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Esa era la vida que habían tenido, eso era lo que Micke sentía muchas veces, y sospechaba que eso era aún más válido para Lennart. Tras la infancia, comenzando por la escuela de Vaksala, institución de tormento, casi todo fueron putadas.

A Lennart le pusieron en una clase de refuerzo -tenía dificultad para seguir las explicaciones-, donde cayó en las garras de Cara de Piedra, cuyas explicaciones no eran muy difíciles de seguir. Se trataba sobre todo de jugar al ping-pong. Lennart era un especialista después de todos los partidos con Teodor en el cuarto de calderas. Tan bueno que le ganaba a Cara de Piedra un partido tras otro.

Mientras que Teodor les había entreabierto la puerta a la vida adulta con todo el registro de sentimientos emotivos del que el portero era capaz, el despiadado Cara de Piedra golpeaba con violencia su filosofía de la vida en los alumnos.

Entonces Lennart dejó de acudir a clase. Hacía novillos. O devolvía el golpe. En cuarto de secundaria ya casi no aparecía por la escuela. Esta no le había proporcionado nada más que un deficiente conocimiento de leer y escribir. De historia no sabía nada, las matemáticas le cabreaban y se escapaba de los trabajos manuales.

El salón de billar de Sivia, el restaurante Lucullus, que fue el primero de la ciudad en introducir la pizza, y La Colina eran las alternativas que Lennart encontró. Robaba para vivir, para poder jugar al billar y al pinball, para comprar cigarrillos y refrescos. Robaba para impresionar y pegaba para asustar. Parecía razonar que si no era querido sería odiado.

No acusaba a nadie, no le echaba la culpa a nada ni a nadie, pero en lo más profundo de su ser anidaba un odio contra los profesores y el resto de adultos. En casa, Albin tartamudeaba sus reprimendas. Aina se ponía «nerviosa», muchas veces no podía cuidar de sí misma, aún menos del cabezón de su hijo. Aina encontraba consuelo en el pequeño, John, al que, sin embargo, vio seguir los pasos cada vez más salvajes del hermano mayor.

– John era travieso -dijo Micke. Oyó lo ridícula que sonó la palabra al pronunciarla.

– Oye -replicó Lennart, y se sentó de nuevo a la mesa-, hay una cosa en la que he estado pensando. ¿Tenía mi hermano otra tía?

Micke lo miró incrédulo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Que si tenía una amante?

– Yo qué sé, quizá te dijo algo a ti.

– No, nunca lo oí hablar de otra chica. ¿No lo entiendes? Adoraba a Berit.

– Sí, claro. Únicamente le era infiel con los cíclidos.

– ¿Qué pasará con sus peces?

– Justus continuará -expuso Lennart.

Micke pensó en el hijo de John, el niño de papá. Podía ver en Justus al John parco en palabras y con una mirada difícil de atrapar. Era como si el chico descubriera las intenciones de la persona con la que hablaba. Muchas veces Micke se había sentido inferior, como si Justus no se dignara a cargar su cerebro con su charla, menos aún a responder.

Aunque conocía a John desde que eran niños, al recapacitar veía que él también había tenido esa actitud. También se podía considerar a John arrogante y testarudo, reacio a comprometerse. Seguramente, esa fue la razón de que Sagge y John nunca se llevaran bien del todo, a pesar de que John era un diestro artesano.

Era solo en la convivencia con los más allegados, y en especial con Berit, cuando John mostraba algo de sí mismo, alzaba la visera y mostraba un lado repleto de consideración y un humor ácido que se tardaba un rato en comprender.

– Si hay alguien que debe ocuparse de ellos tiene que ser el chaval -coincidió Micke.

Tenía ganas de tomarse una cerveza, pero sabía que si abría una lata Lennart haría lo mismo. Y no solo una. Corría el riesgo de que vaciara la nevera.

El reloj casi marcaba la medianoche y Lennart no mostraba indicios de querer irse a casa. Micke se puso fatigosamente en pie. El día siguiente también sería ajetreado.

– Joder, mira que nevar antes de Navidad -dijo, y fue a buscar un par de cervezas.

17

Berglund llevaba una hora apostado en la parada de la plaza Vaksala del autobús número 9. Sostenía el carné de policía en una mano y una fotografía de John Jonsson en la otra. Tenía la sensación de haber preguntado a un centenar de pasajeros si conocían al hombre de la foto.

– ¿Este es al que asesinaron? -preguntó una mujer con curiosidad.

– ¿Lo reconoce?

– No me relaciono con esa gente -repuso ella.

Iba cargada con bolsas y paquetes, al igual que el resto. El ambiente era tenso. «La gente no parece contenta», pensó Berglund.

Era policía en Uppsala desde hacía muchos años. Esta era una misión rutinaria, una de muchas, pero nunca dejaba de sorprenderle la reacción de los ciudadanos. Ahora, mientras intentaba resolver un asesinato, congelado en la parada del autobús, haciendo horas extras cuando debía estar preparando la fiesta de Navidad con su mujer, encontraba, si no desgana, sí una actitud muy reservada.

Se acercó a un hombre mayor que se acababa de detener, dejaba en el suelo un puñado de bolsas y encendía un cigarrillo.

– Hola, soy Berglund, de la policía -dijo, y enseñó su placa-, ¿reconoce a esta persona?

El hombre dio una profunda calada y luego estudió la fotografía.

– Sí, claro, lo conozco desde hace mucho tiempo. Es el chaval del chapista.

Alzó la vista y lanzó una mirada inquisitiva a Berglund.

– ¿Tiene problemas con la justicia?

A Berglund le gustó la voz del hombre. «Un poco ronca, seguro que fuma mucho», pensó el policía. Y coincidía con su apariencia: un rostro sincero, curtido, de ojos claros.

– No, al contrario. Está muerto.

El hombre dejó caer el cigarrillo al suelo y lo pisó.

– Conocía a sus padres -contó-, Albin y Aina.

Berglund de pronto vislumbró un contexto. Se trataba de una sensación difusa que en realidad no tenía nada que ver con la resolución del asesinato. Tenía que ver más bien con la agradable voz del hombre y su carisma. Se ajustaba al contexto. A veces Berglund se fiaba de esas sensaciones. Si intentaba explicarlo solo encontraba palabras extravagantes, en desuso.

Supuso que el hombre había sido un obrero, quizá de la construcción. Su piel curtida delataba que había estado expuesto al sol, al frío y al viento durante muchos años. El dialecto lo delataba, así como su manera de vestir, el chaquetón y el elegante sombrero algo comido por las polillas, las manos de recias uñas. Parecía un hombre alto, bien aseado, aunque andaba un poco encorvado.

Si hablaran un rato el contexto se aclararía. A pesar de la diferencia de casi quince años, tendrían seguramente una serie de conocidos comunes, de experiencias y referencias compartidas.

Berglund sabía que resolver crímenes era una cuestión de patrones, así que en cierto modo el hombre y su contexto, su barrio, sus recuerdos, sus gestos y su lenguaje eran parte de la solución. Era como si nada fuera imposible; bastaba con tener la habilidad de encajar las piezas del puzzle de la ciudad.

– ¿Vive cerca de aquí?

El hombre hizo un movimiento con la cabeza.

– En la calle Marielundsgatan -dijo-, pero voy a ver al chaval. Vive en Salabackar.

– Yo estaré por aquí una hora más -indicó Berglund-, pero quizá podríamos vernos después y tomar un café.

El hombre dijo sí con la cabeza, como si fuera lo más normal del mundo que un policía te parara en la calle y luego te fueras a tomar café con él.

– Necesito aclarar unas cosas -explicó Berglund.

– Comprendo -asintió el hombre-. Me llamo Oskar Pettersson. Me encontrará en la guía, llámeme si necesita algo. Estaré en casa a las ocho. Solo voy a llevarle unos arenques y unas cuantas cosas al chaval.