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Tomó de nuevo el teléfono y llamó al fiscal, y a continuación buscó a un tal Andreas Lundemark, que era el responsable del vertedero de nieve de Libro. Haver quería saber cómo se desarrollaba el trabajo en ese lugar. Habían pasado por allí multitud de camioneros, de eso daba fe la ingente masa de nieve. Quizá alguno hubiera visto algo. Habría que interrogarlos a todos.

A través de la centralita del ayuntamiento consiguió el número de móvil de Lundemark, pero nadie respondió. Haver dejó un mensaje en el contestador.

Colgó el teléfono y supo que era hora de trabajar. Se sentó frente a los papeles de John y los de su hermano. Hojeó los documentos. Unos gruesos legajos, sobre todo el referido a Lennart. Haver anotó los nombres que figuraban en distintas investigaciones, en total cincuenta y dos personas. Habría que interrogar a todos y cada uno de ellos.

El más importante era el grupo que en el archivo de Lennart estaba calificado como «amigos íntimos»: ladrones, receptadores, compañeros de borrachera y otras personas con las que Lennart pudiera estar relacionado.

Permaneció sentado. Volvió a pensar en Rebecka. Él era un buen investigador, pero cuando se trataba de su propia casa era un desastre. No podía ver con claridad qué era lo que la atormentaba. No era la primera vez que ella se quedaba en casa de baja por maternidad, y hasta entonces todo había sido un campo de rosas.

Quizá lo más sencillo era preguntarle. Sentarse con ella, cuando los niños se hubieran dormido, y llevar a cabo un auténtico interrogatorio. No dejar nada al azar, ser sistemático e intentar abstraerse de que él mismo podía ser el culpable.

– Esta noche -se dijo en voz alta mientras se ponía en pie, sabiendo en ese mismo instante que se engañaba a sí mismo.

Nunca tendría fuerzas para mantener una conversación con ella al llegar a casa después del primer día de una investigación de asesinato. Además, ¿a qué hora regresaría a casa?

– No puedo olvidarme de llamar -murmuró.

*****

Beatrice se detuvo un momento en el portal, leyó los nombres de los inquilinos, constató que había dos Andersson, un Ramirez y un Oto. ¿De dónde viene Oto? ¿África, Malasia, otro país lejano? Y también había un J. y B. Jonsson, segundo piso.

Estaba sola y ello la satisfacía. Ir a notificar una muerte era lo más difícil de todo. En estos casos a Beatrice le incomodaban los compañeros. Ella tenía de sobra con sus propios sentimientos y prefería no tener que cargar con los del compañero, quien quizá parloteaba demasiado o, refrenándose, permanecía callado creando inseguridad.

La puerta estaba recién reparada y aún olía a pintura. Intentó imaginarse que había ido allí a visitar a un buen amigo, quizá a alguien a quien no veía desde hacía años. La excitación y la alegría del reencuentro.

Pasó la mano por la pared rugosa verde mate. El olor a pintura se mezclaba con el de comida, olía a cebolla frita. «Oto prepara su plato nacional porque voy a visitarlo. Oto, qué bueno volver a verte. ¡Oh, cebolla frita, mi plato favorito!»

Dio un paso y se detuvo. El móvil vibraba en su bolsillo. Comprobó quién la llamaba. Ola.

– Acabamos de recibir una llamada -dijo él-. Es de Berit Jonsson denunciando la desaparición de su marido anoche.

– Estoy en su escalera.

– Le hemos dicho que enviaríamos a un policía.

– ¿Y esa soy yo?

– Sí, eres tú -indicó Ola Haver con una voz muy seria.

«Joder -pensó-, sabe que estoy en camino. Cree que vengo aquí a causa de la desaparición y traigo la noticia de su muerte.»

Recordó a un colega que acudió a un accidente. Un anciano había sido atropellado por un coche y había muerto en el acto. El colega reconoció al hombre de su pueblo, era amigo de los padres del policía y él había mantenido el contacto con el hombre y su mujer cuando, más tarde, se mudaron a la ciudad.

Él se encargó de la tarea de notificárselo a la esposa del accidentado. Ella se mostró contentísima al verlo, lo hizo pasar al apartamento y dijo que el marido llegaría en cualquier momento, había salido a dar una vuelta, y entonces podrían tomarse un café juntos y charlar, hacía tanto tiempo…

Beatrice subió paso a paso. «John, Berit y Justus Jonsson.» Aborrecía ese tipo de timbres que tienen un sordo carillón tintineante. Dio un paso atrás. La puerta se abrió casi de inmediato.

– Soy Beatrice Andersson, de la policía -se presentó, y alargó la mano.

Berit Jonsson le tendió la suya. Su mano era pequeña, cálida y húmeda.

– Qué rapidez -dijo carraspeando-. ¡Pase!

El vestíbulo era largo, estrecho y oscuro. Al otro lado de la puerta había una gran cantidad de zapatos y botas. Beatrice se quitó la chaqueta, tuvo que buscar ella misma una percha mientras Berit permanecía completamente pasiva a su lado. Se dio la vuelta e intentó esbozar una sonrisa, pero fracasó.

El rostro de Berit carecía de expresión. Observó a Beatrice con una mirada neutral. Fueron a la cocina sin intercambiar ni una sola palabra. Señaló con la mano hacia una silla, pero ella permaneció de pie junto a la encimera. Tenía treinta y cinco años. El cabello antaño rubio estaba teñido con un tinte marrón oscuro, «Caoba», advirtió Beatrice, y estaba torpemente recogido en una cola de caballo. Bizqueaba un poco del ojo izquierdo. Sus manos agarraban el borde de la encimera a su espalda.

No iba maquillada y su rostro tenía un cierto aire de desnudez. Estaba muy cansada.

– Usted debe de ser Berit. He visto que en la puerta también ponía Justus. ¿Es su hijo?

Berit asintió.

– Es hijo de John y mío.

– ¿Está en casa?

Ella negó con la cabeza.

– Ha denunciado la desaparición de John -empezó Beatrice, y dudó un instante de cómo continuar, a pesar de que lo había repasado.

– Tendría que haber venido ayer por la tarde, a las cuatro, pero aún no ha aparecido.

Al decir «aún» tembló. Soltó su mano de la encimera y se la pasó por el rostro.

Beatrice la encontró guapa en todo su desasosiego, pese a las grandes ojeras oscuras bajo sus ojos y sus rígidos y agotados rasgos faciales.

– Lo siento, pero tengo que informarle de que John ha fallecido. Hemos encontrado su cuerpo esta mañana.

Las palabras descendieron como hielo sobre la cocina. La mano de Berit se detuvo en el rostro, como si deseara ocultarse, sin oír, sin ver, pero Beatrice percibió como la evidencia se materializaba poco a poco. Bajó el brazo, lo llevó hacia delante con la mano abierta y la palma hacia arriba, como si mendigara algo. Parecía como si tuviera rayas en los ojos, sus pupilas se dilataron y Berit tragó saliva.

Beatrice se puso en pie y tomó la mano de Berit en la suya; ahora estaba helada.

– Lo siento mucho -repitió-, pero John ha fallecido.

Berit miró inquisitivamente el rostro de la policía como para detectar cualquier ápice de inseguridad. Retiró la mano, se la llevó a la boca y Beatrice esperó un grito, pero este no llegó.

Beatrice tragó saliva. Vio ante sí el cuerpo maltratado, amoratado y quemado de Johny, pisoteado entre un montón de nieve sucia de las calles de la ciudad.

Berit movió la cabeza, primero despacio, casi imperceptiblemente, luego cada vez con más fuerza. Abrió con lentitud su boca y un hilo de saliva corrió por una de las comisuras. Las palabras de Beatrice se asentaban, perforaban la conciencia de la mujer. Permaneció paralizada, no movía ni un solo músculo, inaccesible durante el tiempo necesario para asimilar la noticia de que su John nunca más volvería a casa, nunca más volvería a abrazarla, nunca más entraría en la cocina, nunca más nada.

No opuso resistencia cuando Beatrice le pasó el brazo por el hombro, la acompañó a la silla que había junto a la ventana y ella misma se sentó al otro lado de la mesa. Se encontró inspeccionando lo que había sobre esta: una azalea que no habían regado suficientemente y comenzaba a marchitarse, el periódico matutino, un candelabro de adviento con tres velas a medio consumir y, junto a la pared, un cuchillo y un tenedor formando una cruz sobre un plato vacío.