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– Por desgracia, me has oído perfectamente. Perdona, debe de sonarte horrible que me ría, pero es que no puedo más. Era mi mejor amiga de la infancia, Alexandra Wijkner, que se quitó la vida en la bañera de la casa de sus padres en Fjällbacka. Bueno, hasta es posible que la conozcas. Ella y su marido, Henrik Wijkner, se movían en los círculos más exquisitos de Gotemburgo, con el mismo tipo de gente con la que tú te codeas ahora, ¿no?

Erica sonrió a sabiendas de que Marianne, al otro lado del hilo telefónico, hacía lo mismo. En su época de jóvenes estudiantes, Marianne vivía en el barrio de pescadores de Majoma y luchaba por los derechos de la clase trabajadora; las dos sabían que, con los años, se había visto obligada a adoptar otro tono en su discurso para acceder a los entornos a los que, necesariamente, se veía abocada por su trabajo en el respetado bufete. Ahora vestía elegantes trajes con blusas de lazada que lucir en los cóctelesde Örtgryte, pero Erica sabía que, en el caso de Marianne, no era más que una fina capa de barniz que servía para disimular su rebeldía.

– Henrik Wijkner…, sí, me suena. Creo que incluso tenemos conocidos comunes, pero nunca hemos coincidido. Hombre de negocios implacable, según dicen. El típico capaz de despedir a cien personas antes del desayuno sin perder el apetito. Su mujer tenía una tienda, ¿no?

– Una galería. De arte abstracto.

Los términos en que Marianne había descrito a Henrik la desconcertaron. Erica siempre se había tenido por una persona con buen criterio para la gente y para ella Henrik no encajaba en la imagen de cruel hombre de negocios.

Dejó el tema de Alex y pasó a hablar de la verdadera razón de su llamada.

– He recibido una carta esta mañana. Del abogado de Lucas. Me convocan en ella a una reunión en Estocolmo, este viernes, para tratar la venta de la casa de mis padres y la verdad es que estoy en blanco en temas legales. ¿Cuáles son mis derechos, si es que los tengo? ¿Es cierto que Lucas puede hacer lo que pretende?

Sintió que el labio volvía a temblarle y respiró hondo para calmarse y no romper a llorar otra vez. Al otro lado de la ventana, el hielo volvía a relumbrar en la bahía tras los últimos días de deshielo seguidos de las temperaturas nocturnas, por debajo de los cero grados. Un gorrión se posó sobre el alféizar de la ventana y recordó que tenía que comprar una bola de sebo para los pájaros. El gorrión ladeó la cabeza, como intrigado, y picoteó levemente la ventana. Tras cerciorarse de que no sacaría de ella nada comestible, desapareció alzando el vuelo.

– Como ya sabes, yo soy especialista en derecho fiscal y poco sé de derecho de familia, así que no puedo darte una respuesta inmediata. Pero haremos lo siguiente, le preguntaré a uno de los expertos del bufete y te llamaré mañana. Erica, recuerda que no estás sola. Te prometo que voy a ayudarte.

Fue un alivio oír las tranquilizadoras palabras de Marianne y, cuando ya había colgado el auricular, la vida le parecía más halagüeña, pese a que no sabía nada que no supiese antes de llamar.

El desasosiego la abordó de repente. Se obligó a retomar el trabajo con la biografía, pero se le resistía. Le quedaba más de la mitad del libro y la editorial empezaba a mostrar su impaciencia, pues aún no habían recibido el primer borrador. Tras haber llenado casi cuatro folios, leyó lo escrito, lo clasificó como basura y eliminó sin titubeos varias horas de trabajo. La biografía la aburría terriblemente y hacía ya tiempo que había perdido las ganas de trabajar. En cambio, se aplicó a terminar el artículo sobre Alexandra y lo metió en un sobre dirigido a la familia de Bohuslän. Después, sintió que era el momento ideal para llamar a Dan y meter el dedo en la llaga, casi mortal, que su alma parecía haber recibido como consecuencia de la espectacular derrota de Suecia en el partido de la noche anterior.

El comisario Mellberg palmoteaba ufano su enorme estómago mientras sopesaba lo oportuno de dar una cabezada. Después de todo, no había casi nada que hacer y lo poco que había no le parecía demasiado importante.

Decidió que sería estupendo dormitar un rato para digerir el copioso almuerzo con la debida tranquilidad, pero apenas si había cerrado los ojos cuando un resuelto golpeteo en la puerta le anunció que lo buscaba Annika Jansson, la secretaria de la comisaría.

– ¿Qué coño pasa? ¿No ves que estoy ocupado?

En un intento de parecer ocupado, revolvió sin ton ni son los papeles que tenía amontonados sobre el escritorio, pero lo único que consiguió fue volcar la taza de café que se derramó sobre los documentos, de modo que tomó para secarlo lo primero que encontró a mano: el faldón de la camisa, que rara vez veía el interior de la cinturilla del pantalón.

– ¡Maldita sea! ¿Quién coño me manda ser jefe en este sitio? ¿No has aprendido a mostrarle algo de respeto a tu superior llamando a la puerta antes de entrar?

La mujer no se molestó en señalar que, de hecho, había llamado a la puerta. Sabia como era, por su edad y su experiencia, aguardó sin más, tranquilamente, a que pasara lo peor.

– Supongo que tienes algo que preguntar -masculló Mellberg.

Annika respondió con voz mesurada.

– La unidad forense de Gotemburgo ha estado buscándote. En concreto, el patólogo forense Tord Pedersen. Puedes localizarlo en este número.

Annika le tendió un papel con un número de teléfono cuidadosamente anotado.

– ¿Ha dicho de qué se trata?

La curiosidad le cosquilleaba a la altura del diafragma. La unidad forense no llamaba todos los días a pueblos perdidos como aquél. Quizás ahora, por una vez en la vida, hubiese ocasión y lugar para un trabajo policial brillante.

Ahuyentó abstraído a Annika al tiempo que se encajaba el auricular entre la papada y el hombro antes de ponerse a marcar ansioso el número anotado.

Annika retrocedió presurosa y salió del despacho cerrando la puerta enérgicamente. Después, se sentó ante su escritorio y maldijo, como en tantas otras ocasiones, la resolución que envió a Mellberg a la pequeña comisaría de policía de Tanumshede. Según los rumores que circulaban en la comisaría, se había hecho odioso en Gotemburgo por maltratar a conciencia a un refugiado que retenían allí bajo arresto. Y, al parecer, no fue ése el único paso en falso de su carrera, aunque sí el más grave. Sus superiores se cansaron. La investigación interna no demostró nada, pero todos temían que Mellberg organizase otro escándalo, de modo que lo trasladaron con efecto inmediato a un puesto de comisario en Tanumshede, todos y cada uno de cuyos doce mil habitantes, la mayor parte de ellos observantes de la ley, constituían un recordatorio constante de su humillación. Sus antiguos jefes de Gotemburgo contaban con que allí no podría causar ningún daño digno de mención. Y dicha previsión había sido correcta hasta el momento. Por otro lado, su presencia tampoco era de ninguna utilidad.

Annika siempre había estado a gusto en su trabajo, pero eso terminó tan pronto como la comisaría quedó bajo las órdenes de Mellberg. El tipo no sólo era un maleducado, sino que además se veía a sí mismo como un don de los dioses para las mujeres y Annika era la que más oportunidades tenía de sufrirlo. Sugerencias equívocas, pellizcos en el trasero y comentarios ambiguos no eran más que una mínima parte de lo que, en la actualidad, tenía que soportar en su puesto de trabajo. Sin embargo, el rasgo que más repulsivo le resultaba era el horrendo peinado que el hombre se había ingeniado para ocultar su calva. En efecto, se había dejado crecer el resto del pelo hasta alcanzar longitudes que sus empleados sólo podían intuir, para después enrollarlo sobre la calva en una disposición que más parecía un nido de cuervos abandonado.

Annika se estremecía ante la sola recreación mental de su aspecto con el pelo suelto, pero tenía el firme convencimiento de que jamás se vería obligada a observarlo.

También ella se preguntaba qué querría la unidad de medicina forense. Pero, en fin, ya lo sabría en su momento. La comisaría era tan pequeña que, en menos de una hora, toda la información de interés era del dominio público.