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Incluso de adolescente, cuando debería haberse mostrado más reacio a aparecer junto a su madre en actos públicos, allí estaba, siempre a su lado, pero ya tomándola del brazo y con una expresión de orgullo que a Patrik le pareció fruto de la conciencia de la propiedad privada. Fabian aparecía cada vez menos y su nombre sólo se mencionaba cuando se daba a conocer algún negocio suyo de mayor envergadura.

Uno de los artículos sobresalía un poco de entre los demás y llamó la atención de Patrik. El diario Allers dedicaba una página entera a la noticia del apadrinamiento de un niño por parte de Nelly, un niño rescatado de una «tragedia familiar», según afirmaba el periodista del Allers. El artículo incluía una fotografía de Nelly, maquillada y engalanada hasta los dientes en su elegante salón, rodeando con su brazo los hombros de un niño de unos doce años de aspecto rebelde y contrariado. En el momento en que tomaron la instantánea, parecía que estaba a punto de zafarse del brazo huesudo de su madre. Nils, ya un joven que había pasado la veintena, estaba detrás de ella, pero tampoco sonreía. Con expresión grave y severa, enfundado en un traje oscuro y con el cabello peinado hacia atrás parecía fundirse con el elegante entorno, mientras que la presencia del pequeño destacaba como la de un pájaro fuera de su nido.

El artículo estaba plagado de encomiosas palabras al sacrificio y la gran aportación social de Nelly Lorentz al hacerse cargo de aquel muchacho. Se dejaba entrever que el pobre había vivido una gran tragedia en su niñez, un trauma del que, según palabras textuales de Nelly, intentaban ayudarle a recuperarse. Tenía el firme convencimiento de que el entorno saludable y afectuoso que le brindaban lo convertiría en un ser humano productivo y sin carencias. Patrik se sorprendió al advertir que sentía lástima por el niño. ¡Qué ingenuidad!

Algún año después, las glamourosas fotografías de actos sociales y de los reportajes en casa de los Lorentz se sustituyeron por negros titulares: «El heredero de la fortuna de los Lorentz, desaparecido». La prensa local pregonó durante semanas la noticia, que se consideró de tal relieve que incluso mereció unas páginas en el Göteborgs Posten. La espectacularidad de los titulares iba aderezada con un rico manojo de especulaciones más o menos bien elaboradas sobre lo que podía haberle ocurrido al joven Lorentz. Todas las alternativas posibles e imposibles se sacaron a relucir, desde que se había hecho con toda la fortuna de su padre y que se encontraba en paradero desconocido viviendo una vida de lujo, hasta que se había quitado la vida porque había descubierto que, en realidad, no era hijo de Fabian Lorentz, que le había explicado que no pensaba permitir que un bastardo heredase su considerable fortuna. La mayor parte de estas interpretaciones no se expresaban claramente, sino que se sugerían en términos más o menos encubiertos. Pero cualquiera con dos dedos de frente podía leer entre líneas las insinuaciones de los periodistas.

Patrik se rascó la cabeza. Por más que lo intentaba, no podía comprender cómo relacionar una desaparición de hacía veinticinco años con el reciente asesinato de una mujer, pero intuía claramente que había una conexión.

Se frotó los ojos, agotado, y siguió hojeando los papeles del montón, de los que ya empezaba a ver su fin. Después de transcurrido un tiempo sin más noticias del destino de Nils, el interés empezó a disiparse y las menciones a su desaparición a ser cada vez menos frecuentes. También la presencia de Nelly en las notas de sociedad decreció con los años y, ya en 1978, no apareció ni una sola vez en la prensa. La muerte de Fabian, ese mismo año, produjo una gran necrológica en el Bohusläningen, con la habitual retórica sobre el pilar de la sociedad, etcétera, y aquélla fue la última vez que se lo mencionó.

El nombre del hijo adoptivo, en cambio, empezaba a aparecer con creciente frecuencia. Tras la desaparición de Nils, él era el único heredero del negocio familiar y, tan pronto como cumplió la mayoría de edad, se convirtió en director general de la sociedad. La empresa había seguido floreciendo bajo su dirección y ahora eran él y su mujer, Lisa, los que aparecían constantemente en las notas de sociedad de la prensa.

Patrik se detuvo de pronto. Uno de los recortes había caído al suelo. Se inclinó para recogerlo y empezó a leer con sumo interés. Se trataba de un artículo de hacía más de veinte años, que le proporcionó a Patrik bastante información sobre Jan y su vida anterior a su llegada al seno de la familia Lorentz. Inquietante información, pero interesante. La vida de Jan debió de sufrir un cambio radical al ser adoptado por los Lorentz. La cuestión era si él había cambiado de la misma forma radical.

Con gesto resuelto, volvió a juntar los papeles dando un golpe con el canto inferior del montón contra la mesa. Pensaba en cómo debía conducirse ahora. Por el momento, no tenía otro argumento que aducir que su intuición (y la de Erica). Se retrepó en la silla, volvió a colocar los pies sobre la mesa y apoyó las manos cruzadas en la nuca. Con los ojos cerrados, se esforzó por estructurar sus pensamientos de algún modo, con el fin de poder sopesar y comparar las diversas alternativas. Cerrar los ojos era, no obstante, un error: desde la cena del sábado, sólo veía a Erica.

Se obligó a abrirlos, pues, y a centrar su atención en el hormigón de color verde claro de la pared. La comisaría de policía había sido construida a principios de los setenta y, probablemente, la había diseñado algún arquitecto especializado en instituciones estatales, con su predilección por las formas cuadradas, el hormigón y los diversos tonos verdosos. Él había intentado animar un poco su despacho poniendo un par de macetas en la ventana y un par de láminas enmarcadas en las paredes. Y, mientras estuvieron casados, tuvo una fotografía de Karin sobre la mesa; pese a que le habían quitado el polvo muchas veces desde entonces, aún creía ver en la superficie la huella del portarretratos. En un acto de rebeldía, colocó encima el lapicero y, decidido, volvió a considerar las alternativas de actuación sobre el material que tenía ante sí.

En realidad, no existían más que dos modos de actuar. La primera opción era seguir investigando esa pista por cuenta propia, lo que significaba que tendría que hacerlo durante su tiempo libre, puesto que Mellberg se encargaba de que tuviera una sobrecarga de trabajo tal que se veía obligado a correr como alma que lleva el diablo. En realidad, no le habría dado tiempo de leer los artículos en su jornada laboral, aunque lo hizo en un arranque de rebeldía, que tendría que pagar quedándose a trabajar la mayor parte de la tarde. Y la verdad es que no le atraía lo más mínimo tener que dedicar el escaso tiempo libre con que contaba en hacer el trabajo de Mellberg, de modo que valía la pena probar la alternativa número dos.

Si iba a ver a Mellberg y le exponía el asunto sin rodeos, tal vez le diese permiso para seguir esa línea de investigación en su horario laboral. La vanidad era el punto más débil de Mellberg y, si se apelaba a ella adecuadamente, tal vez pudiese obtener su aprobación. Patrik era consciente de que el comisario veía en el caso de Alex Wijkner un billete de vuelta seguro al grupo de Gotemburgo. Aunque, a juzgar por los rumores que corrían, sospechaba que todos los puentes de Mellberg en ese sentido estaban quemados, él podría aprovechar la circunstancia para sus propios fines. Si lograse exagerar ligeramente la conexión con la familia Lorentz, tal vez dando a entender que había recibido un soplo de que Jan era el padre del niño, cabía la posibilidad de que Mellberg aceptase esa línea de investigación. No podía decirse que fuese demasiado ético, quizá, pero él tenía la sensación indiscutible de que en aquel montón de artículos se ocultaba una conexión con la muerte de Alex.