué pescaban?

– Percas y lucios sobre todo. A veces John decía que le gustaría volver ahí otra vez, pero nunca lo hizo. Al igual que tantas otras cosas. Mientras estábamos sentados en la barca todo era perfecto. Podíamos remar de una ribera a la otra sin esfuerzo. En el único claro del bosque Eugen había construido su cabaña. Era un viejo cobertizo remodelado con un almacén construido con viejas cajas de azúcar. El lago parecía una habitación cerrada. John solía hablar de esas excursiones. A finales de invierno Eugen nos llevaba a ver aparearse a los urogallos. Caminábamos sobre el hielo que se balanceaba, llegábamos a una zona de tala donde había construido un cobertizo de ramojos. Ahí nos acurrucábamos. A John le gustaban las cosas pequeñas, los espacios pequeños. La reducida laguna del bosque y la minúscula cabaña.

– También trabajó en un taller pequeño -constató Fredriksson.

Mikael Andersson asintió.

– En realidad nunca fue un gamberro, ni siquiera en su juventud. Mientras permanecimos por la calle Ymergatan y la calle Frodegatan todo fue bien. Cuando éramos pequeños, Almtuna era un barrio que tenía casi de todo. Había cinco tiendas de alimentación en un radio de diez minutos andando. Ahora ni siquiera queda el nombre. ¿Lo ha visto?, ¿el cartel junto a la escuela de Vaksala?

Fredriksson negó con la cabeza.

– Pone FÄLHAGEN. Todos los nombres antiguos desaparecer No sé quién tomó esa decisión. Ahora nada puede mantener su antiguo nombre. También han desaparecido Eriskdal y Erikslunc Ahora hasta llaman a Stabby «Luthagen Oeste».

– Yo acabo de mudarme -dijo Fredriksson, que no conocía bien los límites ni los nombres de Uppsala.

– Creo que lo hacen para desconcertarnos.

– «Luthagen» suena mejor que «Stabby» a la hora de vende apartamentos.

– Quizá -concedió Mikael-. Todo es cuestión de dinero Cada vez pienso más en cuando era niño. Debe de ser la edad.

– ¿Y qué es lo que recuerda? -preguntó Fredriksson, que encontraba la conversación con Mikael cada vez más grata.

– Los patios. Los chicos, éramos una multitud. John y Lennart estaban ahí.

Mikael guardó silencio y su mirada adquirió un tinte de anhelo y nostalgia.

– Fue hace tanto tiempo y, sin embargo, parece tan cercano -dijo-. Me pregunto cuándo se torció.

– ¿Se refiere a John y Lennart?

– No solo a ellos, ¿sabe? Mi viejo trabajaba en el ferrocarril

Su padre también. Participó en la construcción de Port Arthur, cuya finalidad eran pisos para los trabajadores de la empresa estatal de ferrocarriles.

– Nosotros vivíamos en la calle Frodegatan. Entonces me sentía identificado con el barrio. Ahora ya no. Eso es lo que más me duele. De vez en cuando me doy un paseo por los viejos barrios. Por lo que respecta a Lennart y John, creo que todo comenzó cuando Lennart tenía doce años y John y yo, nueve. Habíamos ido a jugar al bandy a Fålhagen. Allí había un campo muy grande que regaban cada invierno. En el vestuario Lennart le robó la cartera a un chico que se llamaba Håkan. A veces me lo encuentro en el centro. Al regresar a casa patinando Lennart sacó el monedero. Diecinueve coronas. Nos cagamos de miedo, pero a Lennart le dio por reírse, nada más.

– Así que empezaron por unas coronas y acabaron llevándose la ensaladera de plata -añadió Fredriksson.

Mikael asintió y continuó. Fredriksson se inclinó hacia delante y comprobó que la cinta de su minigrabadora, colocada sobre la mesa, seguía grabando.

– Diecinueve coronas. Yo no quería ni un céntimo, tenía demasiado miedo, así que Lennart y John se repartieron el dinero. Lennart era justo con su hermano. Ese fue el gran error de John: tener un hermano mayor que repartía a partes iguales. ¿Fue ese el inicio? No lo sé.

– ¿Estaban muy unidos Lennart y John?

Mikael asintió con la cabeza.

– Se puede decir que sí.

– ¿Cree que Lennart habría sido capaz de meter a John en alguna mierda?

– Eso sería lo más sencillo, pero no lo creo. Lennart siempre protegía a su hermano.

– Quizá inconscientemente lo metió en algún negocio turbio.

Mikael pareció dudar.

– ¿Como qué? Lennart se dedicaba sobre todo a asuntos de poca monta.

– Quizá estaba involucrado en algo grande -propuso Fredriksson-. Vale, dejémoslo. Pensaba preguntarle cómo veía la relación de John y Berit. ¿Eran felices?

Mikael Andersson resopló.

– ¿Felices? -le dijo-. Qué palabra más jodida; pero creo que sí.

– ¿Nada de líos?

– Por parte de John, no lo creo. Se conocieron cuando tenían dieciséis años. Yo estaba presente cuando se vieron por primera vez. Fue en los billares de Sivia. Nos pasábamos el día allí. Un día apareció Berit con una amiga. Se quedó inmediatamente coladita por John. Él no era como nosotros, un bocazas y eso. John era tranquilo, algo reflexivo. Muchos se sentían inseguros ante él, ya que no decía gran cosa.

– ¿Quiere decir que John y Berit han sido fieles durante veinte años?

– Al decirlo así parece fantástico, pero creo que es cierto. Él nunca habló de otras tías, y con él hablaba de casi todo.

Se oyó un ligero golpe y la puerta se abrió. Riis asomó la cabeza.

– Oye, Alian, tengo una nota para ti -dijo mientras inspeccionaba al visitante.

Fredriksson alargó la mano por encima de la mesa y tomó el papel doblado, lo desdobló y leyó la escueta nota del colega.

– Vaya -dijo, y miró a Mikael Andersson-. Ha mencionado que John y Berit atravesaban algunos apuros económicos.

– Sí, estos últimos meses.

– ¿Fue esa la razón por la que el 3 de octubre hizo una transferencia de diez mil coronas a su cuenta?

De nuevo, Mikael se puso rojo como un tomate. Carraspeó y a Fredriksson le pareció ver una expresión asustada en sus ojos. No de terror, quizá más bien de preocupación. Sabía que eso no significaba nada. La mayoría de las personas, sobre todo frente a la mesa de un policía, reaccionaban de esa forma al hablar de dinero. Podían hablar con desenfado de toda clase de comportamientos, hasta de las cosas más siniestras, pero al hablar de dinero los nervios entraban en escena.

– Bueno, no. Lo que pasó fue que tuve problemas a principios de septiembre. John me prestó diez mil coronas que luego le devolví.

– ¿Cómo fue eso?

– Ya le he dicho que tuve problemas de dinero y John se ofreció a prestarme la pasta.

– La pasta. Diez mil pavos es mucho dinero para un parado.

– Sí, pero él me dijo que podía permitírselo.

– ¿Puedo preguntarle por qué tenía problemas monetarios? ¿Solía pedirle dinero prestado a John?

– Alguna vez, pero nunca tanto.

– ¿Por qué?

– Había estado jugando a la ruleta, así de sencillo.

– ¿Y había perdido?

– Suele ocurrir.

– ¿Dónde?

– Baren-Baren, ¿sabe dónde está?

Fredriksson asintió con la cabeza.