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Los montones de papeles habían crecido hasta altitudes imponentes sobre el escritorio. Resultaba asombroso que un municipio tan pequeño como Tanumshede pudiese generar tantas denuncias. Cierto que la mayoría eran pequeñeces, pero cada una de las denuncias debía investigarse, de modo que allí estaba él, inmerso en un trabajo administrativo digno de la burocracia de cualquier Estado del este. Y no habría llegado a tanto si Mellberg ayudase un poco, en lugar de pasarse los días sentado sobre su asqueroso culo. Ahora se veía en la necesidad de hacer también el trabajo del jefe. Patrik Hedström suspiró hastiado. Sin una pizca de humor negro, no habría sobrevivido tanto tiempo, pero últimamente había empezado a preguntarse si aquello era, en verdad, lo que esperaba de la vida.

El gran acontecimiento del día iba a convertirse en una interrupción, sin duda bienvenida, de las rutinas diarias. Mellberg le había pedido que estuviese presente durante la conversación con la madre y el esposo de la mujer a la que habían hallado asesinada en Fjällbacka. Y claro que él era consciente de la tragedia y lo sentía por la familia de la víctima, pero era tan insólito que sucediese nada interesante en su trabajo, que no podía por menos que sentir el cosquilleo de la expectación por todo el cuerpo.

En la Escuela Superior de Policía había hecho prácticas de interrogatorios, pero hasta la fecha sólo había podido poner a prueba sus habilidades en ese campo en casos de robo de bicicletas y de malos tratos. Patrik miró el reloj. Ya era hora de dirigirse al despacho de Mellberg, donde iba a celebrarse la reunión, pues, desde un punto de vista técnico, aún no había motivo para un interrogatorio, aunque la convocatoria no era, por ello, menos importante. Él había oído decir que la madre de la víctima sostenía en todo momento que era imposible que su hija se hubiese suicidado. Y sentía curiosidad por saber qué había detrás de aquella afirmación que, según habían visto, resultó ser correcta.

Tomó su bloc de notas, un lápiz y la taza de café y cruzó el pasillo. Puesto que tenía las manos ocupadas, tuvo que utilizar los codos y los pies para abrir la puerta, de modo que no la vio hasta que no hubo dejado sus cosas sobre la mesa y se dio la vuelta. Durante una fracción de segundo, se le paró el corazón. Se vio con diez años, tirándole de las trenzas. Al segundo siguiente, tenía quince, e intentaba convencerla de que se subiese con él en la moto para dar una vuelta. Tenía veinte años cuando abandonó toda esperanza, al ver que ella se marchaba a vivir a Gotemburgo. Tras un rápido cálculo mental dedujo que hacía como seis años, cuando menos, que no la veía. Pero seguía siendo la misma. Alta y con curvas. El cabello en rizada melena que le llegaba por los hombros en varios tonos de rubio que se mezclaban configurando un color cálido. Erica siempre había sido algo vanidosa desde niña, y constató que seguía concediéndole la misma importancia a los detalles de su aspecto. La sorpresa le iluminó el rostro al verlo, pero, puesto que Mellberg lo miraba acuciante para que se sentase, no le hizo más que un gesto a modo de saludo.

Todos los que componían el grupo allí congregado parecían serenos. La madre de Alexandra Wijkner era delgada y menuda, demasiado enjoyada para su gusto con gruesas cadenas y alhajas de oro. El peinado era impecable e iba muy bien vestida, pero lucía unas enormes ojeras, claro indicio del cansancio y el sufrimiento de los últimos días. En su yerno, en cambio, no se apreciaba señal alguna de duelo. Patrik ojeó los documentos que tenía con sus datos personales. Henrik Wijkner, empresario de éxito, natural de Gotemburgo, dueño de una considerable fortuna acumulada a lo largo de varias generaciones. Y se notaba. No sólo en la evidente y costosa calidad de su ropa, ni en el perfume propio de las lociones caras que flotaba en el ambiente, sino en algo más difícil de definir. Esa seguridad incuestionable que parecía tener en su derecho a ocupar en el mundo un lugar prominente, consecuencia de no haber tenido que prescindir en su vida de ningún tipo de ventajas. Patrik sentía que, pese a que Henrik parecía tenso, creía tener controlada la situación.

Mellberg se pavoneaba tras su escritorio. A duras penas se había metido el faldón de la camisa en el pantalón, y las manchas de café salpicaban el abigarrado estampado. Mientras observaba a cada uno de los convocados en estudiado silencio, se colocó bien el pelo que se había deslizado ligeramente y le quedaba un poco más largo por un lado. Patrik se esforzaba por no mirar de reojo a Erica y se concentró en una de las manchas de café de Mellberg.

– Bien. Estoy seguro de que se imaginan por qué los he hecho venir -hizo aquí una larga pausa para causar mayor efecto-. Soy el comisario Bertil Mellberg, jefe de la comisaría de Tanumshede y éste es Patrik Hedström, que me ayudará en esta investigación.

Asintiendo, volvió el rostro hacia Patrik, que se había sentado fuera del círculo que, ante el escritorio de Mellberg, formaban las sillas de Erica, Henrik y Birgit.

– ¿Ha dicho investigación? ¡Es decir, que fue asesinada!

Birgit se inclinó hacia delante y Henrik la rodeó con el brazo en gesto protector.

– Así es, hemos podido constatar que su hija no se quitó la vida. Según el informe forense, podemos descartar el suicidio sin atisbo de duda. Comprenderán que no puedo entrar en los detalles de la investigación, pero el principal motivo por el que sabemos que no se suicidó es que, en el momento en que le cortaron las venas, ella estaba inconsciente. Y, en efecto, encontramos una gran cantidad de somníferos en su sangre; de modo que, probablemente, una o varias personas la metieron primero en la bañera, abrieron el grifo y, después, le cortaron las venas con una hoja de afeitar, para que pareciese un suicidio.

Las cortinas del despacho estaban echadas para impedir que entrase la luz del sol. Y el ambiente era algo confuso, pues el desaliento se mezcló enseguida con la alegría evidente de Birgit al oír que su hija no se había quitado la vida.

– ¿Saben quién lo hizo?

Birgit sacó del bolso un pañuelo diminuto que se aplicó con cuidado a la comisura del ojo, para no malograr su maquillaje.

Mellberg cruzó las manos sobre su voluminoso estómago y clavó la mirada en los presentes.

Se aclaró la garganta para subrayar su autoridad.

– Eso es algo que quizás ustedes puedan decirme.

– ¿Nosotros? -Henrik parecía sorprendido de verdad-. ¿Y cómo íbamos a saberlo nosotros? Esto debe de ser obra de un loco. Alexandra no tenía enemigos.

– Sí, eso es lo que tú dices.

Patrik siempre había mantenido una actitud de saludable escepticismo ante hombres que, como Henrik, habían nacido tocados con el laurel del vencedor; que lo tenían todo sin necesidad de mover un dedo. Cierto que parecía tan simpático como agradable, pero, bajo aquella apariencia, Patrik intuía actitudes que apuntaban a una personalidad más compleja. Tras sus hermosos rasgos se entreveía la crueldad y Patrik se preguntaba cuál sería la explicación de la ausencia total de asombro en el rostro de Henrik cuando Mellberg reveló que Alex había sido asesinada. Una cosa es sospecharlo y otra muy distinta oírlo como un hecho comprobado. Eso era algo que había aprendido durante los diez años que llevaba en la Policía.

– ¿Somos sospechosos?

Birgit estaba tan atónita como si el comisario se hubiese transformado en una calabaza en sus propias narices.

– Las estadísticas de los casos de asesinato hablan muy claro. La mayor parte de los criminales suelen encontrarse en el círculo familiar más próximo. No quiero decir con esto que, en este caso, también sea así. Pero comprenderéis que hemos de comprobarlo. Y os garantizo que lo removeremos todo. Dada mi larga experiencia en casos de asesinato -hizo aquí una nueva pausa-, esto estará resuelto en breve. Pero quisiera que dejarais una declaración escrita de lo que hicisteis durante los días anteriores y posteriores al momento en que sospechamos que murió Alexandra.