– ¿En qué?
– Creía que tú lo sabrías.
Lennart agitó la cabeza sin comprender nada. ¿Él formaría parte? ¿De qué? ¿Qué era lo que John había planeado con tanto secreto? Lennart no entendía nada. No había oído ni una insinuación, ni una sola palabra.
– Mi amigo de Shiraz también murió joven. Lo quemaron vivo. El tuyo murió en la nieve.
– ¿Dijo algo más?
Mossa miró a Lennart. Apareció un destello de amabilidad en su mirada.
– Creo que le caías bien a John -dijo, y pescó de nuevo el paquete de cigarrillos.
– ¿Quién más sabía lo del dinero?
– Habla con su amigo, creo que se llama Micke.
– ¿Lo sabía?
– No lo sé, pero John mencionó su nombre.
Pasó una pareja de ancianos. Mossa se apartó.
– Ahora tengo que irme -dijo, se dio media vuelta, adelantó a la pareja y dobló la esquina hacia el puente Dom.
Lennart permaneció parado, aturdido por toda la información. ¿Qué había de cierto en todo aquello? ¿Mossa se había burlado de él? No, ¿por qué iba a hacerlo? A Lennart le había dado la sensación de que el iraní lo había estado esperando, que deseaba hablar de John y contarle que había ganado al póquer.
¿Qué sabía Micke? ¡Menudo cabrón! Ahí sentado, tan mojigato, sollozando sobre la amistad, sin mencionar en ningún momento que John había ganado un pastón.
Lennart pateó con los pies para quitarse la nieve y el frío de encima. Decidió buscar a Micke inmediatamente y ponerlo contra la pared. Se había olvidado de preguntarle a Mossa quiénes habían estado alrededor de la mesa de póquer. Quizá alguno de ellos quiso vengarse por la pérdida. Mossa había perdido treinta y cinco mil coronas, pero alguien tuvo que perder mucho más. ¿Quiénes habían ganado y quiénes habían perdido?
Mossa nunca revelaría la identidad del resto de participantes. Sería una violación del acuerdo tácito entre jugadores. Había que aceptar las ganancias y las pérdidas, pero después nadie podía ir hablando mierda, esa era la regla. Por otro lado, perder hacía que la gente cavilara, muchas veces de forma vengativa, y entonces el código de honor cedía.
John no era de los que hacían rabiar con su conversación o sus pullas. Nunca se daba aires de superioridad, pero Lennart sabía que el dinero podía echar a perder a una persona. Quizá alguien se había vengado.
Micke acababa de ver una película de suspense alemana en la tele cuando oyó como se abría la puerta de la calle. Se levantó de un salto del sofá y, por un instante, pensó que John había regresado. Después el miedo se apoderó de él. Se acurrucó instintivamente detrás del sillón cuando la puerta de la calle se cerró tras el intruso.
– ¿Dónde coño estás?
La voz de Lennart sonaba como cuando se había tomado un par de tragos, una mezcla de impaciencia, rabia y supuestos agravios. Micke se puso en pie en el mismo instante en que Lennart entró en el salón.
– ¿Por qué coño te escondes?
– ¿No te han enseñado a llamar? ¿Y cómo has entrado en el portal?
Su miedo ahora se tornó en rabia.
– Chilla lo que quieras -dijo Lennart, y se situó en medio de la habitación-. ¿Por qué mientes?
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a John. Ganó mucha pasta y no dijiste ni mierda.
– Creía que lo sabías.
– Una mierda. Lo ocultaste.
De pronto Micke se sintió agotado. Se sentó de nuevo en el sofá y alargó la mano tras el vaso de vino, pero estaba vacío.
– No te sientes ni pongas caritas de gilipollas -gritó Lennart de repente.
– ¿Qué te pasa? Sabía que había ganado dinero jugando al póquer, pero nada más. No me contó con quién jugaba.
– ¿Te dijo cuánto?
Micke negó con la cabeza.
– Ya sabes cómo era John.
– ¡No hables mierda de mi hermano!
Lennart se acercó un paso al sofá.
– ¡Tranquilízate!
– No me digas lo que tengo que hacer, ¡cabrón de mierda!
Agarró a Micke por la camisa y lo levantó del sofá de un tirón. «Qué fuerte es», le dio tiempo a pensar a Micke antes de que Lennart le diera un cabezazo en la nariz. La habitación dio vueltas y su cuerpo se desplomó sobre la mesa.
Cuando recobró el conocimiento Lennart había desaparecido. Se puso con dificultad a cuatro patas. Le sangraba la nariz. Se palpó el rostro con una mano. «Qué gilipollas es ese cabrón», pensó, y la rabia le llegó como una ola, primero porque la alfombra estaba perdida de gotas de sangre, luego por no poder estar en paz en su propio apartamento.
«Lo voy a denunciar», pensó, pero se arrepintió enseguida. No era una buena idea, más bien todo lo contrario. Lennart nunca olvidaría ni perdonaría algo así. Lo perseguiría durante años. Quizá no lo atacase físicamente, pero no lo dejaría tranquilo. Micke no se relacionaba con Lennart, pero este había estado presente como hermano de John. Ahora el contacto esporádico desaparecería por completo. Mejor así, Micke no quería arriesgarse a recibir más visitas de Lennart.
«Lo mejor es estarse quieto, sonarse y esperar que el loco ese no regrese», pensó mientras intentaba ponerse en pie y dirigirse al cuarto de baño tambaleándose.
Ahí dentro estaba Lennart, sentado en el inodoro, llorando en silencio. Tenía el rostro hinchado y enrojecido.
– Está bien -dijo Micke-, vete a casa. Tómate una cerveza y olvida todo esto.
– Lo echo de menos -soltó Lennart sollozando-. Mi hermano pequeño.
Micke posó la mano sobre su hombro.
– Lo entiendo, John era el mejor de todos nosotros.
21
Ann Lindell le puso el mono de invierno a Erik. Sus ojos la seguían, atentos. Ella se detuvo un instante. «¿Se parece a mí o a su padre?», pensó. El ingeniero ausente que conoció una noche y luego nunca más volvió a ver. Pensó si ignoraba que había sido padre o si, por el contrario, lo presentía. No, ¿por qué iba a hacerlo? Aunque quizá, sin saberlo ella, él la había visto por la ciudad, embarazada, y había adivinado que era el padre. «Los hombres no son tan listos.» Sonrió. Erik le devolvió la sonrisa.
– Pero tú sí lo eres -dijo, y pasó con cuidado los deditos por la manga.
Tenía cita con el pediatra. Desde hacía un mes a Erik le habían salido unas pequeñas erupciones en la piel que le picaban, iban y venían, y quería saber de qué se trataba. Sus padres irían a pasar las navidades y su madre la asediaría a preguntas sobre las erupciones. Así que por ambas razones era una buena idea visitar al médico.
Cogió el cochecito en el portal y decidió bajar caminando hasta el centro. Había subido de peso después del embarazo. Sus pechos y sus muslos se habían hinchado y su barriga plana era un recuerdo lejano. No era algo que le preocupara demasiado, pero sabía que una mujer de su edad fácilmente cogía unos gramos por aquí y unos kilos por allá, para acabar convirtiéndose en una persona sedentaria con sobrepeso.
Seguramente su aumento de peso estaba ligado a su nueva vida. Ahora se movía menos y comía más que antes. Esa era una de sus debilidades, comer ese poco de más, regalarse algún capricho. Nunca había tenido muchas amistades, pero ahora cada vez se encontraba menos con otras personas. Prefería quedarse en casa, miraba despreocupadamente la televisión y comía un buen queso o un dulce. Se había acostumbrado a esa vida con una rapidez sorprendente. Claro que echaba de menos el trabajo, el estrés, la conversación con los colegas y la excitación que conllevaba estar siempre rodeada de gente. Al principio de la baja por maternidad sintió una gran liberación, pero durante los últimos meses la inquietud había aumentado.
Ahora no se encargaba de ninguna investigación, no participaba en ninguna reunión matinal y no la despertaban llamadas telefónicas que trataban de violencia y desgracias. Se sentía libre de cualquier responsabilidad. Erik era increíblemente fácil de tratar. Si comía y dormía con la suficiente regularidad todo era paz y tranquilidad. Ni siquiera había tenido un ordinario cólico. El primer problema de verdad eran los granitos en la piel.