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Tardó veinte minutos en llegar al centro. Sudaba bajo el abrigo. Antes no solía llevar abrigo, casi siempre salía únicamente con una chaqueta corta o un jersey.

– Te estás convirtiendo en toda una señora -le dijo Ottosson la última vez que ella pasó de visita por la comisaría.

– Quiere decir en una vieja -añadió Sammy Nilsson.

La habían mirado como nunca antes habían hecho. Esa fue por lo menos la sensación que ella tuvo y que le creó inseguridad. Estaba orgullosa de ser madre. Del hijo del que ella, y solo ella, se ocupaba, Quizá no fuera ninguna proeza -lo habían hecho millones de madres antes, y sin paritorios ni un año de controles médicos-, pero era ella, Ann Lindell, la que era madre. Nadie en el mundo, ni hombre ni mujer, le podía quitar esa sensación de orgullo. Sabía que era un pensamiento reaccionario y ridículo, pero estaba cualificada. Formaba parte de una hermandad junto con el resto de madres, vivas y muertas. Era un grupo exclusivo, la mitad de la humanidad estaba directamente excluida, y además muchas otras que no querían o no podían dar a luz una nueva vida.

A veces se preguntaba si los hombres sentirían lo mismo. Suponía que sabía demasiado poco sobre ellos como para decir algo categórico. Se había encontrado a padres que empujaban el cochecito del niño con esa mirada casi ridícula de felicidad, pero ¿sentían lo mismo? No tenía a ningún hombre a quien preguntar. Edvard, el hombre que mejor conocía, había cargado el dolor de la mala relación con sus dos hijos. ¿Sería capaz una mujer de huir como hizo él? En realidad estaba cansada de sus elucubraciones caseras casi filosóficas, pero estas no desaparecían. Comprendía que volvían para que ella pudiera trabajar su propia frustración y su propia soledad. Pues en realidad estaba sola, a pesar de la maternidad.

Parir un hijo y verlo desarrollarse era una experiencia fantástica, pero al mismo tiempo aburrida. Esa era la palabra que utilizaba; «aburrida». No se lo dijo a nadie, pero echaba de menos la emoción del trabajo como policía de la Brigada Criminal. Empezó a intuir por qué había elegido la profesión. No era por razones filantrópicas, sino más bien por la excitación, esperar lo inesperado, lo extraordinario, la sensación de sentirse en el centro de la ruleta de la fortuna donde se formulan las preguntas sobre la vida y la muerte.

Llegó al centro de atención infantil justo antes de la una y la atendió Karin, a la que había visto en otras ocasiones. Le gustaba Karin, la mujercita de las pequeñas y limpias sandalias amarillas. Hablaron de la mastitis y de la combinación de vacío, nostalgia, alivio y liberación que significaba la falta de menstruación. Ann y ella se llevaban bien.

Todavía daba de mamar, pero estaba pensando dejarlo. La criatura se negaba a mamar del pecho izquierdo, que ahora había adoptado su proporción normal, mientras que el derecho era tan grande como una pelota de fútbol. Ann se sentía a veces como una vaca. Deseaba mantener la intimidad que implicaba amamantar, pero, al mismo tiempo, quería recuperar sus pechos.

Desvistió al niño y mostró los granitos en el pecho y en la espalda. Karin los estudió con detalle y le explicó que seguramente eran debidos a algo que Ann comía.

– Piensa en lo que comes -dijo-. Erik reacciona a algo que tomas. Si fuera verano, diría que se trata de las fresas.

– Me gusta mucho la comida india -señaló Ann-, ¿puede ser eso? Comino y jengibre, por ejemplo.

– ¿Te refieres a comida picante? No, entonces a Erik le dolería la tripa.

– ¿No será algún virus?

Ann se sintió impotente. La idea de que cualquier cosa se podía deber a un virus se la contagió una mujer en la guardería pública a la que iba a veces. No porque se sintiera bien allí; lo veía más bien como una prueba, algo por lo que las madres primerizas debían pasar.

– No, no creo que sea eso mientras estés amamantándolo.

Se pusieron de acuerdo en que Ann pensaría detenidamente qué era lo que comía y cómo reaccionaba Erik a las distintas comidas.

Estuvieron hablando durante media hora. Karin era una confidente que no esquivaba las preguntas complicadas y sensibles. Intuía el desconcierto de Ann ante la maternidad. Ya lo había visto con anterioridad y, sin embargo, hacía las preguntas correctas con un tacto que hacía que Ann se sintiera totalmente relajada y tranquila ante la profesional enfermera. Daba los consejos de tal forma que nunca parecían criticar la falta de conocimientos e instinto de Ann.

Se separaron en el pasillo. Ann se dio la vuelta y la despidió con la mano, tomó la de Erik y dejó que él también saludara. De pronto Karin pareció medrosa, pero levantó la mano en un tímido saludo.

Ann Lindell salió al sol de diciembre, que ahora se hundía con más rapidez en el horizonte, con una sensación de gratitud. Siguió calle abajo y decidió acercarse a la comisaría. Miró el reloj. Casi las dos. Seguro que Ottosson estaba allí. Probablemente tendría tiempo para tomar una taza de té y charlar un rato.

*****

La puerta estaba abierta y Lindell echó un vistazo. Ottosson estaba sentado a su mesa. Concentrado en un papel que tenía delante. Oyó que murmuraba. Luego le dio la vuelta a la hoja y suspiró.

– ¿Molesto?

Ottosson se sobresaltó, alzó la mirada y la primera confusión se transformó en una sonrisa.

– ¿Te he asustado?

– No, me ha asustado lo que leía.

No dijo nada más, pero la observó.

– Tienes buen aspecto -dijo.

Lindell sonrió. Siempre decía lo mismo, incluso cuando ella se sentía miserable.

– ¿Qué hacéis?

Ottosson desoyó la pregunta y se interesó por Erik.

– Está en el cochecito, aquí fuera. Durmiendo.

El comisario se levantó de la silla y Lindell pudo comprobar que su dolor de espalda había regresado.

– Debería quejarme, ¿no? -señaló él al ver su expresión.

Salieron juntos y Ottosson miró al niño. Otro colega pasó junto a ellos, se detuvo y se inclinó también sobre el cochecito. Ottosson susurró de nuevo, pero no dijo nada.

– Dentro de poco, un año -dijo Lindell-. Bueno, pronto, pronto… -añadió.

Ottosson asintió.

– Recuerdos de parte de mi mujer -expresó-. Habló de ti el otro día.

Lindell metió el cochecito en la oficina y Ottosson cerró la puerta tras de sí.

– Aquí todo es paz navideña -expuso-. Tenemos el asesinato a cuchilladas de Libro, además de un loco que se metió en casa de una mujer en Sävja. Hay una conexión. Johny, la mujer y el loco, que se llama Vincent Hahn, fueron compañeros de escuela en Vaksala. Estaba leyendo unos papeles que hemos encontrado en casa de Hahn. Está completamente chiflado. Se queja de todo. Hemos encontrado cinco gruesas carpetas con las copias de las cartas enviadas durante años, y además las respuestas de las diferentes empresas o administraciones.

– ¿Ha estado detenido?

– No tenemos nada. Ni siquiera una queja.

– ¿La conexión con Johny es relevante?

– Lo único que tenemos es que fueron a la misma escuela. Puede ser una coincidencia, pero el asesinato podría ser el comienzo de una especie de venganza particular. Estamos indagando lo mejor que podemos. La viuda de John nunca había oído hablar de Hahn.

– ¿Y el hermano de John?

– Hoy aún no lo hemos localizado.

Lindell sintió la excitación. Después de apenas un par de minutos de conversación, era como si estuviera de vuelta.

– Recuerdo que Lennart Jonsson era un tipo bastante antipático -dijo ella-. Chulo y un poco bocazas.

– Tiene sus cosas -concedió Ottosson-, pero lo que es seguro es que llora la pérdida de su hermano. Ha estado sobrio desde el asesinato. Creo que está investigando por su cuenta. ¿Sabes?, Nilsson, Johan Sebastian, con el que Sammy tiene contacto, llamó para decírnoslo.