Ottosson llegó trotando. Haver fue a su encuentro.
– Johny -dijo simplemente, y el jefe de la brigada asintió.
Le sorprendió su buen aspecto. Quizá fuera que el aire fresco le rejuvenecía.
– He oído que lo han mutilado.
– ¿Qué podía saber Johny que fuera tan importante?
– ¿Qué quieres decir?
– Creo que lo han torturado -dijo Haver, y los peces de acuario del asesinado le vinieron a la cabeza. «Pirañas.» Mientras lo pensaba sintió un escalofrío.
Ottosson se sorbió los mocos. Una súbita ráfaga de viento les obligó a protegerse. La preocupación matutina de Haver no había desaparecido. Se sentía desanimado y poco profesional.
– Un ajuste de cuentas -dijo.
Ottosson sacó un pañuelo a cuadros y se sonó con fuerza.
– Maldito viento -refunfuñó-. ¿Han encontrado algo?
– De momento, no. Lo más probable es que lo hayan traído hasta aquí en coche.
– Está abierta -constató Ottosson, y señaló con la cabeza hacia la barrera que colgaba a tres cuartos-. Suelo pasar en coche por aquí con frecuencia y no veo entrar a nadie, a no ser durante el invierno, cuando el ayuntamiento vierte aquí la nieve.
Haver sabía que Ottosson tenía una casa de campo a unos veinte kilómetros de la ciudad y creyó recordar que se encontraba cerca de la carretera de Gysingevägen.
De pronto, Ottosson se dio la vuelta y se fijó en Fredriksson y el policía de la científica, que charlaban junto al cadáver. Bea los había abandonado y deambulaba por el lugar.
– ¿Por qué has venido? -le gritó Haver al comisario.
Ottosson nunca solía presentarse así de repente en el lugar del crimen. Este se dio la vuelta.
– Arresté a Johny cuando tenía quince años. Fue su primer contacto con nosotros.
– ¿Cuántos años tiene ahora?
– Había cumplido cuarenta y dos -dijo Ottosson, y se encaminó al coche.
4
No estaba preparada. Miró hacia atrás. Parecía que alguien hubiera chillado en el aparcamiento y Ann Lindell se dio la vuelta. Un grito de mujer.
Cuando volvió la vista al frente se encontró con un Papá Noel, de barba exagerada y una máscara macabra.
– ¡Dios mío, qué susto!
– Feliz Navidad -dijo el Papá Noel intentando imitar a un personaje de Walt Disney.
«Vete al infierno», pensó, pero aun así sonrió.
– No, gracias -repuso cuando el Papá Noel intentó endosarle algo. Con toda seguridad esa había sido su intención, pues rápidamente perdió interés en ella y se lanzó sobre una pareja con tres niños.
Entró en el supermercado. «Sería mejor que quitaran la nieve para poder entrar», pensó. Se sacudió los pies en el suelo para quitarse la nieve y sacó la lista de la compra. Era larga y ya se sentía agotada.
El primer cartel indicaba iluminación, después seguía un revoltijo de productos de alimentación y otras cosas. No quería hacerlo, pero se sentía obligada. Era la primera vez que sus padres celebraban la Navidad en Uppsala. La lista de la compra era enorme a pesar de que su madre le había prometido traer mucha comida navideña.
Ya sudaba en la sección de frutería.
– ¿Tienen berza? -aprovechó para preguntarle a un empleado que pasó apresurado a su lado y que, como respuesta, señaló hacia una dirección indeterminada.
– Gracias -respondió Lindell con sarcasmo-. Gracias por la detallada información.
Una mano se posó en su brazo. Al darse la vuelta se topó con Asta Lundin.
– Ann, cuánto tiempo -dijo.
La mano siguió posada sobre su brazo y Ann Lindell sintió la presión en él. El pasado corría a su encuentro. Asta era la viuda de Tomate Anton, un viejo amigo sindicalista de Edvard Risberg. Ann y Edvard se la habían encontrado un par de veces. Habían tomado café en su casa, y más tarde Edvard la ayudó al mudarse a la ciudad.
– Asta -dijo simplemente, incapaz de reaccionar.
– Vaya, tienes un niño -observó la mujer, y señaló con la cabeza la mochila de bebé que Ann llevaba a la espalda.
– Se llama Erik -respondió Ann.
– ¿Cómo estás?
Deseaba llorar. El cabello gris de Asta se alzaba como una nube sobre su rostro delgado. Recordó las palabras de Edvard acerca de que Tomate Anton y Asta eran unas de las mejores personas que había conocido.
– Bien -respondió, pero la expresión de su rostro la contradijo.
– Hay que llenar el carrito -dijo Asta-. Vaya trajín.
Ann deseaba preguntar por Edvard, No había hablado con él desde hacía casi año y medio, desde aquella noche en el centro de atención primaria de Osthammar, en la que le contó descarnadamente que el hijo que esperaba era de otro hombre. Tampoco había tenido noticias de los demás. Fue como si él la hubiera borrado del mapa. ¿Vivía aún en Graso, realquilado en el piso encima del de Viola? ¿En qué trabajaba? ¿Mantenía contacto con sus hijos adolescentes? El siguiente interrogante la turbó. ¿Había encontrado a otra mujer?
– Qué guapa estás -dijo Asta-, tan fresca y elegante.
– Gracias, ¿y tú qué tal estás?
– Mi hermana viene a pasar las navidades.
– Qué bien. Mis padres también vendrán. Sienten curiosidad por ver cómo crece Erik. ¿Has…? -comenzó Ann, pero no se sintió capaz de continuar.
– Comprendo, nuestro querido Edvard -siguió Asta, y volvió a posar su mano en el brazo de Ann.
Recordó lo que Edvard decía de Asta y Anton, que eran muy físicos; lo mucho que se abrazaban y besaban aunque hubiera gente a su alrededor. Para Edvard, los Lundin representaban el ideal de fidelidad en la pareja y en la vida.
– Quizá no tengas noticias de Gräsö -dijo Asta.
– ¿Vive todavía allí?
– Sí. Viola está un poco indispuesta, creo que en otoño sufrió una embolia, pero ya se ha restablecido.
– Qué bien -dijo Ann sin emoción.
– ¿Nos tomamos un café? -preguntó Asta.
Se sentaron en una mesita y bebieron el café gratuito en pequeños vasos de plástico. Erik lloriqueó y Ann se desprendió de la mochila del bebé y le aligeró la ropa.
– Parece que sabe lo que quiere -indicó Asta.
Ann deseaba preguntar muchas cosas, pero se contuvo. Resultaba extraño estar sentada junto a esa anciana como si se conocieran de toda la vida, sin que ese fuera el caso. También se sentía avergonzada. Había traicionado a Edvard y, por lo tanto, a sus amigos íntimos. Sabía que lo había herido, ofendido, pero el rostro de Asta no denotaba ni amargura ni odio por su traición.
– Edvard está bien -dijo Asta-. Pasó por casa hará un mes. Me visita de vez en cuando.
«Ha estado aquí, en la ciudad -pensó Ann-. Quizá nos hayamos cruzado, quizá me haya visto.»
– Creo que está muy ocupado con su trabajo -continuó Asta-. Trabaja tanto como antes. Toda la familia Risberg ha sido siempre muy trabajadora. Conocí a su padre, y también a su abuelo.
Ann asintió. Recordó a Albert Risberg, el viejo que vivía en el piso de arriba en Ramnäs Gård, donde Edvard trabajaba cuando lo vio por primera vez.
– Se ha convertido en un auténtico tipo de Roslagen.
Asta guardó silencio, le dio un sorbo al café y miró a Ann.
– Fue una locura -prosiguió-. Fue una pena.
– Sí, no estuvo bien -coincidió Ann.
– Edvard no es una persona fuerte, ya lo decía Anton.
Ann no deseaba oír más y pareció que Asta lo intuyera, pues guardó silencio.
– La vida no resulta siempre como una quiere -dijo, y la sonrisa se transformó en mueca.
– Se ha…
– No, vive solo -interrumpió Asta.
– Lees mis pensamientos -dijo Ann.
– Pareces un libro abierto. ¿Todavía lo quieres?
Ann asintió enmudecida. No deseaba llorar. Y menos aún en un supermercado con tanta gente alrededor. Derramaría sus lágrimas cuando estuviera sola. Cómo no iba a quererlo.