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Era evidente que habían alcanzado un grado superior en la relación, pues cuando Erica le tendió la mano para despedirse, Nelly ignoró el gesto y le besó la mejilla. Erica sabía ya, instintivamente, por qué lado tenía que empezar y se sintió más mujer de mundo. Comenzaba a estar como en casa en los elegantes salones de la gente fina.

Se apresuró para llegar cuanto antes. No quiso contarle a Nelly la verdadera razón de que tuviese que irse. Miró el reloj. Eran las dos menos veinte. A las dos de la tarde llegaría un agente inmobiliario que tenía un cliente. La sola idea de que un desconocido recorriese su casa para inspeccionarla le ponía los pelos de punta, pero no cabía hacer otra cosa más que dejar que los acontecimientos siguiesen su curso.

Había dejado el coche en casa y apremió el paso para llegar puntual. Aunque, por otro lado, el sujeto bien podía esperar un rato, se dijo al tiempo que aminoraba la marcha. ¿Por qué iba a tener que apurarse ella?

Se entregó, pues, a pensamientos más gratos. La cena en casa de Patrik la noche anterior había superado con creces sus expectativas. Para Erica, él siempre había sido como un hermano pequeño, encantador pero algo irritante, aunque los dos tenían la misma edad. Y esperaba encontrarse al mismo joven quisquilloso de siempre. En cambio, vio en él a un hombre maduro, cálido y con sentido del humor. Mucho mejor que la media, se vio obligada a admitir. Y se preguntaba en qué plazo razonable podría ella invitarlo a cenar a su casa, para corresponder a su iniciativa, claro.

La última cuesta hacia el camping de Sälvik tenía un aspecto engañosamente plano, pero era larga y dura de subir y Erica jadeaba sin resuello cuando giró a la derecha y recorrió la última pendiente, más corta, que desembocaba en la casa. Cuando llegó al final, se paró en seco. En efecto, ante la puerta, había aparcado un gran Mercedes; y ella sabía perfectamente a nombre de quién estaba registrado. Se había figurado que las actividades de aquel día no podían ser más agotadoras de lo que ya sabía, pero se equivocó.

– ¡Hola Erica!

Lucas estaba apoyado en la puerta, con los brazos cruzados.

– ¿Qué haces tú aquí?

– ¿Es ésa forma de recibir a tu cuñado?

Su sueco era, pese al ligero acento, perfecto desde el punto de vista gramatical.

Lucas abrió los brazos burlón, como para darle un abrazo. Erica ignoró la invitación y notó que eso era, precisamente, lo que él se esperaba. Ella jamás había cometido el error de subestimar a Lucas. De ahí que siempre actuase con la mayor cautela posible en su presencia. En realidad le habría gustado adelantarse y estamparle una bofetada para borrar su estúpida sonrisa, pero tenía la certeza de que, si lo hacía, pondría en marcha algo cuyo desenlace no sabía si deseaba ver.

– Contesta a mi pregunta, dime ¿qué haces aquí?

– Si no me equivoco…, eh…, veamos, soy dueño de exactamente una cuarta parte de esto.

Señaló la casa con la mano, pero como si estuviese señalando el mundo entero: tan seguro estaba de sí mismo.

– La mitad es mía y la otra mitad de Anna. Tú no tienes nada que ver con esta casa.

– Es posible que no estés muy familiarizada con la regulación de las sociedades matrimoniales, quiero decir, puesto que no has sido capaz de encontrar a nadie lo suficientemente imbécil como para enrollarse contigo, pero, según esa regulación, tan hermosa y justa, los cónyuges lo comparten todo, ¿comprendes? Incluidas las partes proporcionales de las casas en la costa.

Erica sabía que así era y por un instante, lamentó que sus padres hubiesen sido tan poco previsores y no hubiesen dejado la casa exclusivamente a las dos hijas. Ellos sabían, además, el tipo de persona que era Lucas, pero seguramente no habrían contado con que les quedase tan poco tiempo. A nadie le gusta que le recuerden que es mortal y, como tantas otras personas, habían postergado ese tipo de decisiones.

Optó por no caer en la trampa del humillante comentario sobre su estado civil. Antes se retiraría a una montaña de hielo para el resto de su vida que cometer el error de casarse con alguien como Lucas.

El cuñado prosiguió:

– Quería estar aquí cuando llegase el agente inmobiliario. Nunca está de más saber lo que uno vale. Queremos que todo salga bien, ¿no es cierto?

Lucas volvió a sonreír con esa sonrisa suya infernal. Erica abrió la puerta y lo apartó para entrar primero. El agente inmobiliario se retrasaba, pero ella tenía la esperanza de que no tardase mucho en llegar. No le gustaba la idea de quedarse sola con Lucas mucho rato.

Él entró detrás. Erica se quitó el chaquetón y se puso a trajinar en la cocina. El único modo en que lograba tratar a Lucas era ignorándolo. Lo oyó dar vueltas por la casa, inspeccionándola. No era más que la tercera o la cuarta vez que venía. La belleza de la sencillez no era algo que Lucas supiese apreciar y tampoco había mostrado mayor interés en relacionarse con la familia de Anna. Su padre no soportaba al yerno y el sentimiento era mutuo. Cuando Anna venía a verlos con los niños, lo hacía sola.

No le gustaba el modo en que Lucas campeaba por las habitaciones tocándolo todo. Cómo pasaba la mano por los muebles y los objetos de decoración. Erica tuvo que reprimir su deseo de seguirlo con una bayeta e ir limpiando lo que tocaba. De modo que se sintió aliviada cuando vio a un hombre de pelo cano girar hacia la casa en un Volvo y acudió enseguida a abrirle. Después, entró en su estudio y cerró la puerta: no quería ver a aquel hombre estudiando su casa de la infancia para calcular su peso en oro. O el precio por metro cuadrado.

El ordenador ya estaba encendido y en la pantalla aparecía el texto, listo para seguir trabajando. Aquella mañana se había levantado temprano, para variar, y había conseguido avanzar bastante. De hecho, había dejado escritas cuatro páginas del libro sobre Alex, que ahora releyó. Seguía teniendo bastantes problemas con la forma del libro. Cuando, al principio, creía que Alex se había suicidado, había pensado escribir un relato cuyo objetivo fuese responder a la pregunta de «¿por qué?», más bien de estilo documental. Ahora, en cambio, el material empezaba a adoptar cada vez más la forma de una novela policiaca, un género por el que jamás se había sentido atraída. A ella lo que le interesaba eran las personas, sus relaciones y su fondo psicológico y, en su opinión, todo aquello quedaba, en la mayoría de las novelas de ese tipo, supeditado a sangrientos asesinatos y fríos cadáveres. Le disgustaban todos los clichés que se usaban en el género y sentía que aquello sobre lo que ella quería escribir era auténtico. Un intento de describir por qué una persona podía llegar a cometer el peor de todos los pecados: quitarle la vida a otra persona. Hasta el momento lo había anotado todo en orden cronológico, reproduciendo exactamente lo que le habían dicho, mezclado con sus propias observaciones y conclusiones. Tendría que cercenar aquel material, reducirlo para llegar tan cerca de la verdad como fuese posible. Aún no había querido pararse a pensar en cómo reaccionarían los familiares de Alex.

Lamentó no haberle contado a Patrik todo lo relacionado con su visita a la casa en la que murió Alex. Debería haberle hablado del misterioso visitante y del cuadro que había oculto en el armario. Y sobre la sensación de que, después, faltase algo en la habitación. Y ahora no podía llamar y confesar que había más que contar, pero, si se presentaba la ocasión, se prometió a sí misma que lo haría.

Oyó cómo Lucas y el agente inmobiliario recorrían la casa. Al hombre debió de parecerle extraña su actitud. Apenas si saludó y, después, se encerró en su despacho. Él no era responsable de su situación, así que decidió comportarse y dar muestra de la buena educación que de hecho había recibido.

Cuando entró en la sala de estar, Lucas estaba deshaciéndose en elogios sobre el torrente de luz que entraba a raudales por las altísimas ventanas. Extraordinario, se decía Erica, ignoraba que los seres que reptan bajo las piedras sean capaces de apreciar la luz del sol. Se imaginó a Lucas como un gran escarabajo de brillante caparazón y deseó poder erradicarlo de su vida de tan sólo un taconazo.