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Beatrice se inclinó sobre la mesa, tomó de nuevo la mano de la mujer y la apretó con suavidad.

– ¿Quiere que llamemos a alguien?

Berit volvió el rostro hacia Beatrice y la miró de hito en hito.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó en un ronco susurro.

– Lo han asesinado -dijo Beatrice en voz baja, como poniéndose a la altura de Berit.

La mirada que recibió le recordó la matanza de un cordero que presenció cuando era niña. Iban a sacrificar a una oveja. La sacaron del redil mientras no paraba de balar y la condujeron al patio. Estaba muy nerviosa, pero su tío la tranquilizó.

La mirada que la oveja le dirigió en ese preciso instante, esa décima de segundo, el blanco de los ojos volteado, la expresión herida, no era de miedo, sino más bien de interrogación. Era como si la angustia no tuviera cabida a pesar de que el patio era grande y los pastos, ricos.

– Asesinado -murmuró Berit.

– ¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Tiene hermanos?

Berit negó con la cabeza.

– ¿Padres?

Una nueva negación.

– Justus -dijo-, tengo que hablar con él.

– ¿Dónde está?

– En casa de Danne.

– ¿Queda cerca de aquí?

– En la calle Salabacksgatan.

«No podré aguantarlo», pensó Beatrice, pero supo, al mismo tiempo, que lo peor para ella ya había pasado. Ya estaba dicho. Haría todo lo que estuviera a su alcance para aliviar el dolor de la mujer e intentaría dar respuesta a sus preguntas. Le embargó una sensación de recogimiento. Ese sentimiento le era conocido de antaño. Beatrice era de todo menos religiosa, pero podía vislumbrar qué era lo que la gente buscaba en el mensaje y los ritos religiosos.

Una gran parte de su trabajo policial tocaba de pasada las grandes preguntas, los mitos y los sueños.

Había notado que, con frecuencia, los policías representaban el papel de confesores. Hasta el policía uniformado, que desde un punto de vista superficial representaba la autoridad, el poder y la mala conciencia de la gente, se podía convertir en receptor de confidencias. Lo había constatado durante sus años de patrulla. ¿O era su personalidad, en cambio, la que invitaba a aquella proximidad emocional? No lo sabía, pero apreciaba esos momentos. Se había dicho a sí misma que nunca sería cínica.

La puerta de la calle se abrió de golpe.

– Justus -resopló Berit.

Pero fue un hombre quien se precipitó en la cocina. Al ver a Beatrice se detuvo en seco.

– ¿Eres una religiosa o qué?

– No -dijo Beatrice, y se puso en pie.

El hombre respiraba con dificultad. Su mirada era agresiva.

– ¿Quién coño eres?

– Soy policía.

– Se han cargado a mi hermano.

Agitó el brazo derecho ante Beatrice.

– Lennart -susurró Berit.

Este detuvo sus exabruptos, la miró como si descubriera su presencia por primera vez. Bajó los brazos y su cuerpo se desinfló como cuando se pincha una muñeca hinchable.

– Berit -dijo, y dio un paso hacia ella.

– Cabrón -soltó ella, y le escupió a la cara.

Él se tomó su arrebato con tranquilidad, se pasó el brazo por el rostro. Beatrice comprobó que la chaqueta tenía un desgarrón en la sobaquera, por donde aparecía un forro color rojo sangre.

– No era necesario -repuso él con calma, y Beatrice solo pudo leer en su expresión confusión y pena.

– Es culpa tuya -dijo Berit, con los dientes tan apretados que era difícil comprender que pudiera emitir sonido alguno-. ¡Es tu puta culpa que mi John esté muerto! -La voz acabó en falsete-. Tú siempre lo has empujado a joder las cosas. ¡Siempre tú!

Lennart negó con la cabeza. Tenía el rostro arrugado y una barba negra de dos días cubría una gran parte de este. Beatrice nunca hubiera podido imaginar que el hombre que estaba ante ella y Johny fueran hermanos.

– Te lo prometo -dijo él-, no sé una mierda de esto.

Beatrice le creyó intuitivamente.

– ¿Cómo se ha enterado de que su hermano está muerto?

– Los chismosos de tus colegas -indicó lacónico, y luego apartó la mirada-. Lo sabe toda la ciudad -continuó vuelto hacia la ventana-. Si gritan por la radio de la policía que Johny está muerto, es normal que lo sepa todo el mundo.

«Es incomprensible -pensó Beatrice- que se pronuncie el nombre completo de la persona asesinada por la radio.»

– Mi hermano, mi único hermano pequeño -sollozó Lennart Jonsson, apoyado en el alféizar de la ventana y con el rostro pegado al cristal.

Beatrice se preguntó qué otros detalles del crimen se habían pregonado. Berit estaba de nuevo hundida en la silla y permanecía sin vida, con la mirada fija en alguna parte en la que Beatrice no podía entrar.

– ¿Se queda con Berit? -preguntó-. Necesita compañía.

Era difícil determinar si el cuñado era la compañía más adecuada, pero Beatrice creyó que era lo correcto. Un hermano y una esposa, unidos para siempre, la vida común, los recuerdos, la pena.

Lennart se dio la vuelta y asintió, reconciliador. Aún tenía una gota de la saliva de Berit en su barbilla barbuda.

Beatrice apuntó la dirección del amigo de Justus y de la madre de Lennart, salió al vestíbulo, llamó a Haver y le pidió que se ocupara de que informaran a la madre.

Cuando regresó a la cocina, Lennart estaba bebiendo una cerveza a morro. «No me vendría mal», pensó ella.

– Berit -dijo-, ¿sabe qué es lo John iba a hacer ayer?

Berit negó con la cabeza.

– ¿Tenía que hacer algún encargo, encontrarse con alguien?

Berit no dijo nada.

– Tengo que preguntárselo.

– No sé nada.

– ¿No dijo nada cuando se fue?

Berit inclinó la cabeza y pareció que intentaba recordar qué había pasado el día anterior. Beatrice podía imaginar que repasaba en su cabeza los últimos minutos antes de que John desapareciera por la puerta y de su vida para siempre. ¿Cuántas veces rememoraría ese día?

– Estaba como siempre -respondió al fin-. Creo que dijo algo de una tienda de animales. Tenía que ir a comprar una bomba de agua que había encargado.

– ¿Qué tienda?

– No lo sé. Iba a todas.

Comenzó a sollozar.

– Tiene un acuario bonito de cojones -dijo Lennart-. Salió en el periódico.

Se hizo el silencio.

– Creía que estaba quitando nieve. Hablaba de buscar trabajo con un chapista que conocía.

– ¿Con Micke? -preguntó Lennart.

Berit miró a su cuñado y asintió. «Micke -pensó Beatrice-. Ahora saldrán todos los nombres.»

*****

Haver, Beatrice, Wende, Berglund, Fredriksson, Riis, Lundin y Ottosson estaban reunidos alrededor de un bote gigante de galletas de especias. Fredriksson cogió un buen puñado y apiló las galletas frente a su taza. «Once», constató Beatrice.

– ¿Vas a ser bueno?

Fredriksson asintió ausente. Ottosson, que al parecer ya era lo suficientemente bueno, no cogió ninguna galleta cuando la lata llegó a su lado.

– Toma una galleta de especias -dijo Riis.

– No, gracias -repuso el jefe de la brigada.

– Johny murió desangrado -explicó Haver de pronto-. Una o más personas lo apuñalaron con un cuchillo u otro objeto punzante hasta que se desangró.

El grupo sentado alrededor de la mesa digirió la información. Haver se detuvo. Imaginó que sus compañeros se hacían una idea del final de la vida de Johny.

– Antes lo golpearon repetidamente en la cara y en el pecho -prosiguió Haver-. Además, tenía quemaduras, probablemente de cigarrillo, en brazos y genitales.