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Lennart jugaba, a veces, con la idea de que debió quedarse. Tenía amigos que se habían redimido y habían dejado tras de sí la criminalidad y el alcohol. ¿Hubiera sido él capaz de superarlo? No lo creía, pero la visita al Ejército de Salvación le despertó la idea de otra vida. No quería reconocerlo, pero en lo más profundo de su ser consideraba la rápida visita como una oportunidad perdida. Era, sin duda, una reconstrucción posterior de los hechos, como tantas otras, pero era un pensamiento bonito, sobre todo en los momentos de mayor angustia.

No le echaba la culpa a nadie. Antes lo hacía, pero ahora su visión del mundo se había aclarado tanto que sabía que únicamente dependía de sí mismo. ¿De qué valía proclamar las injusticias? Él tuvo su oportunidad. Se encontró con los ojos de Bengt-Ove y allí vio que podía haberla aprovechado, pero siguió su camino.

Entonces era invierno, como ahora, pero el Ejército de Salvación estaba en silencio y sumido en la oscuridad. Lennart se largó.

La lista de nombres estaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Había tachado tres. Quedaban cinco personas por contactar. No pensaba dejarlo hasta que tuviera cercado al asesino. Sus ocho seguidores lo ayudarían.

Decidió ir a casa de Micke. No habían hablado desde el asesinato. Sabía que la policía lo había interrogado. Quizá sabía alguna cosa.

Micke Andersson estaba a punto de irse a la Los últimos días lo habían agotado, pero el sueño se negaba a aparecer.

– Ah, eres tú.

Sentía antipatía por Lennart, pero era hermano de John.

– Siento lo de John -añadió.

Lennart entró en el apartamento sin pronunciar ni una sola palabra, de esa manera tan descarada que Micke detestaba.

– ¿Tienes una cerveza?

Micke se sorprendió de que preguntara siquiera. La mayoría de las veces simplemente iba a la nevera y cogía lo que necesitaba.

– He oído que la pasma ha hablado contigo -dijo Lennart, y tiró de la anilla de la lata de cerveza.

Micke asintió y se sentó a la mesa de la cocina.

– ¿Qué dijeron?

– Me preguntaron por John. Estuvo aquí el mismo día que lo mataron.

– ¿Sí? Nadie me lo había dicho.

– Sí, estuvo por la tarde.

– ¿Qué hacía por aquí?

– ¿Tú qué crees?

El cansancio volvía susceptible a Micke.

– ¿Qué dijo?

– Hablamos como siempre.

– ¿De qué?

Comprendió que Lennart deseaba saber e intentó recrear la imagen de John vivo; si no desenfadado, por lo menos bastante contento, con sus bolsas de alcohol en las manos y una familia esperándolo.

– ¿No dijo nada?

– ¿De qué?

– De alguna mierda, ya sabes a lo que me refiero.

Micke se puso en pie y fue a buscar una cerveza.

– No dijo nada raro.

– Piénsalo.

– ¿Crees que no lo he pensado? Lo he estado pensando cada jodido segundo.

Lennart observó al amigo de su hermano como si sopesara su declaración, le dio un trago a su cerveza sin quitarle la mirada de encima.

– Deja de mirarme -dijo Micke.

– ¿Estabais metidos en alguna mierda?

– ¡Corta el rollo!

– Los caballos y esa mierda en la que estabais metidos -soltó Lennart, que nunca o rara vez había formado parte de las empresas de juego que creaban y disolvían. Sobre todo porque nadie confiaba en su capacidad de pago.

– Nada -aseguró Micke en un tono que pretendía ser definitivo, pero Lennart pudo intuir cierta inseguridad en su voz, una mirada que revoloteó una décima de segundo.

– ¿Estás completamente seguro? -preguntó Lennart-. Se trata de mi único hermano.

– Y se trata de mi mejor amigo -respondió Micke.

– Pobre de ti, como te atrevas a mentirme.

– ¿Querías algo más? Tengo que sobar.

Lennart cambió de tono.

– ¿Vendrás al entierro? -preguntó.

– Claro.

– ¿Puedes entenderlo?

Los ojos de Lennart y la mirada que dirigió a la mesa, como si esperase distinguir en la desgastada superficie de formica alguna explicación a la muerte de su hermano, revelaban la magnitud de su desesperación.

Micke alargó su brazo por encima de la mesa y posó su mano sobre el brazo de Lennart. Este levantó la mirada y donde Micke antes solo había visto llanto de borracho brillaban auténticas lágrimas.

– No -contestó Micke afónico-, no entiendo que esto le haya pasado a John.

– Que le haya pasado a John -repitió Lennart como un eco-. Yo también lo he pensado. Habiendo tanta gentuza.

– Vete a casa e intenta dormir un poco. Pareces agotado.

– No me rendiré hasta que lo machaque.

Micke se sintió indeciso. No deseaba oír la palabrería de Lennart sobre la venganza, pero al mismo tiempo no quería quedarse solo. El cansancio había cedido y comprendió que sería una noche muy larga. Reconoció los síntomas. Durante años había padecido de insomnio. Había períodos en los que se encontraba mejor y caía en un letargo profundo, sin sueños, cercano al desmayo. Era un regalo. Pero luego retornaban las noches de vigilia con las heridas abiertas. Esto es lo que sentía: que unas heridas ardientes devastaban sus entrañas.

– ¿Qué ha dicho Aina?

– No creo que lo haya asimilado todavía -dijo Lennart-. Empieza a estar un poco ida y esto la destrozará. Tras la muerte de Margareta, John era su favorito.

La hermana de John y Lennart había muerto en 1968, atropellada por un camión de bebidas junto al Konsum de la calle Väderkvarnsgatan. Era un asunto del que los hermanos nunca hablaban. Su nombre nunca se pronunciaba. Retiraron las fotografías en las que ella aparecía.

Había gente que pensaba que Aina y Albin nunca se repusieron de la pérdida de su hija. Algunos apuntaban a que Albin se había suicidado cuando se resbaló del tejado en Skytteanum esa mañana de abril a comienzo de los años setenta. Otros, sobre todo sus compañeros de taller, sostenían que se había descuidado con el arnés y no lo había asegurado correctamente a la chapa resbaladiza.

Albin nunca se habría suicidado, y si se le hubiera ocurrido quitarse la vida nunca lo habría hecho en horas de trabajo, desde un tejado, un tejado de chapa. Pero la incertidumbre planeó sobre la familia, que incluso después de la muerte de Albin era conocida como la del chapista.

– Pero no he hablado mucho con ella -reconoció Lennart.

Se puso en pie y Micke pensó que lo hacía para coger otra cerveza de la nevera, pero, en cambio, se acercó a la ventana.

– ¿Viste a mi hermano cuando se fue? Me refiero a si miraste por la ventana.

– No -dijo Micke-, me quedé en el sofá mirando Jeopardy.

– ¿Te acuerdas de Teodor?

– ¿Te refieres al Teodor de cuando éramos pequeños? Claro.

– A veces pienso en él. Se ocupó de John y de mí después de que el viejo muriera, nos consiguió trabajo.

– ¿Te acuerdas de cuando jugábamos a las canicas? -inquirió Micke, y sonrió-. Era un fenómeno.

– El que mejor le caía era John.

– Bueno, ayudaba a todo el mundo.

– Sobre todo a John.

– Sería porque era el más pequeño -sostuvo Micke.

– Imagínate que hubiéramos tenido profesores como Teodor -lanzó Lennart.

Micke se preguntó qué le había hecho trasladarse tan atrás en el tiempo. Al parecer, la muerte de John hacía que Lennart repasara la infancia común de los hermanos en Almtuna y para intercambiar recuerdos no había nadie más apropiado que Micke. Este comprendió que Lennart necesitaba recordar la seguridad de su primera infancia. Él mismo no tenía nada en contra de recordar los patios repletos de niños, los juegos, los partidos de bandy sobre el hielo de Fålhagen y el atletismo en Osterängen.