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El sacacorchos le había perforado la pechera de la camisa y había penetrado un par de centímetros, pero había chocado con el esternón y no le había producido un daño digno de mención.

Más que confuso, Vincent Hahn estaba desconcertado por el inesperado ataque de Gunilla. Creyó que la tenía donde él quería, pero lo había engañado. Ahora tenía que huir. Desde el patio se oían los ladridos del perro y voces indignadas. Tiró la toalla ensangrentada al suelo, tomó una limpia, la apretó contra la cabeza y desapareció en la oscuridad por el mismo camino por el que había venido.

Corrió. Sintió un mareo, pero siguió corriendo. Conocía bien el bosque y sabía dónde se encontraban los diferentes caminos. Si elegía el camino más rápido a casa apenas le tomaría cinco o seis minutos, pero se veía obligado a dar un rodeo para evitar a la gente.

¿Adónde podría ir? ¿Cuánto tiempo podría quedarse en casa antes de que apareciera la policía? Gunilla lo había reconocido. Bien es cierto que no estaba empadronado en Bergslagsresan -vivía de realquilado-, pero comenzarían a husmear de inmediato y seguro que encontrarían su dirección. Quizá a través del hospital o de su ex cuñada. Ella era la única que lo había visitado desde que se mudó a Sävja.

¿Quién podría acogerlo? No tenía a nadie que le pudiera dar cobijo, le curara las heridas y lo dejara descansar. ¿Y quién se ocuparía de Julia? Sollozó y continuó su carrera dando traspiés. Tenía que volver a casa con ella, llegar antes que la policía. Nadie toquetearía a Julia. La podría ocultar en el bosque. Es cierto que se mojaría y pasaría frío, pero sería un destino mejor que caer en manos de un policía fascista.

Llegó desorientado a la granja de Bergsbrunna. Había paseado por allí alguna vez y reconoció el lugar. A través de las paredes de madera oyó el relinchar de los caballos. Tenía frío. Debía de hacer una temperatura de por lo menos quince grados bajo cero. Sentía la herida de la frente entumecida. Se quedó parado en la cuesta del establo. ¿Por qué no se metía en su interior? No tenía nada en contra de los caballos. Eran unos animales espléndidos, inteligentes. Pero ahí también había gatos. Los había visto, uno blanco y otro marrón claro.

Oyó en la distancia ladridos de perro y se le ocurrió que quizá la policía hubiera llevado perros para seguir su rastro. Pronto lo alcanzarían. El establo no ofrecía protección alguna.

Siguió corriendo entre dos prados. Allí la nieve era más profunda y avanzó con dificultad. Sus fuerzas comenzaron a flaquear y jadeó agotado. Al final del camino brillaba una luz. Vio un abeto de Navidad en el patio. Tuvo la sensación de haber pasado por aquello antes. Correr en el frío para salvar su vida. Sin amigos, únicamente podía confiar en sí mismo. El pecho le ardía.

Salió por la vía del tren y siguió los raíles hacia el norte. Enseguida llegaría al paso a nivel. Había leído sobre los vagabundos de Estados Unidos que se subían a los trenes de mercancías y viajaban por todo el continente en busca de trabajo, pero por donde estaba el tren pasaba pitando a toda velocidad.

Se quedó parado, indeciso. Un coche se acercaba por el campo al otro lado del paso elevado. Los faros lanzaban capas de color amarillo cálido sobre el campo de fútbol. Vincent corrió hasta el cruce y se tumbó en medio de la calle.

El coche se acercó aún más. Era de gasoil, lo supo por el ruido del motor. De repente la luz lo hizo visible. Cerró los ojos, pero levantó un brazo, como una persona en peligro de naufragio. Por un instante pensó que el coche pasaría de largo, pero, en cambió, frenó.

Se abrió la puerta y salió un hombre corriendo.

– ¿Qué ha pasado?

Vincent gimió.

– Me han atropellado.

– ¿Aquí?

Vincent se apoyó en el codo y asintió.

– Un coche. Se ha dado a la fuga. ¿Me puede ayudar?

– Voy a llamar a una ambulancia -dijo el hombre, y sacó su teléfono móvil.

– No, mejor acérqueme al hospital.

El hombre se acuclilló y observó a Vincent un poco más de cerca.

– Se ha dado un buen golpe.

– Le pagaré.

– Qué dice, no hace falta. ¿Puede caminar?

Vincent se puso lentamente a cuatro patas. El hombre lo ayudó a levantarse y a entrar en el coche.

*****

El olor de Jupiter despistó a Viro durante unos segundos antes de emprender la marcha. El guía canino lo siguió. A pesar de la gravedad del asunto sonrió para sí mismo al ver el celo de Viro.

Después de un cuarto de hora llegaron al paso a nivel. Al mismo tiempo que circulaba a toda velocidad un tren hacia el sur. En ese punto desapareció el rastro. Viro ojeó confuso a su alrededor, miró a su amo y gruñó.

– O tenía un coche aquí esperándolo o alguien lo ha recogido -señaló Nilsson, que había seguido de cerca al guía canino.

Miraron a su alrededor. Viro siguió el rastro hacia atrás unos cuantos metros, dio media vuelta y pudo constatar de nuevo que ahí desaparecía.

– ¿Adónde puede haber ido?

– Al hospital -dijo el guía canino-. Está herido. Hasta aquí llega el rastro de sangre.

– Creo que Fredriksson ya ha llamado. Me ha parecido oír que también iban a enviar allí un coche patrulla.

Nilsson sacó el móvil y llamó a Allan Fredriksson, que aún se encontraba en el apartamento de Gunilla Karlsson.

*****

Estaban sentados en el salón de Gunilla Karlsson. El inspector de la criminal Alan Fredriksson se sonó los mocos. La mujer que tenía delante sintió pena por él. Era la quinta vez que sacaba el pañuelo de colores. Debía estar en casa reposando.

– Se ha ido corriendo hacia Begsbrunna y allí se ha perdido el rastro -contó Fredriksson al finalizar la conversación con Nilsson.

Aún podía ver el pánico reflejado en los ojos de Gunilla.

– Dejaremos una patrulla aquí -comentó, y se guardó el pañuelo.

Su semblante apacible y su voz tranquila consiguieron relajarla. Los temblores que surgieron poco después de que Vincent desapareciera habían cesado.

– ¿Ha dicho que lo conocía?

– Sí, es un antiguo compañero de escuela. Se llama Vincent, pero no me acuerdo de su apellido. Lo tengo en la punta de la lengua, es algo alemán. Puedo llamar a una amiga. Ella seguro que lo sabe.

– Nos sería útil.

– ¡Hahn, así se llama! -exclamó de pronto.

– ¿Vincent Hahn?

Gunilla asintió con la cabeza. Fredriksson llamó inmediatamente al jefe de guardia y le comunicó los datos.

– ¿Se han vuelto a ver después de terminar la escuela?

– No. Lo he visto alguna vez por la ciudad, pero eso es todo.

– ¿Iban a la misma clase?

– No, a clases paralelas, pero teníamos algunas asignaturas en común.

– ¿La ha llamado por teléfono o ha intentado ponerse en contacto con usted alguna vez?

– No.

– ¿Por qué cree que ha venido?

– No tengo ni idea. Siempre ha sido un poco raro. Ya lo era en la escuela de Vaksala. Solía andar solo. Creo que era algo religioso. Extraño, en todo caso.

Fredriksson bajó la mirada.

– ¿Ha dicho que quería ver sus pechos?

– Sí. Y que luego se iría.

– ¿Le ha creído?

– No, parecía un salvaje.

– ¿No será que antes tuvieron una relación?

– Nunca.

– ¿Se lo ha encontrado en el trabajo?

– Soy profesora de preescolar.

– ¿Nunca ha ido a dejar a los niños a la guardería?

– Me costaría mucho creer que tiene hijos.

Fredriksson la miró. ¿Se marcaba un farol? ¿Se trataba del amante despechado que había regresado? ¿Por qué habría de ocultarlo? Decidió creerla.

– Ha sido muy valiente al golpearlo -expuso.

– Creía que se iba a morir. Sangraba tanto. Y eso que tenía la botella en la mano derecha. Soy zurda.