De un solo movimiento, bajó los pies de la mesa y le dio un empujón tal a la silla que ésta siguió rodando hasta dar contra la pared que tenía detrás. Patrik tomó todas las copias y atravesó el pasillo, que más parecía el de un bunker. Y aporreó la puerta de Mellberg antes de darse tiempo de cambiar de opinión. Enseguida creyó oír un sordo «adelante».
Como de costumbre, le sorprendió que un hombre que no hacía absolutamente nada, lograse acumular tan ingente cantidad de papeles. Mellberg tenía montañas de documentos en todas las superficies libres de su despacho. En la ventana, en todas las sillas y, ante todo, encima de la mesa, se alzaban grandes pilas de papeles que no hacían más que acumular polvo. Las baldas de la estantería que tenía a su espalda estaban arqueadas bajo el peso de tanto archivador y Patrik se preguntó cuánto tiempo haría que aquellos papeles no veían la luz del día. Mellberg estaba hablando por teléfono, pero le indicó a Patrik que entrase. Éste se preguntaba perplejo qué estaría pasando: Mellberg parecía radiante como una estrella navideña en Nochebuena y lucía en su semblante una amplia sonrisa como contrahecha. Suerte que las orejas se interponían en el camino, se dijo Patrik, de lo contrario, la sonrisa le habría dado la vuelta a la cabeza.
Mellberg respondía al teléfono casi con monosílabos.
– Sí.
– Claro.
– En absoluto.
– Por supuesto.
– Ha hecho lo correcto.
– No, no.
– Bien, señora, muchas gracias. Le prometo que la llamaré para informarla.
Colgó el auricular con un golpe triunfal que hizo saltar de la silla a Patrik.
– ¡Así es como se hacen las cosas!
Sonreía como un jovial papá Noel. De repente, se dio cuenta de que era la primera vez que le veía los dientes al comisario. Eran de una blancura extraordinaria, y prácticamente homogéneos; casi demasiado perfectos.
Mellberg lo miraba expectante y Patrik comprendió que deseaba que le preguntase por la llamada. Y así hizo, obediente, aunque no se esperaba la respuesta que recibió.
– ¡Ya lo tengo! ¡Tengo al asesino de Alex Wijkner!
Estaba tan emocionado que, en su excitación, no se dio cuenta de que el arreglo capilar se le había desmoronado sobre la oreja. Por una vez, Patrik no sintió ganas de echarse a reír ante el espectáculo. Obvió el hecho de que, al decir «lo tengo», el comisario declaraba no tener intención de compartir el éxito con sus colaboradores y, en cambio, se inclinó apoyando los codos sobre las rodillas y le preguntó en tono serio:
– ¿Qué quieres decir? ¿Nos ha llegado algún descubrimiento decisivo para el caso? ¿Con quién estabas hablando?
Mellberg alzó la mano para detener el tiroteo de preguntas, se retrepó en la silla y cruzó las manos sobre el estómago. Aquél era un placer cuyo disfrute pensaba alargar lo más posible.
– Pues verás, Patrik. Cuando uno lleva en esta profesión tanto tiempo como yo, sabe que los descubrimientos decisivos no son algo que llega, sino algo que uno obtiene por su esfuerzo. Gracias a la combinación de mi larga experiencia y amplia competencia y de trabajar duro, ha llegado el momento decisivo para la resolución del caso, así es. Una tal Dagmar Petrén me llamó hace un instante para referirme ciertas observaciones interesantes que tuvo ocasión de hacer justo antes de que encontrasen el cuerpo. Incluso me atrevería a decir que se trata de observaciones significativas que, a la larga, nos llevarán a poner entre rejas a un asesino socialmente peligroso.
La impaciencia carcomía a Patrik, pero sabía por experiencia que no cabía más que esperar a que Mellberg terminase el preámbulo. En su momento, llegaría al meollo de la cuestión. Lo único que pedía era que lo hiciese antes de su jubilación.
– Verás, recuerdo un caso que tuvimos en Gotemburgo el otoño de 1967…
Patrik suspiró mentalmente y se preparó para una larga espera.
Encontró a Dan donde sabía que estaría, trajinando con el equipamiento del barco, trasladándolo de un lado a otro con la misma facilidad que si fuesen sacos de algodón. Grandes rollos de cabos, maromas y andullos. Erica disfrutaba viéndolo trabajar. Con su jersey de lana, el gorro y los guantes y el aliento surgiendo en blancas vaharadas de su boca parecía un elemento más del paisaje marino que tenía detrás. El sol estaba alto en el cielo y se reflejaba en la nieve que alfombraba la cubierta. La calma era ensordecedora. Trabajaba con ahínco y eficacia y Erica vio que a Dan le gustaba todo lo que hacía. Aquél era su elemento. El barco, el mar, las islas al fondo. Y sabía que él veía ya cómo el hielo empezaría a resquebrajarse y cómo la embarcación Veronica podría poner rumbo al horizonte a toda velocidad. El invierno no era más que una larga espera. Siempre, en todas las épocas, había sido difícil para los habitantes de la costa. En otro tiempo, si tenían un buen verano, podían salar la cantidad suficiente de arenque para sobrevivir durante el invierno. De lo contrario, tenían que buscar otros recursos. Dan, como tantos otros pescadores de la costa, no podía sobrevivir sólo de ese trabajo, así que había estado estudiando por las noches y ahora trabajaba un par de días a la semana como profesor de sueco de secundaria en Tanumshede. Erica estaba segura de que era un buen profesor, pero su corazón estaba allí, no en el aula.
Permanecía totalmente concentrado en las tareas del barco y ella se había acercado sin hacer ruido, de modo que pudo observarlo sin problemas un buen rato, hasta que él se dio cuenta de que ella estaba en el embarcadero. Erica no pudo evitar compararlo con Patrik. En el físico eran totalmente distintos. El cabello de Dan era tan claro que, en el verano, se volvía casi blanco. El cabello oscuro de Patrik tenía el mismo tono que sus ojos. Dan era musculoso y Patrik más bien larguirucho. En cambio, por su forma de ser, podrían haber sido hermanos. Ambos tenían el mismo carácter tranquilo, dulce, con un humor contenido que siempre surgía en los momentos oportunos. Curiosamente, nunca antes se le había ocurrido pensar lo mucho que se parecían en este sentido. En cierto modo, se alegró. Desde que terminó con Dan, jamás había sido realmente feliz en ninguna relación; claro que siempre había buscado relaciones con hombres de un tipo muy distinto. «Inmaduros», solía decir Anna. «Lo que quieres hacer es educar niños, en lugar de dar con un hombre adulto, así que no es tan raro que tus relaciones no funcionen», observaba Marianne. Y tal vez fuese cierto. Pero los años pasaban y no podía por menos de admitir que empezaba a sentir cierto pánico. La muerte de sus padres también había sido un modo brutal de hacerle ver qué era lo que le faltaba en la vida. Y desde el sábado anterior, todas sus reflexiones sobre el tema la habían llevado sin querer a pensar en Patrik Hedström. La voz de Dan interrumpió sus cavilaciones.
– ¡Pero bueno! ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
– Bah, un rato. Pensé que podía resultar interesante ver cómo es eso de trabajar.
– Ya, desde luego, trabajar: no eso con lo que tú te ganas la vida. Que te paguen por pasar el día sentada inventando cosas… ¡Es ridículo!
Ambos rieron de buena gana. Aquella era una vieja broma con la que solían provocarse.
– Te he traído algo con lo que puedas calentarte y saciar tu hambre -le dijo Erica, al tiempo que le mostraba la cesta que llevaba en la mano.
– ¡Oh! ¿Y a qué viene semejante trato de lujo? ¿Qué es lo que quieres? ¿Mi cuerpo? ¿Mi alma?
– No, gracias, puedes quedártelos los dos. Aunque tu alusión a la segunda la llamaría yo más bien una vanidad por tu parte.
Dan tomó el cesto que ella le tendía y le ayudó con mano firme a saltar la falca. Estaba resbaladizo y Erica estuvo a punto de caer boca arriba, pero Dan la salvó tomándola de la cintura. Ambos limpiaron de nieve la tapa de una de las grandes cajas para guardar pescado y, con los guantes bien colocados bajo sus respectivos traseros, empezaron a vaciar la cesta. Dan rió entusiasmado cuando sacó el termo de chocolate caliente y los bocadillos de mortadela envueltos en papel de aluminio.