Cogió las bolsas y subió al autobús que acababa de detenerse. Berglund lo contempló mientras tomaba asiento. No miró por la ventanilla, ¿por qué habría de hacerlo?
Berglund aguantó hasta las siete. Algunos pasajeros creyeron reconocer a John, pero nadie podía dar información alguna, nadie lo había visto en la parada.
Regresó a la comisaría. Hacía frío y Berglund estaba congelado. Había telefoneado a casa para avisar de que trabajaría hasta tarde. Su mujer no se sorprendió.
Berglund no deseaba entrar en su despacho, así que se sirvió un café de la máquina automática y se dejó caer en un sillón desvencijado. Entraron algunos colegas uniformados. Hablaban de la Navidad. Berglund cogió su café y fue a ver al oficial de guardia. Hasta entonces no había ocurrido nada especial, pero tras beberse el café, cuando estaba a punto de irse, recibieron una llamada de emergencia. Se quedó un rato, escuchó como dirigían los coches hacia Sävja y comprendió que Fredriksson trabajaría hasta tarde.
– Agresión a una mujer -dijo el oficial de guardia.
Berglund salió a la oscuridad de diciembre.
Oskar Pettersson vivía en un piso de tres habitaciones en la calle Marielundsgatan, una callecita del barrio de Almtuna. Berglund rechazó el café. Pettersson cogió una lata de cerveza y dos vasos y los puso sobre la mesa de la cocina. Había una radio encendida. El hombre escuchó un par de segundos, como si hubiera captado algo que le interesara, antes de apagarla con un movimiento reflexivo.
– Hoy en día solo escucho la Pl -informó-. Mis oídos no soportan otra cosa.
Berglund sirvió un poco de cerveza. Primero a sí mismo y luego al hombre sentado frente a él.
– Sí, conocía bien a Albin -comenzó de pronto-. Éramos parientes lejanos y, además, me lo encontraba en las obras de vez en cuando. Salíamos juntos cuando éramos jóvenes. Entonces la ciudad era pequeña.
– ¿Trabajaba en la construcción?
– Cemento -dijo sin pretensiones-. Sí.
Miró alrededor de la cocina.
– Ahora estoy viudo.
– ¿Desde hace mucho?
– En marzo hará tres años. Cáncer.
Le dio un trago a su cerveza.
– Fue a través de Eugen, el hermano de Aina, el tío de John, que empecé a relacionarme con Albin y Aina. Eugen y yo trabajamos juntos durante muchos años. Primero en Tysta Kalle y luego en Dios. Era un tipo alegre. Aina era más prudente. Albin también. Creo que los dos se querían. Me dio esa sensación. Nunca los oí pelearse. Albin era uno de los mejores chapistas del mercado. Murió, supongo que ya lo sabrá.
Berglund asintió con la cabeza.
– A veces me encontraba a John por la ciudad, sobre todo después de que pusiera un pie en el taller. De vez en cuando pienso en ello: ¿qué determina el carácter de las personas? Si se buscara en su herencia biológica no habría nada que indicara que Lennart y John fueran criminales.
«Gente decente.» Berglund recordó lo que Ottosson solía decir.
– Luego está el entorno -prosiguió el trabajador de la construcción, con la misma voz suave, pero potente, que Berglund había apreciado de inmediato-. Crecieron justo aquí al lado. También había manzanas podridas por aquí, pero la mayoría eran personas formales. ¿De dónde es usted?
Berglund se rió, sorprendido por el rápido cambio.
– Yo soy de Eriksberg, cuando todavía era zona agrícola. El viejo construyó allí su propia casa en los años cuarenta. Trabajaba en Ekeby.
Pettersson asintió.
– Él se ocupaba de los hornos y mi madre, de los niños. Mi padre solía trabajar de noche y dormir de día.
– Ahí lo tiene -dijo-. ¿Seguro que no quiere café?
– No, gracias. Cuénteme algo más de John.
– Creo que le cabreó mucho perder el trabajo. Me dijo en una ocasión que se sentía como si no valiera nada. Lo suyo era soldar. Había heredado la minuciosidad de Albin. Las personas tienen que tener un lugar en el que sentirse a gusto, es así de sencillo, ¿no cree?
– ¡Exacto! -exclamó Berglund-. ¿Se veían mucho?
– En realidad no, a veces en Obs. Suelo ir por ahí a comer y a hablar un poco con los demás viejos. Algunas veces nos tropezábamos por la ciudad y tomábamos un café. Creo que le gustaba hablar conmigo. Le gustaba hablar.
«Extraño -pensó Berglund-, es la primera vez que oigo decir a alguien que a John le gustara hablar.»
– Pero noté que tramaba algo.
– ¿Qué?
– Bueno, tenía sus peces, ¿lo sabía? Se me ocurrió que iba a hacer algo con los peces. Durante un tiempo fue muy activo en no sé qué tipo de asociación. Las hay para cualquier cosa.
– ¿A qué se refiere con «hacer algo»? ¿Una tienda, es eso?
– No, no lo sé, algo con el acuario. Tenía un sueño.
– Pero no le dijo nada más concreto, de qué se trataba.
– No, únicamente que tenía algo en mente.
– Cuando se encontraron, ¿hablaron de cómo estaban las cosas en casa?
– No mucho. Estaba muy apegado al chaval. ¿Conoció a un tal Sandberg que trabajaba en Ekeby? También trabajaba en los hornos. Un tipo gordo, algo irascible.
Berglund rió.
– Todos los que trabajan en los hornos se vuelven irascibles, forma parte de la profesión.
Los dos hombres se miraron y sonrieron.
– Debe de llevar muerto por lo menos cuarenta años -dijo Pettersson-, pero él conocía a mi viejo.
– ¿Cómo andaba John de dinero?
– No creo que pasara penurias. Siempre iba bien arreglado.
– ¿Bebía?
Pettersson negó con la cabeza.
– Joder, mire que morir de esa manera -soltó-. Todo el mundo registrando hasta la última arruga de tus calzoncillos. Imagínese que se pudiera prestar tanta atención a la gente mientras está viva.
Berglund se quedó hasta casi las diez. Oskar Pettersson lo acompañó al recibidor, pero regresó inmediatamente a la cocina. Berglund oyó como encendía la radio. Oraciones nocturnas.
– Me gusta escuchar las noticias, es lo último que hago.
Pettersson volvió al recibidor.
– Después leo un poco -explicó, mientras Berglund se anudaba las botas de invierno.
– Buenos zapatos -dijo Pettersson con aprobación-. Formo parte de un grupo de la Organización Nacional de Jubilados, nos reunimos una vez al mes para hablar de libros.
– ¿Qué está leyendo ahora?
– Un libro sobre la peste negra. He pensado en su hermano, Lennart, ¿cómo le va?
– Bueno -dijo Berglund dudando-, él es como es.
– En otras palabras, un desastre. Está hecho de otra pasta. Recuerdo el trabajo que Albin y Aina tenían con el chaval. Trabajó en Dios un par de años. Luego le cayó encima un radiador, o se cayó de un andamio, no recuerdo bien. De todas formas, salió malparado.
– Albin se cayó de un tejado -señaló Berglund.
– Es típico, bacía un trabajo para los académicos al otro lado del río.
– Gracias por la cerveza -dijo Berglund.
– Gracias a usted -respondió Oskar Pettersson, y le estrechó la mano-. Pase cuando quiera, así podremos resolver por qué uno se vuelve tan irascible en los hornos.
Berglund caminó lentamente de vuelta a casa. Vivía a solo un kilómetro de distancia. «Fue aquí donde todo empezó -pensó-, en Almtuna.» Se quedó parado un rato junto a la tienda de antigüedades. Un Papá Noel electrificado relucía en el escaparate. El rígido rostro del Papá Noel, con las mejillas rojas, brillaba con cierto aspecto fantasmal, relucía como la cera.
La calle Ymergatan. El gigante Ymir de la mitología escandinava. Su hermano lo asesinó y su carne se transformó en tierra y de su sangre surgieron todas las aguas. Con su cráneo se creó el cielo y con sus cejas se construyeron murallas para proteger a los hombres de los gigantes. Midgard, el mundo de los hombres. «Ahí comenzó todo. Nuestra historia. Me pregunto si las personas de esta calle, hijos e hijas de Ask y Embía, la conocen -pensó Berglund-. Seguramente no.»