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– Eres una joya -dijo con la boca llena.

Estuvieron sentados y en silencio un rato comiendo, emocionados por la calma. Era tal el sosiego que sentía allí sentada al sol de la mañana que Erica desechó los remordimientos que le inspiraba su falta de disciplina para el trabajo. Había trabajado bastante con su texto la semana anterior, por lo que creía haberse merecido un descanso.

– ¿Has oído algo más sobre Alex Wijkner?

– No, la investigación no parece haber avanzado mucho por ahora.

– Ya, según he oído, tienes acceso a cierta inside information de la comisaría.

Los dos rieron con mirada cómplice. A Erica siempre la dejaba estupefacta la rapidez y eficacia de los servicios de información del pueblo. No tenía la menor idea de cómo se habría difundido tan rápido el rumor de su encuentro con Patrik.

– No sé de qué me hablas.

– Ya, me imagino. En fin, ¿hasta dónde habéis llegado? ¿Habéis probado o qué?

Erica le dio un codazo en el pecho, pero no pudo evitar una carcajada.

– No, no he «probado» nada. En realidad, ni siquiera sé si me interesa. O, más bien, me interesa, pero no sé si quiero que vaya a más. Siempre y cuando a él le interese. Lo que no tiene por qué ser así.

– En otras palabras, eres una cobarde.

Erica odiaba que Dan tuviese razón la mayoría de las veces. En ciertas ocasiones, pensaba que la conocía demasiado bien.

– Sí, he de admitir que estoy un poco insegura.

– Bueno, sólo tú puedes decidir si te atreves o no. ¿Has pensado cómo te sentirías si resultara bien?

Sí, Erica lo había pensado. Muchas veces, durante los últimos días. Pero la cuestión era, por el momento, hipotética. Después de todo, sólo habían cenado una vez.

– Bueno, de todos modos, yo creo que debes ir por ello al cien por cien. Mejor aprender del pasado y seguir adelante.

– A propósito de Alex, resulta que encontré algo muy curioso.

Erica cambió radicalmente el tema de la conversación.

– ¿Ah, sí? ¿El qué?

La voz de Dan sonaba expectante y como alerta a un tiempo.

– Pues verás, estuve en su casa hace un par de días y encontré un papel muy interesante.

– ¿Qué dices que has hecho?

Erica no se molestó en contestar y desechó su explosión con un gesto indolente de la mano.

– Encontré una copia de un viejo artículo sobre la desaparición de Nils Lorentz. ¿Tú entiendes por qué Alex habría escondido entre su ropa interior un artículo de hace veinticinco años?

– ¿Entre su ropa interior? ¿Pero Erica, qué coño dices?

Ella alzó la mano para detener sus protestas y prosiguió tranquilamente.

– Mi intuición me dice que tiene algo que ver con que la asesinaran. No sé cómo, pero ahí hay un auténtico gato encerrado. Además, alguien entró en la casa y anduvo rebuscando mientras yo estaba allí. Y es posible que lo que buscaba ese alguien fuera el artículo.

– ¡Estás loca! -Dan la miraba atónito-. Y, además, ¿por qué coño tienes que mezclarte tú en todo eso? Buscar al asesino de Alex es trabajo de la policía.

Su voz había empezado a sonar chillona.

– Sí, ya lo sé. No tienes que gritarme, que no estoy sorda. Soy consciente de que, en realidad, no tengo nada que ver con el asunto. Pero, en primer lugar, la familia ya me ha involucrado, en segundo lugar, Alex y yo fuimos muy amigas en su día, y en tercer lugar, me cuesta olvidarme de ello, puesto que fui yo quien encontró su cadáver.

Erica se abstuvo de hablarle del libro. En cierto modo, siempre sonaba más sucio y frío cuando lo decía en voz alta. Además, tenía la impresión de que Dan había reaccionado de forma un tanto desmedida, aunque él siempre se había preocupado mucho por ella. Tenía que reconocer que, dadas las circunstancias, no era muy inteligente andar husmeando en la casa de Alex.

– Erica, prométeme que dejarás esto.

Le puso las manos sobre los hombros y la obligó a volverse hacia él. Su mirada era limpia, pero demasiado dura para ser de Dan.

– No quiero que te ocurra nada y, si sigues metiéndote en esto, será como ponerte la soga al cuello. Déjalo.

Dan la agarraba con más fuerza sin dejar de mirarla fijamente. Erica abrió la boca para responder, estupefacta ante su reacción, pero antes de que lograse pronunciar una sola palabra, se oyó la voz de Pernilla desde el embarcadero.

– ¡Vaya, aquí estáis! Y pasándolo bien, según veo.

Había una frialdad en su voz que Erica jamás había oído con anterioridad. Tenía la mirada sombría y abría y cerraba las manos nerviosamente. Los dos se quedaron helados al oírla y las manos de Dan seguían sobre los hombros de Erica. Dan las retiró como un rayo, como si se hubiese quemado, y se levantó.

– Hola cariño. ¿Has salido antes del trabajo? Erica sólo venía a charlar un rato y ha traído unos bocadillos.

Dan hablaba sin parar mientras Erica los miraba atónita. Le costaba reconocer a Pernilla, que le lanzó una mirada llena de odio. Tenía los puños fuertemente cerrados y, por un instante, Erica pensó que iba a pegarle. No comprendía nada. Hacía años y años desde que habían aclarado las cosas en lo que a Dan y ella se refería. Pernilla sabía que no quedaba ya ningún sentimiento entre ellos. O, al menos, ella creía que lo sabía. Ya no estaba tan segura. La cuestión era, pues, qué habría provocado aquella reacción. Ella seguía mirándolos a los dos. Dan parecía el perdedor de la lucha sin palabras que daban la sensación de estar librando él y Pernilla. Erica no tenía nada que decir y decidió que lo mejor sería marcharse en silencio y dejar que ellos dos aclarasen la situación.

De modo que recogió los platos y el termo en el cesto. Mientras se alejaba del embarcadero, oyó las voces de Dan y Pernilla cada vez más alteradas en el silencio.

Capítulo 4

Mentía una soledad indecible. El mundo había quedado frío y desolado sin ella y no había nada que él pudiese hacer para mitigar la frialdad. El dolor era más llevadero cuando podía compartirlo con ella. Desde que había desaparecido, era como si soportase el sufrimiento de ambos él solo, lo que era más de lo que creía poder resistir. Pasaba los días contando minuto a minuto, segundo a segundo. La realidad exterior no existía, él sólo era consciente de que ella había desaparecido para siempre.

Y la culpa podía dividirse en partes iguales y repartirse entre los culpables. No pensaba cargar solo con ella. No, en ningún momento se le había ocurrido cargar solo con ella.

Miró sus manos. ¡Cómo las odiaba! Estaban impregnadas de belleza y de muerte, en una combinación imposible de conjugar pero con la que se veía obligado a vivir. Sólo cuando la acariciaban, habían sido buenas. Su piel contra la de ella había espantado todo mal obligándolo a huir por un instante. Al mismo tiempo, habían alimentado su maldad oculta. El amor y la muerte, el odio y la vida. Opuestos que los habían convertido en polillas revoloteando cada vez más cerca de la llama. Y ella se quemó primero.

Él sentía el calor del fuego en la nuca. Ya estaba cerca.

—–

Estaba cansada. Cansada de limpiar la mierda de otros. Cansada de su triste existencia. Cada día daba paso al siguiente, todos iguales. Cansada de cargar con una culpa que la abatía día tras día. Cansada de despertar todas las mañanas y de irse a la cama todas las noches preguntándose cómo estaría Anders.

Vera puso a calentar en el fogón el café de puchero. El tictac del reloj de la cocina era el único sonido que se oía cuando se sentó ante la mesa de la cocina a esperar a que el café estuviese listo.