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De repente, se enfadó irracionalmente. ¿Había interpretado las palabras de Justus como una especie de deslealtad o era una premonición de que algo horrible había sucedido?

Se sentaron a la mesa de la cocina. Harry había regresado al jardín con su tractor y Berit pensó en retomar el hilo de la conversación sobre quitar nieve, pero guardó silencio al ver la expresión del chico.

Las patatas estaban pastosas y los trozos de carne estaban tiernos pero templados. Justus puso la mesa en silencio. Ella siguió con la mirada sus movimientos mecánicos. Los vaqueros dos tallas mayores colgaban alrededor de sus delgadas piernas y su inexistente trasero. Durante el otoño había cambiado, poco a poco, de forma de vestir y de gustos musicales; del pop inglés, que Berit apreciaba, había pasado a la desordenada y afilada música rap que a los oídos de ella sonaba sencillamente agresiva. El estilo de ropa había cambiado al ritmo de la música.

Miró el reloj de pared. Las nueve. Entonces supo que sería una noche larga. Muy larga.

2

Observó a la conductora del autobús. No cabía duda de que conducía dando bandazos. Muy cerca del coche que la precedía, aceleraba demasiado rápido y tenía que frenar con brusquedad.

– Tías -murmuró disgustado.

El autobús estaba medio lleno. Delante de él había un inmigrante. Seguro que iraní o curdo. A veces parecía que la mitad del barrio estaba habitado por cabezas negras. Tres asientos más allá se sentaba Gunilla. Sonrió para sí al ver su cuello. Había sido una de las más guapas, con su cabello rubio, largo y rizado y unos ojos que brillaban bajo el flequillo. Le daban un aire de hada, sobre todo cuando sonreía. Ahora la melena había perdido su brillo original.

El autobús entró demasiado rápido en la rotonda y el frenazo provocó que un pasajero que se había situado junto a la puerta saliera volando hacia delante. Su bolso golpeó a Gunilla en la cabeza y esta se dio la vuelta. «No ha cambiado, pero…», consideró al ver su expresión de sobresalto pero también de indignación. ¿Cuántas veces la había visto así, el cuerpo girado y el rostro inclinado hacia atrás? En aquel tiempo había algo indolente y travieso en su expresión, como si lanzara una invitación a su observador, pero a Vincent nunca lo había invitado a nada. A él apenas lo había mirado.

– A nada de nada -murmuró.

Se sintió mal. «¡Bájate, no quiero verte más!» El iraní delante de él tenía caspa. El autobús continuó dando bandazos. Gunilla estaba más gorda. La pereza había dado paso a un profundo cansancio.

«¡Bájate!» Vincent Hahn clavó la mirada en el cuello de ella. Tuvo una idea cuando el autobús pasó por lo que en su infancia fue el desguace de Uno Latnz y que hoy en día era una moderna oficina. «Qué locura, qué jodida locura -pensó-, pero tiene que dar un gusto de cojones.»

Soltó una carcajada. El iraní se dio la vuelta y sonrió.

– Tienes caspa -dijo Vincent.

El iraní asintió y su sonrisa se hizo más amplia.

– Caspa -repitió Vincent elevando aún más la voz.

Gunilla, al igual que un puñado de pasajeros, se dio la vuelta. Vincent agachó la cabeza. Sudaba. Se apeó en el café y permaneció inmóvil en la acera. El autobús continuó calle Kungsgatan arriba. Miró sus pies. Siempre se bajaba antes de tiempo. «Pobres pies -pensó-, pobres pies y pobrecito de mí.»

Los pies lo condujeron calle Bangårdgatan abajo hasta el río y luego hasta el puente Ny. Allí se quedó parado con los brazos colgándole con indolencia. Solo se movían sus ojos. Todos parecían tener prisa. Vincent Hahn era el único que estaba quieto. Miró de hito en hito el agua negra. Era el 17 de diciembre de 2001. «¡Qué frío!», pensó, y el sudor de su espalda se congeló.

– Pobres talibanes -dijo en alto-. Pobres todos.

El tráfico a sus espaldas se había intensificado. Cada vez pasaba más gente por el puente. Levantó la cabeza y miró hacia el cine Spegeln. Una multitud se había congregado en la calle. ¿Se trataba de una protesta o de un accidente? Una mujer rió con estridencia. Se trataba de algo tan sencillo como el pase de una película de moda. Risas. El movimiento de la gente a lo largo de la calle se asemejaba a una manifestación de risas.

El reloj de la catedral marcó las seis y él comprobó el de su muñeca. Vincent sonrió triunfante hacia la aguja de la iglesia. El reloj de la iglesia se adelantaba quince segundos. El frío y la brisa del río lo empujaron a cruzar la calle y buscar cobijo en la plaza Stora.

– Estaba tan mal que no me atreví… -oyó decir a una persona con la que se cruzó, y se dio la vuelta ansioso. Le hubiera gustado tanto oír el resto. «¿Qué era lo que estaba tan mal?», se preguntó.

Se detuvo, se fijó en quien él creía que había pronunciado las palabras. «Dentro de poco será peor -tuvo ganas de gritar-, mucho peor.»

3

Ola Haver escuchaba a su mujer con una alegre sonrisa.

– ¿De qué te ríes?

– De nada -respondió Haver a la defensiva.

Rebecka Haver resopló.

– Sigue, quiero oírlo -dijo él, y alargó la mano tras el salero.

Ella le lanzó una mirada para decidir si proseguía con la reflexión sobre su situación laboral.

– Este tipo es un peligro para la salud pública -dijo, y señaló la fotografía del periódico de la Administración Provincial de Servicios Públicos.

– Estás exagerando un poco.

Rebecka negó con la cabeza mientras señalaba de nuevo la jeta barbuda del político provincial. «No me gustaría estar al otro lado de ese dedo», pensó Haver.

– Se trata de los ancianos, los desprotegidos de la sociedad, los que no se atreven a hacerse oír ni pueden hacerlo.

Ya lo había oído antes y comenzaba a estar cansado de sus repeticiones. Se echó más sal.

– La sal no es buena -advirtió Rebecka.

La miró, dejó el salero, cogió la cuchara y comió en silencio el resto del huevo duro demasiado cocido.

Haver se puso en pie, recogió la mesa y colocó la taza de café, el plato y la huevera en el lavaplatos, secó apresurado la encimera y apagó la luz que había sobre la cocina. Después de estos rutinarios quehaceres solía mirar el termómetro, pero esa mañana se quedó parado en medio de la cocina. Algo le impedía dirigirse a la ventana, como si una mano invisible lo retuviera. Rebecka levantó la mirada al instante, pero retornó de inmediato a su lectura. Entonces él lo supo. Después de mirar el termómetro solía inclinarse sobre su mujer, besarla en la frente y decirle algo acerca de lo mucho que la quería. Las mañanas en las que desayunaban juntos eran siempre iguales.

Esta vez dudó o, mejor dicho, fue su cuerpo el que dudó, el que se negó a dar los dos pasos hacia la ventana. Este descubrimiento le sorprendió.

Rebecka había acabado de leer y lo observaba con una especie de celo profesional, ejercitado durante los muchos años de trabajo en el hospital. Él hizo un ademán de cerrar la puerta del lavaplatos, pero ya estaba cerrada.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí -respondió él-. Estaba pensando.

– ¿Te duele la cabeza?

Hizo gestos de negación. Durante el otoño había sufrido continuos ataques de terribles dolores en la frente; el último, hacía unas cuantas semanas. ¿Habría notado ella su indecisión? No lo creía.

– Hoy nos envían a un chico nuevo a la brigada. Es de Gotemburgo.

– Desármalo -dijo Rebecka en tono seco.

No se preocupó de responder, sino que de pronto le entró prisa, salió de la cocina y desapareció en el cuarto contiguo que servía de despacho y biblioteca.

– Volveré tarde -dijo prácticamente desde el interior del armario.

Tiró a un lado un chándal, un par de zapatos y un jersey que le había hecho Rebecka. Debajo de unas cuantas cajas de cartón había una bolsa de plástico de Kapp-Ahl. La cogió, cerró la puerta y cruzó apresurado la cocina.