– ¿Y luego consiguió dinero?
– Sí, el sueldo. Lo justo para pagar a John. Luego pasé el mes de octubre con aprietos.
– ¿No sería que tomó prestado más dinero y que las diez mil coronas eran solo un primer pago?
– No, no es cierto -aseguró Mikael.
– ¿Le comentó John por qué disponía de tanto dinero, así de repente?
– No.
– ¿No sería que usted tenía que hacer un trabajo por ese dinero, pero que se arrepintió y se lo devolvió?
– No, ¿a qué se refiere?
– Yo que sé -dijo Fredriksson, y dobló cuidadosamente el papel.
– ¿Cuándo estuvo en el Baren-Baren? -continuó.
– Suelo ir mucho por allí.
– ¿John también?
– A veces.
– ¿Jugaba?
– Sí, pero nunca grandes cantidades.
– ¿Lo definiría como jugador compulsivo?
– No, era muy precavido.
Fredriksson permaneció sentado en silencio.
– Sé que parece extraño, pero eso fue lo que pasó, lo prometo.
– No es extraño que un amigo le preste dinero a otro -dijo Fredriksson con calma-. Pero, como comprenderá, se torna interesante cuando una de las partes aparece asesinada.
Se interrumpió el interrogatorio. Mikael Andersson intentó aparentar calma, pero la franqueza del comienzo había desaparecido. Siguió a Fredriksson en silencio y, cuando alcanzaron la última puerta que el policía abrió, aseguró por enésima vez que todo había pasado como lo había contado.
Fredriksson le creyó.
Mejor dicho, quiso creerle.
14
Cuando a las tres y media Vincent Hahn salió a la calle, era doscientas coronas más rico. En cada ocasión sentía que entraba en un nuevo mundo. Las personas eran nuevas. Incluso la calle que iba de la estación del tren al río había cambiado de aspecto durante las pocas horas que había estado en el bingo. Parecía más distinguida, como si fuera una avenida de un país extranjero. Las personas no eran las mismas que las que él dejó a cambio del calor y la intimidad del salón de bingo.
La sensación perduró un minuto o dos, después retornaron las voces enemigas, los empujones y las miradas. Los tilos de la calle habían dejado de ser plataneros, y se asemejaban a terroríficas estatuas negras y frías que evocaban entierros y muerte. Sabía de dónde procedía la sensación, pero hacía todo lo posible por reprimirla. Y así evitar los recuerdos del cementerio donde estaban enterrados sus padres.
Vincent Hahn sentía que él era una persona mala. Si su madre y su padre levantaran la cabeza, quedarían aterrorizados al ver a su hijo menor convertido en un misántropo, una persona que desconfiaba de todo y de todos; peor aún, alguien que creía que su misión era castigar y vengar las injusticias.
Pero no había castigo suficiente. ¿No había sufrido él? ¿A quién le importaba? Todo seguía su curso como si él no existiera. «Estoy vivo», deseaba gritar en la calle Bangårdsgatan, para que los peatones se detuvieran, pero no chilló y ninguno siquiera redujo la marcha al pasar apresurado a su lado.
«Aire -pensó-, es como si fuera aire para vosotros. Pero si soy aire os envenenaré, mi aliento os destruirá, os rodearé de muerte.» Era su decisión. Ahora ya no tenía miedo, ni dudas.
Rió en alto, miró el reloj y supo que esa noche lo haría. Por fin tenía un plan, una razón. Una pareja de jubilados salió del salón de bingo. Vincent hizo una señal con la cabeza. Para él simbolizaban el fracaso. No quiso pensar en ello, pues ahí se encontraban tanto su fuerza como su debilidad. Los pensamientos, los recuerdos. Hasta ahora le habían presionado hasta convertirlo en un ser insignificante. Movió la cabeza hacia los jubilados, sus aliados en la solitaria comunidad del bingo, víctimas al igual que él. Sabía que ellos, en cierta manera, lo comprenderían. Vivos, pero muertos.
El premio del bingo le hizo fuerte, casi arrogante. Se decidió a ir a una pastelería. Iría a Güntherska. Desde el sillón de uno de sus rincones podía controlarlo todo.
15
La fotografía de la página 5 del Aftonbladet mostraba a un joven John Jonsson. Gunilla Karlsson lo reconoció de inmediato. Lo hubiera hecho aunque hubieran publicado una fotografía reciente. Habían coincidido hacía un par de meses, al tropezarse de sopetón en Obs. Además, tuvo a Justus en preescolar. Es cierto que no le daba clase, pero era un niño que llamaba la atención. Solía ser Berit quien lo traía y llevaba, pero de vez en cuando John venía directamente del trabajo a recogerlo por la tarde. Le gustaba su olor. Durante mucho tiempo pensó en cuál podría ser su origen, hasta que se atrevió a preguntárselo. Él no pareció comprenderlo hasta que se le ocurrió que podría ser el humo de soldar. Se disculpó, se ruborizó y murmuró algo como que no había tenido tiempo de ducharse. Gunilla estaba igual de ruborizada y aseguró que le agradaba el olor. Ahí estaban de pie, Justus poniéndose el abrigo entre ellos, mirándose el uno al otro con los rostros arrebolados. Luego rompieron a reír.
Después de esa ocasión él solía sonreírle. Le habló del taller y ofreció sus servicios por si había algo que necesitara una reparación en la escuela. Ella se lo agradeció, pero no creía que hubiera nada que necesitaran soldar. «Pero puedes venir cuando quieras. -Y añadió-: Nos faltan hombres.»
La miró de aquella manera que ella recordaba tan bien de sus años de escuela, y le embargó una gran calidez. Su mirada indicaba que le habían gustado sus palabras, pero Gunilla también leyó algo más. Un destello que le agradó mucho.
Hubiera deseado besarlo. No apasionadamente, pero sí en la mejilla, aspirar el aroma del humo de soldar que se había introducido en todos los poros de su cuerpo. Apenas fue un segundo de inspiración, pero cada vez que se encontraban surgía ese impulso.
Permanecieron completamente quietos, juntos, un corto momento, y pareció que el tiempo desapareciera. Se encontró pensando en que John era uno de los pocos a los que había seguido viendo con regularidad, e incluso este había conocido a sus padres mientras aún se encontraban bien. Ahora ambos estaban en una residencia, inaccesibles.
Ella también había conocido a los padres de John: Albin, el tartamudo, y Aina, que solía escribir notitas en la lavandería diciendo que había que dejar el sitio más limpio.
Tiempo atrás había estado enamorada de John. Fue en secundaria, quizá en segundo. Ella era una más de la pandilla que solía reunirse en La Colina, el descampado que había junto a la plaza Vaksala. Ahí se daban cita John y Lennart, además de una treintena de adolescentes de Petterslund, Almtuna y Kvarngärdet.
En lo alto de La Colina había un almacén donde un constructor en bancarrota guardaba tablones y moldes de puertas, con los que los chavales habían construido un ingenioso sistema de pasillos y cabañas. John era la razón de que Gunilla fuera por ahí, pero le asustaba el pesado olor a trementina, tricloroetileno y otras sustancias que envolvía La Colina.
Esnifaban por épocas. Algunas temporadas se mantenían tranquilos, para luego explotar en un estallido que podía durar un par de meses o más. Era una ocupación de verano y otoño. La policía, de vez en cuando, practicaba alguna detención, pero en realidad nadie se tomaba en serio la adicción.
Con el tiempo Gunilla se preguntó cuántas neuronas se perdieron en La Colina. Estaba contenta de haber salido de allí, aun cuando eso significó la pérdida del contacto con John.
Ahora estaba muerto. Asesinado. Leyó el artículo, aunque tenía su propia versión en lo referente a sus antecedentes y su forma de vivir. Le sorprendió lo poco que se comentaba en el periódico a pesar de que habían dedicado tres páginas al caso. El periodista no se había complicado demasiado, había desenterrado viejos tropiezos de John y, además, había relacionado el asesinato con un hecho ocurrido un par de semanas antes, el apuñalamiento de un camello en el centro de la ciudad. Definía Uppsala como «la ciudad de la violencia y el terror». Siguió leyendo: «La imagen vigente de Uppsala como el mortecino enclave académico de ensueño, con sus naciones [4] y sus bromas estudiantiles, ha sido sustituida por la imagen de una ciudad violenta. Las inocentes aventuras de Pelle Svanlös [5] nos resultan lejanas al estudiar el número de delitos denunciados, y nos sentimos aún más consternados al comprobar el alto número de casos que quedan sin resolver. La policía, castigada por discrepancias internas y reducción de personal, parece no saber reaccionar».