Después de un par de minutos había llegado al camino de Dag Hammarskjölds, inseguro sobre qué dirección tomar. Nevaba un poco. Pasaron algunos coches. Se retiró entre los árboles del parque. Una joven pareja venía paseando hacia él. Reían. Seguro que debajo de los gruesos anoraks ambos iban bien vestidos. La mujer llevaba en la mano una bolsa de plástico y algo que Vincent identificó como unos zapatos.
Se ocultó tras un árbol, dejó que lo adelantaran antes de situarse rápidamente justo detrás de ellos. La nieve amortiguaba el ruido cíe sus pasos y consiguió sorprenderlos. Le arrebató al hombre su gorro de lana, dio media vuelta y salió corriendo del parque. Después de una quincena de metros se volvió. La pareja permanecía parada en el mismo lugar, mirándolo. Sabía que no lo perseguirían, pero continuó corriendo hacia el castillo.
Durante la huida se puso el gorro, buscó la pendiente hacia la calle Nedre Slottsgatan y llegó a la parte norte del Svandammen. Allí tomó aliento, cogió un puñado de nieve, se limpió la cara y se caló el gorro por encima de las cejas.
Un taxi abandonó el restaurante Flustret. Lo detuvo en medio del cruce y se sentó en el asiento trasero. El taxista lo miró a través del retrovisor.
– Voy a Arsta -dijo Vincent Hahn sorprendido de que su voz sonara tan serena-. Puede dejarme en el centro.
La radio del taxi crepitó. El taxista introdujo unos datos en su ordenador antes de que el coche arrancara y dejara atrás el puente Islands.
Vincent no dijo nada durante el trayecto, puso en orden sus pensamientos. Ahora era un hombre buscado y planeó con deleite cómo podría engañar a sus perseguidores. Hasta ahora todo había salido bien. La pista acabaría en urgencias. El hombre que lo había recogido seguro que llamaría a la policía cuando leyera el periódico de la mañana. La pareja del gorro probablemente no. Ahora todo dependía de no cometer ninguna tontería. Tenía que curar la herida, eso era lo más importante.
Dejó una buena propina, se bajó y esperó a que el taxi desapareciera antes de cruzar la carretera hacia Salabackar. Ahora todo dependía de que Vivian estuviera en casa.
Vivian había sido su cuñada quince años atrás, antes de divorciarse de su hermano, Wolfgang. Vivía en un apartamento de tres habitaciones en la calle Johannesbäcksgatan. El espacio no era problema, la cuestión era si lo dejaría entrar. No tenían mucha relación, pero se veían de vez en cuando. Un par de veces habían tomado un café en el centro y en alguna ocasión ella fue a verlo a su casa de Sävja. Su hermano apenas lo llamaba y Vivian era una manera de tener noticias de Wolfgang, que se había mudado a Tel Aviv diez años atrás.
Lanzó una bola de nieve contra la ventana y al acertar al primer intento le invadió una oleada de satisfacción. La cara de Vivian apareció casi de inmediato tras las cortinas, como si hubiera estado esperando el golpe de una bola de nieve durante la noche.
Parecía asustada. Lo notó a pesar de que la ventana se encontraba en un tercer piso. Quizá creía que era su ex marido. Los primeros años después del divorcio él la había acosado de diferentes maneras: por teléfono, con golpes en la puerta y esperándola en el portal cuando ella iba a trabajar.
¿Fue esa la razón de que sonriera al comprobar que se trataba de su cuñado? El rostro desapareció de la ventana y después de unos segundos se encendió la luz de la escalera. Vincent sintió agradecimiento, una sensación que raramente experimentaba. «Por fin alguien me echa una mano», pensó, y se acercó a la puerta.
Vivian aún sonreía al abrir la puerta, pero su sonrisa se trocó en miedo al ver su rostro.
– ¿Qué has hecho?
– Me han atacado -respondió con una voz complaciente, lo que la asustó aún más.
– ¿Atacado? -repitió mecánicamente.
Él asintió y entró.
20
Mossa permaneció un rato fuera del restaurante. Sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio una calada; lanzó un saludo con la cabeza a un conocido que entraba. A Lennart le pareció que había envejecido. El pelo negro ya no era tan negro y la pose, no tan segura, pero aún conservaba su estilo. «Tibio -pensó Lennart-. No es frío, sino tibio.»
El iraní estaba solo. Como de costumbre. Esa era la razón de su éxito. Jugaba sus propias cartas, aceptaba las pérdidas, pero sobre todo las ganancias.
Comenzó a caminar. Lennart lo siguió, pero no demasiado cerca. Creía que Mossa lo notaría, como si tuviera un radar interno. Lennart prefirió esperar. Contactar con él en mitad de la calle no era buena idea, nunca se sabía quién podría verlos juntos. A Lennart no le importaba, pero Mossa podía ser muy sensible con aquellas cosas.
Lo siguió calle Sysslomansgatan abajo. Había un decímetro de nieve en las aceras y cada paso que Lennart daba le recordaba la muerte de su hermano en el vertedero de nieve y crecía con fuerza su determinación de castigar al asesino de John.
Las huellas de Mossa eran pequeñas. Todo él era delgado. Se movía con rapidez y sin dificultad, se desplazaba fumando con la cabeza encorvada. Lennart lo vio pasar por la calle Sankt Olofsgatan y decidió abordarlo en el callejón estrecho y mal iluminado al pie de la catedral. Aceleró sus pasos amortiguados por la nieve.
De repente Mossa se dio la vuelta. Ahora Lennart estaba justo a su lado, quizá a solo un par de metros.
– ¿Qué quieres?
– ¿Qué tal, Mossa, cómo estás?
– ¿Qué quieres? -repitió el iraní, y dejó caer el cigarrillo recién encendido al suelo.
– Necesito ayuda -dijo Lennart, pero se arrepintió al momento. Mossa no ayudaba a nadie, solo a su madre y a su hermano pequeño minusválido. Observó a Lennart con un semblante inexpresivo.
– Tu hermano era torpe, no hay que darle más vueltas -señaló Mossa al cabo.
Lennart sintió una mezcla de alegría, excitación y miedo. Mossa lo había reconocido y hablaría con él.
– ¿Qué quieres decir?
– Exactamente lo que digo, era un torpe, un imprudente.
– ¿Sabes algo?
Mossa encendió un cigarrillo. Lennart se acercó un paso. El iraní alzó la mirada y metió la mano en el bolsillo del abrigo.
– No -repuso lacónico.
– ¿No has oído nada?
– Tu hermano era un buen tipo, no como muchos otros suecos. Me recordaba a un amigo mío de la infancia, en Shiraz.
El iraní guardó silencio, dio una calada.
– Solo sé que estaba planeando algo. Algo grande, demasiado grande para él. ¿Sabes?
El, por lo general, cuidado lenguaje de Mossa adquiría de vez en cuando tintes callejeros.
– En octubre oí algo. Un negocio. De pronto John manejaba más dinero de la cuenta. Fue en una partida, quiso subir la apuesta, jugar para ganar aún más.
Lennart pisoteaba nervioso la nieve. Los zapatos dejaban entrar la humedad. La charla de Mossa era reflexiva.
– Y ganó.
– ¿Cuánto?
Mossa sonrió. Lo hacía de buena gana cuando se trataba de ganancias al póquer.
– Mucho más de lo que tú hayas tenido nunca en las manos. Casi doscientos mil pavos.
– ¿Ganó doscientas mil coronas?
El iraní asintió con la cabeza.
– ¿Qué dijo?
– Nada de nada, recogió su dinero y se largó. Eran las cuatro y media de la mañana.
– ¿Dónde tuvo lugar la partida?
– Yo mismo perdí treinta y cinco mil -dijo Mossa.
Lennart se sintió engañado, traicionado por su hermano. Había ganado una fortuna y no le había dicho nada. Fue como si Mossa pudiera leer sus pensamientos.
– Cuando nos cruzamos dijo algo así como que la cosa ya empezaba a ser de verdad, ahora podría realizar su sueño. Y que tú formabas parte de él.
– ¿Yo?
– Sí, solo tenía un hermano, ¿no? Dijo que su hermano también participaría.