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No recordaba toda la historia, pero lo suficiente para quedarse parado en el cruce un buen rato. Vislumbró algunos paseantes nocturnos. Un Volvo pasó lentamente; a Berglund se le ocurrió que tal vez fuera un colega en un coche camuflado.

Su mirada recorrió la calle Ymergatan. Allí, en alguna parte, se accidentó la hermana pequeña de John. «¿Qué determina el carácter de las personas?», había preguntado Oskar Pettersson. Los Jonsson eran una de las familias que vivían en Almtuna. Las desgracias habían llegado una tras otra. Ahora tres de ellos estaban muertos: la niña pequeña; Albin, el padre, y ahora también John, el hijo. Un accidente, un posible suicidio y un asesinato. Como si todas las muertes violentas de la calle, del barrio, se concentraran en una sola familla.

No era la primera vez que Berglund trataba con perjudicados. Formaban un grupo propio dentro de la sociedad. Familias predeterminadas a no tener una muerte apacible entre sábanas después de una larga vida, arrastradas a accidentes, infartos repentinos, rayos, incendios y violencia externa. Como si ellos cargaran con la cuota colectiva, expuestos a una especie de excepción en la estadística del promedio de posibilidades.

Una desgracia conduce a otra, así eran las cosas, Berglund lo sabía. Los imanes para las desgracias también existían en la literatura. Mientras vivían, pero sobre todo una vez muertos, se convertían en mitos, celebrados y censurados, pero también compadecidos.

La calle Ymergatan. Berglund experimentó durante medio minuto la belleza de la noche. La calle cubierta de nieve, donde la huella de una sola bicicleta corría como una senda hacia el país de los gigantes; los árboles doblados bajo el peso de la nieve, descansando, esperando; las ventanas, la mayor parte iluminadas con estrellas y candelabros de adviento; los grandes copos de nieve arremolinándose bajo el brillo de las farolas.

«Mi ciudad», pensó Berglund. Aunque había crecido al otro lado del río, Almtuna era una zona conocida, el símbolo mismo de la sociedad con la que soñó el joven auxiliar de Ekeby. La proximidad de la Navidad, una festividad que siempre le había gustado celebrar, el efecto reconciliador de la nieve y el encuentro con Oskar Pettersson consiguieron que la imagen de John y su familia se apartara de su cabeza y de la versión idílica que deseaba tener de su ciudad.

Fue un breve instante, él era un policía de la Brigada Criminal en medio de la investigación de un asesinato. Pero durante mucho tiempo recordaría la vista de la calle Ymergatan vestida de invierno.

Su ciudad. Oskar Pettersson había hablado de los académicos. Hacía mucho tiempo que Berglund no había escuchado esa palabra referida a la gente con estudios. Berglund sabía que existían dos ciudades, dos Uppsala: la de Oskar y la de los académicos. Ya no se hablaba tanto de ello, pero uno podía sentirlo. Hasta en la comisaría.

¿Hubiera sido mejor si Albin se hubiera caído del techo resbaladizo de una casa de HSB [6] en lugar de un edificio del mundo académico? Berglund comprendía a qué se refería el viejo. Era una cuestión de clases. La clase obrera, Oskar y Albin, siempre resbalaba del tejado de los ricos, de los académicos. Esa también había sido la opinión del joven asistente y Berglund la había heredado. Siempre había votado a los socialdemócratas. Ahora apenas se hablaba de política en clave de partidos en la Brigada Criminal, pero sabía que pertenecía a una minoría entre sus colegas. Berglund sabía que Ottosson votaba a los liberales, pero eso no era el resultado de un profundo convencimiento político, sino más bien falta de imaginación y la costumbre del poder. Cuando se trataba de analizar los fenómenos sociales, Berglund y Ottosson tenían opiniones coincidentes. Ottosson deseaba ser como la gente normal, y por eso los liberales le convencían. Ann Lindell era más difícil de catalogar; al parecer, no le interesaba la política. Riis era conservador, al igual que Ryde, el técnico forense. Rasbo-Nilsson era del partido de centro, sobre todo porque procedía del campo.

Berglund dejó de pensar en sus colegas. Era hora de volver a casa, pero no pudo evitar coger el móvil y llamar a Fredriksson para preguntar cómo iban las cosas por Sävja.

– Bien, gracias -respondió Allan Fredriksson.

Berglund notó su cansancio. Confiaba en que no chocara contra la famosa pared, como hizo años atrás.

– Hay una conexión entre la agresión de Sävja y John -continuó el colega-. El autor del delito era compañero de escuela de la mujer, al igual que John Jonsson.

– ¿Está detenido?

– Lo estamos buscando.

– ¿Cómo se llama?

– Vincent Hahn. Vive en Sävja, pero no está en casa. Está bastante mal de la cabeza.

– ¿Físicamente?

– Las dos cosas, creo.

– ¿Necesitas ayuda?

Berglund quería irse a casa, pero no pudo dejar de preguntar.

– Gracias por preguntar, pero no hace falta -dijo Fredriksson.

Finalizaron la conversación y Berglund sintió una penetrante sensación de inquietud. ¿Se enfrentaban a un loco obsesionado con los antiguos alumnos de la escuela de Vaksala?

18

Justus posó la mano sobre la superficie del agua como solía hacer John. Los peces estaban tan acostumbrados a su mano que aparecían a los pocos segundos y la mordisqueaban. Eso sucedía con la mano de John. Esta vez no se acercaron. «Nadie podrá afirmar que los peces de acuario son tontos», pensó Justus.

¿Por qué hacía eso John? ¿Era para comprobar la temperatura o simplemente para tener contacto con ellos? Justus nunca le había preguntado. Eran tantas las cosas que no había averiguado. Ahora era demasiado tarde, pero sabía que era él quien se debía ocupar del acuario. A Berit nunca le había interesado demasiado. Le parecía bonito y sus protestas por el nuevo acuario fueron tímidas. Ella sabía que John no se dejaría influenciar. Justus creía que en el fondo a ella le agradaba la pasión de John. Había cosas mucho peores a las que un hombre podía dedicarse.

Justus introdujo la manguera y comenzó a vaciar el agua. Berit estaba sentada en la cocina con la abuela. Oía sus voces amortiguadas. Hablaban en voz baja para que él no pudiera oírlas. Pensaban que no lo soportaría. Sabía que hablaban del entierro de John.

Cuando el cubo estuvo medio lleno pasó la manguera al siguiente y se llevó el primero al cuarto de baño. Tenía que quitar trescientos litros. Treinta cubos llenos, pero Justus no se atrevía a llenarlos tanto como John, así que tendría que dar cuarenta paseos. Y luego los mismos de vuelta.

La maniobra se debía repetir una vez a la semana. ¿Cuántas veces tendría que ir y venir del cuarto de baño? Sospechaba que Berit querría vender los peces y el acuario, pero aún no había dicho nada.

«Mi princesa de Burundi», así la había llamado. Al principio no entendió, pero luego comenzó a reír.

– ¡Entonces soy una bella princesa!

John había lanzado a Justus una mirada de complicidad. Era un secreto entre ambos. Berit ya lo sabría a su debido tiempo. Cuando todo estuviera listo y preparado, como decía John. «Listo y preparado», se repitió el chico a sí mismo. Había que vaciar el tercer cubo. Quedaban treinta y siete.

– Eres mi princesa, ya lo sabes.

Esas habían sido sus palabras. Su risa desapareció. Había algo en su voz que le hizo estar alerta. John, que normalmente era muy atento, no percibió el cambio en su rostro, sino que continuó.

– Tendrás tu propio principado.

«¿Estaba borracho aquella noche?», pensó Justus.

– ¿Crees que tenemos que vivir así?

– ¿Qué quieres decir?

Entonces él se despertó, retornó a la realidad, y se marchitó como una planta sin agua ante la mirada de ella.

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[6] Cooperativa para la compra de viviendas. (N. del T.)