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Era una copia de un artículo publicado en el diario Bohusläningen. No tenía fecha, pero, por el tipo de letra y la fotografía en blanco y negro, supuso que no se trataba de una noticia reciente. A juzgar por la imagen, era de los años setenta y recordaba sin problemas tanto al hombre como la historia referida. ¿Por qué habría escondido Alex aquel artículo en el fondo de un cajón?

Erica se levantó y volvió a guardarse el artículo en el bolsillo. Aquí no estaban las respuestas. Había llegado la hora de volver a casa.

El funeral fue hermoso y solemne. La iglesia de Fjällbacka no llegó a llenarse en absoluto. La mayoría de la gente no conocía a Alexandra y habían acudido sólo para satisfacer su curiosidad. La familia y los amigos ocupaban los primeros bancos. Aparte de los padres y de Henrik, Erica sólo conocía a Francine. Junto a ella, en el banco, había un hombre alto y rubio. Erica adivinó que sería su marido. Por lo demás, los amigos no eran tantos y cabían perfectamente en un par de bancos, lo que confirmó la imagen que Erica tenía de Alex: sus conocidos eran incontables pero pocos los amigos de verdad. En los demás bancos de la iglesia no había más que algún que otro curioso.

Ella se había sentado arriba en el coro. Birgit, que la había visto a la entrada, le pidió que se sentara con ellos, pero declinó la invitación. Se habría sentido como una hipócrita entre la familia y los amigos. En realidad, Alex era una extraña para ella.

El banco de la iglesia era muy incómodo y Erica cambiaba constantemente de postura. Anna y ella habían sido arrastradas a la iglesia sin miramientos todos los domingos. Para un niño era terriblemente aburrido aguantar sentado las largas homilías y salmos cuyas melodías eran imposibles de aprender. Para entretenerse, Erica imaginaba historias, cuentos de dragones y princesas que ella había inventado entre aquellos muros sin jamás ponerlos sobre el papel. Durante la adolescencia, las visitas fueron mucho menos frecuentes a causa de las encendidas protestas de Erica, pero en las ocasiones en que, pese a todo, acudió al oficio dominical, sustituía los cuentos por relatos de tono más romántico. Así, por irónico que pudiese parecer, tal vez fuesen aquellas visitas a la iglesia las que, por suerte o por desgracia, habían decidido su elección posterior de profesión.

Erica aún no había encontrado la fe y, para ella, una iglesia, no era más que un edificio hermoso envuelto en tradiciones. Los sermones de la infancia no habían sembrado en ella ningún deseo de refugiarse en la fe. A menudo versaban sobre el infierno y los pecados y carecían de la alegría de la fe divina que, en cambio, sentía como una realidad aunque no la hubiese vivido. Eran muchos los cambios que se habían producido. Ahora, por ejemplo, era una mujer con sotana la que oficiaba la misa ante el altar y, en lugar de eterna maldición, hablaba de luz, de amor y de esperanza. Erica habría preferido que, durante su infancia, le hubiesen transmitido esa visión de Dios.

Desde su discreta posición en el coro, vio a una mujer joven sentada junto a Birgit en el primer banco. Birgit se aferraba a su mano con gesto convulso y, de vez en cuando, apoyaba la cabeza sobre su hombro. A Erica le resultaba familiar su rostro y llegó a la conclusión de que la joven debía de ser Julia, la hermana menor de Alex. Estaba demasiado lejos como para que Erica pudiese ver sus facciones, pero sí notó que Julia se apartaba cuando Birgit la tocaba. De hecho, retiraba la mano cada vez que Birgit la tomaba entre las suyas, pero su madre fingía que no se daba cuenta o, tal vez, no se daba realmente cuenta, dado el estado en que se encontraba.

El sol se filtraba por las coloridas vitrinas. Los bancos eran duros e incómodos y Erica sintió un incipiente dolor en la parte inferior de la espalda. Se alegró de que la ceremonia fuese relativamente corta. Una vez concluida, permaneció sentada observando desde arriba cómo la gente abandonaba sin prisas el templo.

El sol brillaba con intensidad casi insoportable desde un cielo limpio de nubes. La gente caminaba en procesión por la pendiente que desembocaba en el camposanto, donde estaba la tumba, recién cavada, en la que depositarían el féretro de Alex.

Hasta el entierro de sus padres, no se había detenido a pensar cómo cavarían las tumbas en invierno, cuando la helada ya había profundizado en la tierra. Ahora ya sabía que la calentaban para poder excavar. Calentaban una porción cuadrada lo suficientemente grande como para albergar tantos féretros como fuese necesario enterrar.

Camino del lugar elegido para dar sepultura a Alex, pasó junto a la lápida de sus padres. Erica era la última de la procesión y se detuvo un instante ante ella. Una gruesa hilera de nieve se había acumulado en el borde y Erica la retiró suavemente. Miró una última vez la tumba antes de apresurarse a unirse al pequeño grupo que se había congregado a unos metros. Los curiosos se habían abstenido al menos de acercarse al lugar de la inhumación y no quedaban ya más que la familia y los amigos. Erica no estaba segura de si debía o no unirse a ellos. Pero en el último instante decidió que deseaba acompañar a Alex hasta el lugar de su último descanso.

Henrik estaba en primer lugar, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Cabizbajo. Los ojos fijos en el féretro que, poco a poco, iba quedando cubierto de flores. Rosas rojas, en su mayoría.

Erica se preguntaba si también él estaría mirando a su alrededor, pensando si el padre del niño se encontraría entre los que se arracimaban en torno a la tumba.

Birgit dejó oír un largo y hondo suspiro de dolor cuando por fin colocaron el ataúd. Karl-Erik estaba sereno y sus ojos sin una lágrima. Concentraba toda su fortaleza en apoyar a Birgit, tanto física como psíquicamente. Julia estaba a unos pasos de distancia de ellos dos. Henrik tenía razón al describirla como el patito feo de la familia. A diferencia de su hermana llevaba el cabello, oscuro y lacio, en distintos largos y sin un corte definido. Tenía las facciones rudas y unos ojos hundidos que miraban desde detrás de un flequillo excesivo. No llevaba maquillaje y tenía la piel visiblemente marcada por el abundante acné de la adolescencia. A su lado, Birgit parecía más menuda y frágil de lo habitual. Su hija menor la sobrepasaba en más de diez centímetros y era corpulenta y ancha, sin formas. Erica observaba con fascinación la serie de sentimientos encontrados que, como torbellinos, hallaban expresión en el rostro de Julia. El dolor y la ira se sucedían con la rapidez del rayo. Ni una sola lágrima. Ella fue la única que no depositó una flor sobre el ataúd y, cuando la ceremonia hubo concluido, le dio la espalda al hoyo cavado en la tierra y empezó a caminar en dirección a la iglesia.

Erica se preguntaba qué tipo de relación habrían tenido las dos hermanas. A Julia no debía de resultarle fácil que siempre la comparasen con Alex. Sacar siempre la paja más corta. La espalda de Julia invitaba al alejamiento mientras ella misma acrecentaba, a buen paso, la distancia entre sí misma y el resto del grupo. Tenía los hombros encogidos hasta las orejas, en un gesto de rechazo.

De pronto, Henrik apareció al lado de Erica.

– Vamos a celebrar una pequeña ceremonia conmemorativa. Nos gustaría mucho que participases.

– Pues… no sé, no estoy segura -dijo Erica.

– Bueno, podrías quedarte un rato al menos.

Ella seguía dudando.

– Bueno, vale. ¿Dónde será? ¿En casa de Ulla?

– No, estuvimos dándole vueltas y, al final, decidimos que lo mejor sería celebrarlo en casa de Birgit y Karl-Erik. Pese a lo que ocurrió allí, yo sé que Alex adoraba esa casa. Y conservamos muchos buenos recuerdos de ella, así que dudo que podamos encontrar un lugar mejor para hacerlo. Aunque comprendo que a ti puede costarte ir allí. Me refiero a que tú no tienes ningún buen recuerdo de tu última visita.