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Despertó con un regusto desagradable en la boca. Lo de ayer había sido, sin duda, una fiesta por todo lo alto. Los colegas se habían presentado en su casa a primeras horas de la tarde y habían estado bebiendo hasta la madrugada. El vago recuerdo de que la policía los había visitado en algún momento de la tarde sobrevolaba su conciencia a la distancia justa. Intentó sentarse, pero la habitación daba vueltas a su alrededor y decidió quedarse tumbado un rato más. Le escocía la mano derecha, que alzó hacia el techo de modo que quedase dentro de su campo de visión. Tenía los nudillos llenos de arañazos y de sangre reseca. Claro, joder, ayer hubo una pelea y por eso vino la poli. El recuerdo iba completándose poco a poco. Los chicos habían empezado a hablar del suicidio y alguno de ellos empezó a decir un montón de basura sobre Alex, que era una sinvergüenza con dinero, una puta fina. A Anders se le cruzaron los cables. Y, a partir de ahí, sólo recordaba la roja bruma de ira que le estalló dentro cuando se lió a puñetazos en plena borrachera. Claro que también él había dicho de ella alguna que otra cosa, cuando más despechado estuvo. Pero eso no era lo mismo. Los otros no la conocían. Sólo él tenía derecho a juzgar.

El teléfono empezó a sonar con su timbre estridente. Intentó ignorarlo, pero al final resolvió que sería menos doloroso levantarse y responder que dejar que el sonido siguiera incrustándosele en el cerebro.

– Hola -balbució más que dijo.

– Hola, soy mamá. ¿Cómo estás?

– Como una mierda. -Se arrastró hasta quedar sentado con la espalda apoyada contra la pared-. ¿Qué hora es, coño?

– Son casi las cuatro de la tarde. ¿Te he despertado?

– Qué va -sentía como si su cabeza tuviese unas dimensiones desproporcionadas y amenazase con caérsele entre las piernas.

– Fui a comprar al centro, hace un rato. Y todo el mundo hablaba de algo que quiero que sepas. ¿Me estás escuchando?

– Que sí joder, que te sigo.

– Pues parece que Alex no se suicidó. La asesinaron. Sólo quería que lo supieses.

Silencio.

– ¿Anders? ¿Hola? ¿Me has oído?

– Sí, sí, claro. ¿Qué has dicho? Que a Alex…, ¿la asesinaron?

– Sí, eso es, al menos, lo que dicen en el pueblo. Dicen que a Birgit le dieron la noticia en la comisaría de Tanumshede.

– Joder. Bueno, mamá, que tengo cosas que hacer. Luego hablamos.

– ¡Anders! ¿Anders?

Él ya había colgado.

Se duchó y se vistió haciendo un esfuerzo ingente. Después de tomarse dos pastillas de Panodil, volvió a sentirse de nuevo como un ser humano. La botella de vodka lo miraba tentadora desde la cocina, pero se negó a sucumbir a su atracción. Ahora tenía que estar sobrio. Bueno, al menos, en términos relativos.

El teléfono volvió a sonar. Pero él no contestó, sino que fue a buscar una guía telefónica que tenía en un armario del vestíbulo, donde no tardó en encontrar el número que buscaba. Mientras lo marcaba, le temblaban las manos y después oyó un número infinito de señales de llamada.

– Hola, soy Anders -saludó cuando por fin alguien levantó el auricular.

»No, coño, no cuelgues. Tenemos que hablar.

»Oye, que sepas que no tienes elección.

»Me paso por tu casa dentro de un cuarto de hora. Así que procura estar ahí.

»Paso de quién esté contigo, ¿comprendes?

»No olvides quién tiene más que perder.

»Bueno, a la mierda, salgo ahora mismo. Nos vemos en quince minutos.

Anders colgó el auricular. Respiró hondo varías veces, se puso el chaquetón y salió. Ni siquiera se molestó en cerrar con llave. En el apartamento, el teléfono sonaba a toda máquina.

Cuando llegó a su casa, Erica estaba agotada. Todos guardaron un tenso silencio durante el viaje de regreso. Comprendía que Henrik se enfrentaba a una difícil elección. ¿Debía contarle a Birgit que no era padre del hijo de Alex, o debía callar y confiar en que no saliese a relucir durante la investigación? Desde luego, no lo envidiaba y tampoco sabía cómo habría reaccionado ella de encontrarse en la misma situación. La verdad no siempre era la mejor alternativa.

Ya había oscurecido y se alegró de que su padre hubiese mandado instalar en la fachada unos focos que se encendían automáticamente cuando alguien se acercaba por la noche. Siempre le había dado un miedo terrible la oscuridad. Cuando era pequeña, creía que se le pasaría con la edad porque, ¿cómo iban a tener miedo a la oscuridad los mayores? Y ahora, allí estaba, treinta y cinco años y aún miraba debajo de la cama para asegurarse de que no hubiese nadie allí escondido. Patético.

Cuando hubo encendido todas las luces, se sirvió una gran copa de vino y se acurrucó en el sofá de mimbre del porche. La oscuridad era impenetrable y, aun así, se quedó un buen rato mirándola fijamente, sin ver nada. Se sentía sola. ¡Eran tantas las personas que lamentaban la pérdida de Alex, tantas las personas que se veían afectadas por su muerte! A ella, por su parte, sólo le quedaba Anna. A veces se preguntaba si Anna la echaría de menos.

Alex y ella habían sido muy amigas de niñas. Cuando Alex empezó a apartarse para, finalmente, desaparecer por completo cuando se mudó, Erica sintió que el mundo se hundía. Alex era lo único que había sentido como verdaderamente propio y, aparte de su padre, la única persona que se había preocupado por ella de verdad.

Erica dejó la copa de vino en la mesa con tanto brío que estuvo a punto de romperla. Se sentía demasiado inquieta como para quedarse sentada. Tenía que hacer algo. De nada servía fingir que la muerte de Alex no la hubiese alterado tanto como lo había hecho. Lo que más desasosiego le producía era el hecho de que la imagen que la familia y los amigos le habían pintado de Alex difiriese tanto de la Alex que ella misma había conocido. Aunque era cierto que la gente cambiaba de la infancia a la edad adulta, existía, pese a todo, un núcleo invariable. Y la Alex que le habían descrito era una auténtica desconocida para ella.

Se levantó y volvió a ponerse el abrigo. Tenía las llaves del coche en uno de los bolsillos y, en el último momento, tomó una linterna que se guardó en el otro.

La casa, que estaba al final de la pendiente, se veía abandonada a la luz violácea de la farola. Erica dejó el coche en el aparcamiento que había detrás de la escuela. No quería que nadie la viese entrar.

Los arbustos del jardín le brindaron la cobertura necesaria mientras, a hurtadillas, se acercaba al porche. Miró debajo de la alfombra, con la esperanza de que Alex hubiese conservado aquella vieja costumbre y, en efecto, allí estaba la llave de la casa, escondida en el mismo lugar de hacía veinticinco años. La puerta chirrió ligeramente al abrirse, pero confió en que ninguno de los vecinos lo hubiese oído.

Fue terrible entrar en la casa a oscuras. El miedo a la oscuridad le dificultaba la respiración y se obligó a respirar hondo varias veces para calmar sus nervios. De repente recordó aliviada la linterna y rezó una plegaria por que la batería estuviese cargada. Y lo estaba. El resplandor de la linterna la tranquilizó un poco.

Recorrió con ella la sala de estar de la planta baja. En realidad, ni ella misma sabía qué había ido a buscar allí. Esperaba que ningún vecino, o alguien que pasara por allí, viese la luz y llamase a la policía.

Era una habitación muy hermosa y amplia, pero Erica se dio cuenta de que la decoración en tonos marrones y naranjas típica de los setenta, que ella tan bien recordaba de la niñez, había sido sustituida por otra más clara, de diseño nórdico, en muebles de roble y líneas rectas. Y comprendió que Alex había dejado su sello en ella. Todo estaba en perfecto orden y el sofá sin una arruga y la mesa limpia, sin un periódico siquiera, le daban un aspecto de casa deshabitada. No vio nada allí que le pareciese digno de atención.