Выбрать главу

Giró hacia el despacho del abogado, situado en la calle de Rune-bergsgatan, en la plaza de Östermalm. Era una fachada suntuosa, toda de mármol y cubierta de columnas. Comprobó su aspecto en el espejo del ascensor una última vez. La indumentaria la había elegido con esmero para no desentonar en aquel entorno. Era la primera vez que iba a aquel despacho, pero no le había costado adivinar a qué tipo de abogados se confiaba Lucas. Con un gesto de fingida amabilidad, le había advertido que, por supuesto, ella podía ir acompañada de su propio abogado. Erica había preferido, no obstante, presentarse allí sola. Sencillamente, no podía permitirse pagar ningún abogado.

En realidad le habría gustado ver a Anna y a los niños un rato, antes de la reunión. Tal vez incluso tomarse un café en su casa. Pese a la amargura que le causaba la actitud de Anna, ella estaba decidida a hacer cuanto estuviese en su mano para mantener viva su relación.

La postura de Anna no parecía coincidir con la suya y se había excusado aduciendo que resultaría demasiado estresante. Era mejor que se viesen directamente en el despacho del abogado. Y antes de que Erica tuviese tiempo de proponer que se viesen después, Anna se le había adelantado explicándole que había quedado con una amiga justo después de la reunión. Pero Erica no creía que fuese casualidad. Era evidente que Anna quería evitarla. La cuestión era si se trataba de una decisión propia o si Lucas, sencillamente, le había prohibido verla mientras él estaba en el trabajo y no tenía posibilidad de vigilarla.

Todos habían llegado ya cuando entró en el despacho. La observaron con gesto grave, en tanto que ella, con una falsa sonrisa, le estrechaba la mano a los dos abogados de Lucas, que no hizo más que un gesto de asentimiento a modo de saludo. Anna, por su parte, se dejó caer con un vago movimiento de la mano, a espaldas de Lucas. Tomaron asiento y comenzaron las negociaciones.

No les llevó demasiado. Los abogados le explicaron con aridez y objetividad lo que ella ya sabía. Que Anna y Lucas tenían perfecto derecho a proponer la venta de la casa. Si Erica podía pagarles la mitad de su valor en el mercado, tenía también derecho a hacerlo. Si, por el contrario, no podía o no quería, la casa se pondría en venta tan pronto como tuviesen la valoración de un tasador independiente.

Erica miró a Anna con firmeza.

– ¿De verdad que quieres hacerlo? ¿La casa no significa nada para ti? Piensa en lo que papá y mamá habrían dicho si hubieran sabido que íbamos a venderla tan pronto como ellos desaparecieran. ¿De verdad que esto es lo que tú quieres hacer, Anna?

Acentuó el «tú» y, de reojo, vio cómo Lucas, irritado, fruncía el entrecejo.

Anna bajó la mirada y se sacudió unas motas de polvo invisibles de su elegante traje. Llevaba la rubia melena peinada hacia atrás y recogida en una cola de caballo.

– ¿Y qué íbamos a hacer nosotras con esa casa? Las casas viejas no dan más que un montón de trabajo y piensa en todo el dinero que podemos sacar. Estoy segura de que papá y mamá habrían apreciado que alguna de las dos lo entienda desde un punto de vista más práctico. Quiero decir, ¿cuándo vamos a usar esa casa? En todo caso, Lucas y yo compraríamos un chalet en el archipiélago de Estocolmo, que nos queda más cerca y tú, ¿qué ibas a hacer tú allí sola?

Lucas le sonrió a Erica con ironía al tiempo que le daba a Anna una palmadita de fingido apoyo. Su hermana seguía sin atreverse a mirarla a los ojos.

Erica volvió a sorprenderse al ver el aspecto tan cansado que tenía su hermana menor. Estaba más delgada que de costumbre y el traje negro que vestía le quedaba ancho de pecho y de cintura. Tenía ojeras y creyó adivinar un moretón bajo el maquillaje en el pómulo derecho. La ira y la impotencia de la situación la golpearon con toda su fuerza y miró a Lucas con encono. Él respondió tranquilo a su mirada. Había llegado directamente del trabajo y llevaba su uniforme habitual, traje gris grafito, camisa de un blanco reluciente y una corbata en brillante gris oscuro. Tenía aspecto de elegante hombre de mundo. Erica estaba segura de que habría muchas mujeres que lo encontrarían atractivo. Ella, en cambio, le veía un rasgo de crueldad que se extendía sobre las facciones como un filtro. Tenía el rostro anguloso, los pómulos y las mandíbulas salientes, acentuados por el cabello, siempre peinado hacia atrás desde la amplia frente. No se ajustaba al modelo típico de inglés rubicundo, sino más bien al del auténtico nórdico con el cabello muy rubio y los ojos de un azul frío. El labio superior era carnoso y perfilado como el de una mujer, lo que le confería una expresión de indolente decadencia. Erica se percató de que su mirada bajaba buscando su escote y se cruzó instintivamente la chaqueta. Él registró su movimiento y esto la irritó: no deseaba que Lucas notase que su presencia le afectaba de ningún modo.

Una vez que la reunión hubo concluido por fin, Erica se dio la vuelta y se marchó sin más, sin molestarse en despedirse educadamente. Por lo que a ella se refería, todo estaba dicho. El tasador se pondría en contacto con ella y, después, la casa se pondría en venta a la mayor brevedad posible. De nada habrían servido las palabras de súplica. Erica había perdido.

Le había realquilado su apartamento de Vasastan a una simpática pareja de licenciados, de modo que no podía quedarse allí, pero, puesto que no le apetecía reemprender enseguida las cinco horas de viaje hasta Fjällbacka, aparcó el coche en el aparcamiento de la plaza de Stureplan y fue a sentarse un rato en los jardines de Humlegårdsparken. Necesitaba ordenar sus ideas y la tranquilidad que reinaba en aquel hermoso parque le ofrecía el entorno idóneo para la meditación.

La nieve debía de haber caído sobre la ciudad recientemente, pues aún se veía blanca sobre el césped. En Estocolmo bastaba con un día o dos para que la nieve se transformase en una fangosa masa gris. Se sentó en uno de los bancos del parque no sin antes haber colocado los guantes encima para proteger el trasero del frío. Las dolencias de vejiga no eran ninguna tontería y, desde luego, lo último que necesitaba en aquellos momentos.

Mientras observaba el flujo incesante de personas que, apuradas, cruzaban ante ella el sendero que atravesaba el parque, dejó vagar su pensamiento. Era la hora del almuerzo. Casi había olvidado lo estresante que era el ambiente en Estocolmo. Todos corrían sin cesar como en pos de algo que nunca llegaban a alcanzar. De repente, sintió añoranza de Fjällbacka. No se había dado cuenta de hasta qué punto se había acomodado, en pocas semanas, al sosiego de la pequeña ciudad. Cierto que había tenido mucho de lo que ocuparse, pero al mismo tiempo había encontrado allí una paz interior que jamás había experimentado en Estocolmo. Aquel que estaba solo en la capital se encontraba totalmente aislado. En Fjällbacka, en cambio, uno no estaba nunca solo, para bien y para mal. La gente se preocupaba y se ocupaba de sus vecinos y de su prójimo. A veces se extralimitaban, a Erica no le gustaban las habladurías, pero ahora, mientras observaba allí sentada las prisas de la gran ciudad, comprendió que no podría volver a vivir aquello.

Como en tantas ocasiones anteriores, sobre todo últimamente, pensó en Alex. ¿Por qué habría ido su amiga a Fjällbacka todos los fines de semana? ¿Con quién se veía allí? Y, además, la pregunta del millón: ¿quién era el padre del bebé que esperaba?

Erica recordó de pronto el papel que se había guardado en el bolsillo del chaquetón cuando se escondió en el armario. No se explicaba cómo había podido olvidarse de mirarlo al llegar a casa anteayer. Se metió la mano en el bolsillo derecho y sacó un folio de papel arrugado. Con los dedos, ya congelados, pues no tenía puestos los guantes, lo desplegó y lo alisó despacio.